Sistemáticamente, el siglo XXI ha venido desmintiendo las esperanzas con las que terminó el siglo XX.   Los años noventa fueron los del colapso del Bloque Soviético, la quiebra del Apartheid, el fin de la “Dictadura perfecta” del PRI en México y una larga lista de procesos, de Kenya a Camboya, en los que las dictaduras de derecha o izquierda daban paso a regímenes tendencialmente democráticos, como guinda al triunfo de Occidente en la Guerra Fría.  Hoy pareciera que lo definitivamente ganado por la democracia liberal y la economía de mercado está en serios apuros (aunque más la democracia que el mercado).  De hecho se habla de una “tercera ola de autocratización” que, según leemos en el último informe de Varieties of Democracy (V-Dem), de la Universidad de Gotemburgo, correspondiente a 2018, no deja de avanzar. ¿Por qué ocurre esto? ¿Exactamente ante qué nos estamos enfrentando? ¿Será que hay un problema en las personas y su capacidad para vivir en libertad (al menos en determinada idea de libertad)? ¿O será que algo no funciona en el modelo?  Tal vez la historia nos pueda decir algunas cosas al respecto.

Primero, lo de siempre: los hechos insisten en refutar a las tautologías que prometen diversas formas de “paz perpetua”, “fin de la historia” o “tomas del cielo por asalto”.   Si bien, como dice el informe citado, “está erosionada y no en caída libre”, y en conjunto el mundo es más democrático que hace treinta años, la calidad de esas democracias, así como el riesgo de que sean sustituidas por regímenes autoritarios, es alto.  No, Fukuyama, la historia no está ni remotamente cerca de finalizar. La caída libre que Varieties of Democracy no percibe aún, puede ocurrir tarde o temprano, como pasa con los terrenos erosionados cuando no se les apuntala de algún modo. Por eso es importante tratar de ver más allá de las coyunturas específicas, así como pasar de la descripción de fenómenos que se repiten una y otra vez –triunfos electorales de demagogos, a los que se les llama populistas; polarización, ataques a la libertad de expresión, etc- para buscar líneas de curso histórico más amplias.  Ello es clave si queremos saber cómo frenar la erosión y evitar que la caída libre ocurra. O, como veremos de seguidas, vuelva a ocurrir.

En efecto, aunque parece ser una verdad de Perogrullo comoquiera que hablamos de “tercera ola”, no es inútil repetirlo: que no es la primera vez que pasa.  No entraremos en disquisiciones sobre si la historia se repite o no (básicamente eso no ocurre), o si estamos más bien, en otro capítulo de la historia que Fukuyama creyó finiquitada hace tres décadas.  Vamos a los hechos. Tanto después de la Primera Guerra Mundial en Europa, como a consecuencia de la Crisis del 29 en América Latina, regímenes liberales, en mayor o menor medida democráticos, fueron sustituidos por otros autoritarios.  Aquello fue una verdadera caída libre.  Los colapsos de la monarquía constitucional en Italia (1922), de la República de Weimar (1933), de las democracias polaca (1926), yugoslava (1929), portuguesa (1932), austríaca (1934) y rumana (1938) constituyen casos emblemáticos y relativamente bien conocidos por la literatura, tanto historiográfica como politológica.  Menos se ha estudiado, en clave global, la “Década Infame” de Argentina, el golpe de Sánchez Cerro en Perú, o el de Getulio Vargas en Brasil, todo en 1930.  Las quiebras de los jóvenes regímenes demócrata-liberales en Europa (descontando el italiano, que ya tenía décadas) y de los más maduros en América Latina, tienen aspectos en común que hoy nos resultan lo suficientemente familiares como para sentir que “estamos otra vez en los treintas”.  O que en todo caso fenómenos que se eclosionaron en los treintas no estaban tan erradicados como pensábamos, sino que sólo requerían las condiciones propicias para volver a aparecer. Es acá donde debemos enfrentar a las preguntas señaladas más arriba: ¿es la gente, el sistema, o las dos cosas?

Es un poco de todo. Parafraseando a un hombre que dedicó su vida a acabar con el liberalismo y el mercado, Karl Marx, podemos decir que, al menos en cuanto hipótesis, parece que el liberalismo lleva adentro el germen de su propia destrucción.   Por supuesto, que lo lleve, no significa que eso vaya a ocurrir (de hecho, estas reflexiones están encaminadas a evitar que germine). Ni mucho menos que sea deseable que eso ocurra.  Es por eso las bancarrotas de las democracias en los treintas tienen tanto que decirnos.  Veamos: en primer término, el mercado genera ganadores y perdedores, y aunque eso a la larga parece llevar a niveles más altos de prosperidad y bienestar, el hecho es que los perdedores no suelen quedarse con los brazos cruzados ni están dispuestos a esperar a que su familia pase varios años de frío y hambre, hasta que esa prosperidad llegue.  Y cuando son muchos, como ocurrió con la crisis que siguió a 1929, pueden imponerse.  La caída en picada (ésta sí que libre) de la calidad de vida, en especial de las clases medias, se lleva consigo a la confianza en el gobierno, así como la búsqueda de culpables.  Aquellos sectores que aparentemente están a salvo del empobrecimiento son los mejores candidatos para esto: si ellos tienen, es porque de algún modo nos lo quitaron a nosotros.  Es lo que se repitió constantemente en los treintas, atizado entonces por la nostalgia por la “seguridad” o en todo caso falta de incertidumbre del régimen anterior.  De modo que el libre mercado, si bien pone las bases de la prosperidad, cuando tiene el viento en contra también pone las de quienes reclaman su intervención.  En segundo lugar, la democracia liberal permite que estos sectores elijan a líderes que, con la promesa de rescatar el orden y el bienestar, piden sustituir a la clase política desprestigiada por su poder absoluto.  Y si no los elijen, que por lo menos actúen con suficiente libertad para provocar la caída del régimen.

Estos son, resumidos de forma muy general, los itinerarios de Antonio de Oliveira Salazar, de Engelbert Dolfuss, de Hitler… Pensemos ahora en las consecuencias de la crisis de 2008, en gran medida generada por un mercado que actuó sin cortapisas, capaz de desencadenar a movimientos como los indignados, como los occupy, o los que desde el otro extremo le echan la culpa a Europa, a los inmigrantes africanos. Los que piden Brexit y Make America Great Again.   Pensemos en la incertidumbre que nunca se fue del todo de los países ex comunistas, creando nostalgias por tiempos idos cuando las cosas aprietan.  Pensemos en las clases medias empobrecidas, en los muchachos que tienen que volver a emigrar desde España o Italia, en los londinenses cuyos hijos ya no pueden pagar un apartamento en la ciudad, en los inmigrantes que no logran integrarse y acaso nunca lo harán.  Pensemos en los escándalos de corrupción, que a lo mejor no son más numerosos y peores que antes, pero sí más conocidos, creando unos culpables perfectos.  Pensemos en los líderes que prometen orden y redistribución de la riqueza.  En las posibilidades que les dan los medios y las redes.  Pensemos en Putin y Viktor Orban.  Pensemos, en suma, en lo que los venezolanos hicimos en 1998, acaso como precursores de todo esto.  No es algo coyuntural. Esos son los gérmenes que las democracias liberales, que el liberalismo entero tiene dentro de sí y debe saber manejar.  Las crisis de los años treinta fueron un ambiente propicio para su desarrollo.  Otra vez se están dando condiciones favorables, y entenderlo es el primer paso para enfrentarlo.  No es aún una caída libre, pero sí, la democracia está en aprietos.  Está en aprietos una parte significativa de todo el orden liberal. Nunca lo hubiéramos imaginado en los noventas, pero la historia es así.

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