Venezuela se desliza por una crisis estructural, profunda y divisiva. Estructural, porque la crisis expresa una confrontación que desembocará en un inescapable cambio histórico de proporciones seculares; profunda, porque el cambio proviene desde la base de nuestras columnas políticas fundamentales hacia los capiteles del orden social; y divisiva, porque nos avizora un antes y un después de nuestra vida republicana, como las crisis estructurales del pasado han marcado nuestra historia hasta hoy. Ante semejante encrucijada, algunos proponen y debaten vías de cambio político que pongan término a la crisis, mientras otros reflexionan sobre lo que requerirá la Venezuela post-socialista del siglo XXI.  Confieso que me encuentro en un plano intermedio. Hay retos insoslayables que requieren una perspectiva «transicional», porque la progresión del cambio político determina las posibilidades y soluciones. En lo que sigue expondré algunas consideraciones sobre un asunto insoslayable entre los venezolanos y una tarea primordial para quienes encontramos en la filosofía una metódica reflexión política. Se trata de las condiciones de «posibilidad» de una reconciliación social, entendida como proceso y como resultado del cambio político en Venezuela.

«Advierto desde Hegel que la reconciliación (Versöhnung) hay que lograrla primero entre el pensamiento y la realidad, esto es, entre quienes asumen el oficio de interpretar y comprender al mundo, y ese mundo social muy particular y concreto donde vivimos».

Debo hacer dos advertencias preliminares. Advierto desde Hegel que la reconciliación (Versöhnung) hay que lograrla primero entre el pensamiento y la realidad, esto es, entre quienes asumen el oficio de interpretar y comprender al mundo, y ese mundo social muy particular y concreto donde vivimos[1]. La tarea de la filosofía es reconciliarnos razonablemente con el mundo porque precisamente en ese mundo están los clivajes que debemos comprender para que el mundo nos devuelva esa mirada razonable cada vez que lo veamos[2]. No es negando ni tampoco despreciando nuestro mundo la manera más propicia de aproximarnos a él, menos aún si nos interesa reflexionar en serio una posible reconciliación entre nosotros. Se trata de mantener el foco de la comprensión sobre cómo las personas viven y se relacionan entre sí mediante las prácticas concretas y cotidianas de la vida. Examinar la eticidad del mundo donde vivimos con todas sus carencias y virtudes, y no extraviarnos en el ensueño y la ficción que nos produce una contemplación de mundos sociales magníficos pero imposibles. Esta primera advertencia entonces se refiere a estar atentos a esa disposición filosófica que debemos mantener cuando consideramos un asunto tan emotivo y existencial como la reconciliación. Una disposición que adoptamos pero que no compromete en su totalidad al sistema hegeliano, ni tampoco a nosotros con él.

La segunda advertencia es que debemos tener cuidado sobre cuál de los sentidos del término «reconciliación» usaremos en esta exposición. Veamos el siguiente ejemplo:

En consonancia con el espíritu que debe distinguir una amnistía, este Proyecto de Ley (…) obedece a la convicción de que es preciso recomponer el tejido social y el sentido de pertenencia a una misma comunidad política, lo cual exige colocarse por encima de la diatriba parcial y sentar las bases para la reconciliación (…) con la finalidad de cerrar heridas políticas o sociales que dificultan la convivencia y de crear condiciones propicias para la participación de todos los sectores en los asuntos públicos[3].

Aquí se concibe la reconciliación como algo asociado a «recomposición del tejido social», «sentido de pertenencia a una misma comunidad política», «colocarse por encima de la diatriba parcial», «cerrar heridas políticas o sociales», y «participación de todos los sectores en asuntos públicos». Si alguien me pide una respuesta express a la pregunta ¿así es posible la reconciliación?, la respuesta será un «tal vez» si buscamos una reconciliación entre élites estratégicas incompatibles, incluso entre sectores sociales opuestos entre sí. Lo más interesante del ejemplo es que considera legislar a partir de la conceptualización de procesos (recomponer el tejido social), como si la reconciliación es un asunto teórico conceptual o el resultado de un procedimiento racional. En contraste, veamos la concepción que tiene la prestigiosa Fundación para la Reconciliación, una organización no gubernamental colombiana de alcance intercontinental. Dice así:

«No hay futuro sin perdón y reconciliación», dijo Nelson Mandela. No basta con resolver militar y negociadamente los conflictos. Incluso con las más efectivas acciones policiales o con los mejores acuerdos oficiales, la paz es frágil y quebradiza. Es mucho más que el silencio de los fusiles y más que una negociación de intereses. La paz pretende sanar el corazón de las personas y de los pueblos. Se trata de lograr que las víctimas y los victimarios perdonen y se reconcilien de tal modo que ambos avancen en la construcción de proyectos de vida dignos, al tiempo que recobran tres pilares fundamentales de la existencia: el significado de la vida, la seguridad en sí mismo y la socialización[4].

Destaco aquí las frases «no basta con resolver militar y negociadamente los conflictos», «es mucho más que el silencio de los fusiles y más que una negociación de intereses», «pretende sanar el corazón de las personas y de los pueblos», «proyectos de vida dignos», «que recobran el significado de la vida, la seguridad en sí mismo y la socialización». Una concepción más anímica, social y práctica que la expresada en la Ley, porque la reconciliación es fundamentalmente un sentimiento moral y no una razón política.

Ahora bien, ¿por dónde empezamos?

Con esas advertencias introduzco entonces mi primera distinción: las condiciones de posibilidad para una reconciliación que quiero invitarlos a considerar es la que puede llegar a producirse entre cada venezolano con el mundo social donde despliega su vida. No entre factores políticos en pugna o entre víctimas y victimarios, más propias de una negociación o amnistía política y a una jurisdicción transicional. Me ocupa la dimensión ética de esa reconciliación que he calificado de social: esa reconciliación necesaria, vital y extremadamente humana de cada uno de nosotros con ese mundo social donde vivimos, y que hoy se encuentra cuestionada o desdibujada, cuando no negada y rechazada entre los venezolanos. Para colocar una cifra de referencia, según el profesor Iván de la Vega, director del Laboratorio Internacional de Migraciones de la USB, casi dos y medio millones de venezolanos han emigrado del país desde 2006[5].

««No hay futuro sin perdón y reconciliación», dijo Nelson Mandela. No basta con resolver militar y negociadamente los conflictos».

Luego, si reconciliarnos implica recobrar algún significado de la vida que sustente la confianza en nosotros mismos, para elegir libremente la realización de un proyecto de vida que consideramos digno de vivirse en una sociedad donde queremos vivir el resto de nuestras vidas, entonces debemos reconocer que hay un número sumamente alto de venezolanos que han extraviado y siguen extraviando ese significado de la vida, porque tienen sembradas en el alma suficientes razones y emociones para no querer vivir el resto de sus vidas como hasta ahora lo hacen, y mucho menos como vislumbran podrían hacerlo en el futuro cercano. Si pudiéramos imaginar una línea horizontal colocando en un extremo a la reconciliación social para representar dónde se encuentran hoy esos venezolanos que han perdido el sentido de vivir una vida en el país, sugiero que pueden estar en una circunstancia vital muy adversa y lejana a la reconciliación. Me referiré a ese extremo opuesto con el nombre de «cohabitación».

Considerando la controversia divisiva, profunda y dolorosa que pesa sobre los venezolanos, la cohabitación puede entenderse como la situación donde vivimos de la mejor manera que podemos vivir según las circunstancias que tenemos, pero sin oportunidades de mejorar nuestra vida más de lo que ya hemos alcanzado, e incluso sin evitar perder aceleradamente la calidad de vida como hasta ahora la hemos vivido. Cohabitamos muy a nuestro pesar en un país donde todas las señales dicen que estamos estancados o detenidos, sin ninguna alternativa de elegir otros modos de vida. Si la reconciliación social es recuperar una concepción de la vida buena que me integra a esa sociedad donde nací porque me permite en mejor y mayor medida vivir dignamente esa vida, la cohabitación expresa entonces su opuesto. Es la pérdida de una concepción de vida buena posible y realizable en una sociedad que impide, cuando no prohíbe, vivir dignamente esa vida que quiero vivir.

Cómo superar esa sensación de cohabitación que hoy tantos venezolanos albergan en sus corazones y que se expande viralmente entre las nuevas generaciones, es una tarea ineludible e impostergable. La experiencia histórica nos indica que la superación de ese extremo de la línea no se logra mediante un salto directo al extremo opuesto. La reconciliación social es y será un proceso complejo y crítico, aunado e inseparable del proceso de cambio político democrático que aspiramos y promovemos. Como todo proceso, requerimos considerar algunas fases intermedias en ese recorrido, y en lo que sigue mostraré algunas posibles estaciones.

Primera estación: el modus vivendi

El tránsito desde la cohabitación hacia la reconciliación social, entendida en mis términos, requiere necesariamente consolidar una «coexistencia pública mínima» entre los venezolanos, también conocida en el pensamiento liberal con la expresión latina modus vivendi[6]. Este ideal “instrumental” de la tolerancia de primer nivel presupone que la situación que vivo no es la mejor que podría vivir, pero al menos hay un «marco de reglas públicamente reconocidas y respetadas» por todos, y principalmente por el Estado, que transforma alternativas en oportunidades equitativas abiertas a los talentos y méritos para mejorar mi situación actual de vida, o incluso cambiar mi modo de vida con vista a mejorarla sustancialmente. Coexistimos con otras personas que tienen visiones distintas del mundo y de la vida, cuestión nada objetable, y posiblemente en algunas personas esas visiones serán radicalmente incompatibles e intolerantes con las nuestras. Pero con el fin de terminar con las divisiones profundas y dolorosas típicas de la cohabitación, estamos dispuestos a aceptar y respetar un conjunto de reglas que regulen una manera de coexistir juntos, resguardando al menos algunos intereses comunes esenciales que podríamos identificar –junto a otros– con lo que Herbert Hart llamó «el contenido mínimo del derecho natural»[7].

«Desde el punto de vista progresivo, el modus vivendi expresa un paso en la dirección correcta para salir de la cohabitación, pero no debe confundirse con la reconciliación social».

Esos intereses comunes esenciales pueden estar enmarcados en una concepción de democracia liberal, promovida por los líderes más comprometidos y entusiastas, acompañada de amplias políticas transitorias de bienestar social. Sin embargo, la adopción pública de reglas se realiza principalmente por la necesidad de terminar con el conflicto político gravoso que nos condenaba a la cohabitación. Políticamente, el modus vivendi es un mecanismo de consensos instrumentales que se logra mediante un proceso de negociación que busca i) articular intereses de los factores en pugna porque ninguno es capaz de imponerse al otro sin destruir en el intento sus propias bases de estatus, prestigio y poder; ii) y concluyen que entenderse mutuamente es vital para seguir dentro de la esfera donde se distribuye precisamente el prestigio, el estatus y el poder. En pocas palabras, es un pacto de élites sobre los criterios que regirán la distribución del poder político bajo el mismo sistema público de reglas de coexistencia pacífica.

Desde el punto de vista progresivo, el modus vivendi expresa un paso en la dirección correcta para salir de la cohabitación, pero no debe confundirse con la reconciliación social. Aunque se instaure como una cuadratura de lo que tienen en común los factores políticos para elaborar un sistema de reglas que gane el respaldo de todos, producto de un equilibrio de fuerzas sociales y políticas por la negociación y el regateo de intereses, lo que caracteriza finalmente al modus vivendi es la delgada línea que sostiene su estabilidad política, como alertó reiteradamente John Rawls[8]. En general, el modus vivendi es una respuesta coyuntural necesaria ante extraordinarias circunstancias históricas de cambio político, que pierde su eficacia política cuando cambian las circunstancias que le dieron origen. Si las élites no renuevan ni desarrollan fundamentos estructurales de prácticas consensuales, encontrarán incentivos suficientes para incumplir, desconocer o incluso desarticular el pacto político. Los ciudadanos coexisten sin lograr aún reconciliarse con ese mundo social y pueden generar resentimientos cuando el modus vivendi, sin renovación ni avances estructural consensuales, pierda justificación y pertinencia política e histórica, como tal vez pudo pasar en el ocaso del Pacto de Punto Fijo venezolano[9].

Segunda estación: el consenso ciudadano

No obstante, asumiendo toda su fragilidad histórica, el modus vivendi permite durante su transición un mínimo de reglas y prácticas pacificas en la resolución de controversias públicas, condición indispensable para alcanzar lo que hace posible estabilidad de la democracia y finalmente la reconciliación social: un «consenso ciudadano» sobre un conjunto de valores y principios sustanciales de la vida pública, que restaure con vigor ese trasfondo de cultura política democrática que aún pervive entre millones de nosotros, y la extienda sustancialmente al resto de los venezolanos y a las futuras generaciones.

«Un consenso ciudadano de esas características presupone que aceptamos y reconocemos –igual que los demás– un conjunto de valores y principios que constituyen un marco de justificación pública para validar reclamos y expectativas sociales».

Este consenso ciudadano apunta a solventar un aspecto que Rawls consideraba de la mayor importancia ante la débil estabilidad política del modus vivendi. Según el filósofo, un consenso de esa naturaleza se alcanza cuando una mayoría activa de ciudadanos defiende el conjunto de valores y principios democráticos, independientemente de las cuotas de poder y preferencias estratégicas de las fuerzas políticas[10]. En una línea semejante a las tesis discutidas por teóricos como Peter Bachrach en la segunda mitad del siglo XX[11], Rawls concibe a las élites políticas insuficientes para defender los valores y principios democráticos, ni para brindar su respeto y resguardo institucional. Debemos tener como horizonte un tipo de estabilidad política que no dependa de las virtudes de los jefes políticos de turno o que sucumba ante sus vicios. Una estabilidad que se fundamente en la cultura política pública de ciudadanos leales a un conjunto de valores y principios democráticos, y que se fortalezca en el tiempo a través de las generaciones. La cuestión a responder aquí sería entonces ¿cómo se forma y se fortalece ese tipo de lealtad?

Un consenso ciudadano de esas características presupone que aceptamos y reconocemos –igual que los demás– un conjunto de valores y principios que constituyen un marco de justificación pública para validar reclamos y expectativas sociales, porque las instituciones encargadas de atenderlas y satisfacerlas por lo general lo hacen basadas en esos principios y valores. Eso significa que puedo vivir de acuerdo a mi concepción de vida buena, porque encuentro en la sociedad prácticas institucionales que estimulan y ofrecen oportunidades para que mi plan de vida pueda realizarse. Aquí radica esa lealtad política liberal tan especial que sustenta el consenso ciudadano y que inspira el liberalismo político de Rawls: cuando el conjunto de valores y principios democráticos complementa políticamente la concepción de vida buena que tenemos cada uno de nosotros. Podemos tener visiones del mundo y de la vida distintas e incompatibles entre sí que alimentan nuestras variadas maneras de concebir una vida buena, y afirmar al mismo tiempo, con libertad, tolerancia y respeto mutuo, una misma concepción política de valores y principios democráticos. Una lealtad que no debe confundirse con presupuestos utilitaristas o apegos materiales, aunque los presupone porque se desarrollan desde el modus vivendi. Es una lealtad a la democracia sustentada en una profunda convicción que sólo se alcanza de la mejor y tal vez única manera posible: mediante la constatación práctica y cotidiana que el mundo social democrático nos ofrece incentivos y resguardos institucionales, reconocidos y respetados por todos, para vivir la vida que queremos vivir por el resto de nuestras vidas.

Ahora puedo responder mejor a la pregunta express que hicimos al inicio. Una reconciliación social en Venezuela será posible si hacemos ese recorrido desde el principio hasta el final, sin prisas ni temores, construyendo y transitando por esas estaciones de consolidación política y de estabilidad democrática, ahora que ya sabemos mejor lo que queremos decir y lograr cuando hablamos de reconciliación social. Hay una diversidad de procesos implicados en cada estación y los límites de estas consideraciones me impide ahondar en ellos. Por ejemplo, la justicia transicional acompaña por lo general los esfuerzos institucionales de la estación modus vivendi, sobre todo cuando logran constituirse en coexistencias políticas exitosas. No tengo la menor duda que el cambio político será protagonizado por aquéllos que decidan recobrar su libertad, rompiendo el cerco que ahora padecen en la cohabitación. Eso viene y no muy lejos. Presenciaremos un formidable conflicto histórico, donde las fuerzas de la opresión y la violencia querrán imponerse sobre las invencibles fuerzas del entendimiento y la tolerancia. Hago votos porque estemos iluminados cuando nos toque decidir cómo participar en el desenlace, con la firme esperanza de restaurar la civilidad perdida entre nosotros. Esa civilidad donde será posible, definitivamente, sanar corazones.

[1] Véase Hegel, G.W.F.: Fundamentos de la filosofía del Derecho, Libertarias/Prodhufi, Madrid, 1993, pág. 47 y ss; Hardimon M.: Hegel’s Social Philosophy: The Project of Reconciliation, Cambridge University Press, Cambridge, 1994, pág. 95 y ss.

[2] Clivaje en sociología y ciencia política se usa para referirse a las divisiones, disyunciones o disociaciones por razones ideológicas, religiosas, culturales, económicas o étnicas de un país, sociedad, grupo social, fuerza, movimiento o partido político. Cfr. Lipset, M.S. y Rokkan, S.: Party systems and voter alignments: cross-national perspectives. Volumen 7 de International Yearbook of Political Behavior Research. Editor Free Press, 1987

[3] Asamblea Nacional, Ley de Amnistía y Reconciliación Nacional, Exposición de Motivos, aprobada el 29 de marzo de 2016, p. 2 (no publicada en Gaceta Nacional).

[4] http://fundacionparalareconciliacion.org/wp/principios-teoricos/

[5] Véase entrevista a de la Vega en http://revistasic.gumilla.org/2016/venezuela-pierde-capital-humano-por-migracion-de-talento/. También http://elestimulo.com/blog/ivan-de-la-vega-chavez-mato-a-tres-generaciones-de-venezolanos/

[6] John Gray elabora una tesis muy controversial sobre el modus vivendi, un ideal filosófico de un liberalismo que opone a otro que identifica con el ideal de la «convergencia última de valores». Esos ideales tienen en Thomas Hobbes y Emmanuel Kant sus antecedentes filosóficos más remotos y la contribución de Gray ha sido contrastarlos antagónicamente. Aunque considera que el futuro del liberalismo está en el primero, aquí adoptaré una perspectiva compatible de esos principios de tolerancia, incluso afirmando que el segundo requiere necesariamente del primero. Cfr. Gray, J.: Las dos caras del liberalismo, Paidós, Barcelona, 2001, pp. 123 y ss.

[7] Por ejemplo, mantener esquemas compatibles de libertades básicas iguales, erradicar el uso ilegítimo de la violencia, supremacía del estado de derecho, establecer pautas de cooperación y protección de la propiedad Cfr. Hart, H.: The Concept of Law, Oxford University Press, Oxford, 1961, págs. 189-195

[8] Aunque el tema de la estabilidad política es recurrente en toda su obra, véase especialmente Political Liberalism, Columbia University Press, N.Y. 1993, pp. 133-172, y Justice as Fairness. A Restatement, Belknap Harvard, Cambridge, 2001, pp. 180-202.

[9] El Pacto de Punto Fijo expresa un caso ejemplar de modus vivendi dirigido a la instauración democrática y la consolidación institucional. He explorado sus rasgos instrumentales en Vallés, O.: «Los antecedentes programáticos del Pacto de Punto Fijo», en Politeia, IEP-UCV, Caracas, 1992, págs. 289-304.

[10] Political Liberalism., págs 140 y ss. Rawls elabora una versión del consenso basado en la capacidad que una concepción política de justicia «liberal» tiene para ganar adhesiones entre doctrinas filosóficas, religiosas y morales «razonables» incluso no liberales. Lo denomina overlapping consensus, término traducido como «consenso traslapado» o «consenso entrecruzado». Mi visión sobre la reconciliación no requiere recurrir a la extrema idealización del consenso rawlsiano.

[11] Me refiero a su Crítica a la teoría elitista de la democracia, Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1985.

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