La democracia parte de un tensión básica: el conflicto perenne entre mayorías y minorías, el cual no es solamente un conflicto de clase en términos económicos, sino que comprende factores sociales, étnicos, religiosos y de hábitos según sean los clivajes de una sociedad determinada. Como señaló David Hume alguna vez, uno de los hechos más sorprendentes de la historia es que las mayorías potencialmente el más poderosas y con mayores recursos, hayan decidido delegar su autoridad en un conjunto muy pequeño de individuos dentro de su sociedad. Más allá de determinar si las democracias actuales son o no genuinamente democráticas, lo que podemos constatar en la historia es que el gobierno minoritario ha sido la regla, y el popular ha sido la excepción. Tanto es así que podemos contar brevemente los momentos de su aparición, y que podemos constatar cuán poco era considerada la democracia en el pensamiento político de los últimos veinticinco siglos.

Debe dejarse claro: por una parte, los gobiernos populares de la antigüedad, al estar fundados sobre la esclavitud, son inconmensurables y hasta inaceptables con nuestra expectativas igualitarias contemporáneas. Por otro lado, nuestra era democrática, en la que por vez primera el ideal democrático goza de un prestigio más amplio, no pasa alcanza los dos siglos, si somos generosos y tomamos como punto de partida el voto censitario. Si reconocemos que la democracia liberal sólo tiene sentido cuando se acaban las grandes exclusiones al sufragio, el panorama es aún más breve: Nueva Zelanda, Uruguay y Noruega, con todo y su vanguardismo, apenas tienen un siglo en esa condición. Los Estados Unidos, acaso la democracia más longeva y continua de las modernas, comenzó como una aristocracia de propietarios hasta llegar al sufragio universal con los conflictos por los derechos de los afroamericanos en los 1960s, pasando por guerras civiles y profundos cambios sociales.

«La democracia no sólo es un logro tortuoso y paulatino, sino que además su establecimiento es frágil gracias a su tensión interna.»

Esto dato debe servirnos como lección de sobria modestia, y también como fuente de esperanza: ni las democracias más longevas están realmente consolidadas, ni las jóvenes pueden sentirse acomplejadas por sus azares. La democracia no sólo es un logro tortuoso y paulatino, sino que además su establecimiento es frágil gracias a su tensión interna.

Comencemos por su pretensión primaria, la fe democrática esencial, según la cual gobierna la voz de la mayoría, puesto que las multitudes son sensatas: sin tocar las prevenciones que instalamos institucionalmente contra dichas mayorías, sabemos que ésta no es una opinión realmente general: es nuestra voz la que nos parece razonable y respetable, y es por cuya influencia reclamamos audiencias. Así, la igualdad como valor tiene el reto de ser nóvel, confusa, y competir con criterios de legitimidad concebidos no sólo como tradicionales, sino como apropiados durante milenios, resistiéndose a nuestros intentos por desterrarlos: la autoridad del fuerte, del mayor y del meritorio. Como lo que “siempre” ocurre se confunde muchas veces con lo que debe ocurrir, la igualdad se enfrenta a ideas tenaces.

Por otro lado, esa igualdad es una meta paradójicamente deseable y contraproducente. Como no se puede realizar por completo, o siendo los intentos de su realización peligrosa para el ideal de la libertad, su carácter inalcanzable dinamiza el sistema: los que temen la igualación de los sometidos se mueven para someter esas aspiraciones o defender su posición, y los que aspiran a mejoras en su situación. Bajo normalidad institucional, este toma y dame genera réditos progresivos o es simplemente parte del juego político ordinario, pero en momentos críticos acrecienta la tensión básica pudiéndose llevar a un punto de quiebre. Esos momentos críticos serían aquellos en los cuales suficientes miembros de la comunidad política perciben -sea con fundamento práctico o no- que no hay recursos para evitar una rebatiña, y que su participación leal es inútil. Es decir, allí donde no hay una sociedad suficientemente próspera y abierta como para mantener la demanda democrática de mayor igualdad en libertad; una sociedad en la que se cree que hay ganadores y perdedores, y donde la moderación se dificulta.

«El discurso político pasa del debate a la confrontación, o surge la intervención de un factor que arbitra la disputa, resultando en la cancelación de la práctica democrática.»

La consecuencia de esto refuerza la tensión inicial: la polarización entre quienes perciben tener y quienes se perciben dejados de lado. Esto hace emerger respuestas populistas y reacciones conservadoras que se perciben con mutua desconfianza y que asumen para sí la defensa de la “verdadera democracia”. Se pasa de actores que confían en su aceptación mutua de las reglas del sistema, a facciones que no pueden concebir la buena fe del adversario. El discurso político pasa del debate a la confrontación, en la cual o un lado emerge victorioso, o surge la intervención de un tercer factor que arbitra la disputa, teniendo como resultado la cancelación de la práctica democrática. Los politólogos Alfred Stepan y Juan Linz mostraron en el hoy clásico “The Breakdown of Democratic Regimes”, decenas de casos en todo el mundo en los que esta fragilidad culminó en golpes de Estado militares o en la conculcación del sistema por algún liderazgo anti-establishment, rechazando a la “vieja democracia” que era acusada alternativamente de populista o elitista, e imponiendo una versión “genuina”.

Podemos resumir este proceso en tres ideas: la ilusión por la igualdad, la decepción por la no igualdad y la sospecha ante la desigualdad. Fe, tensión y polarización, en un ciclo que puede retroalimentarse. En reciente y publicitado volumen, titulado “How Democracies Die”, los profesores Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, manifiestan que el riesgo no está sólo en regímenes mal constituidos -como era el planteamiento de Linz y Stepan- sino también en los sistemas consolidados que han permitido el debilitamiento de sus dinámicas moderadoras. Su énfasis en las salientes crisis democráticas de Hungría o Venezuela se refleja en sus comentarios acerca de las democracias occidentales, aunque se preocupan más por los efectos cruciales de las secuelas crisis del 2008 y no sus antecedentes de economía política. Es decir, la destrucción de las redes sociales que la prosperidad de la posguerra había logrado construir, gracias a la complacencia de las élites y a la improductividad generalizada, y las culpas mutuas por el cambio del sistema.

¿Hace de esto a la democracia un ideal inacabado cuyo tiempo está por perecer? La solución histórica a esta tensión interna a la democracia había sido el pacto social de la postguerra. Pero este pacto, contrario a lo que se cree, no era uno de facilismo sino de creciente exigencia; hoy los cambios tecnológicos y de flujos económicos retan sus premisas. Ese será el tema de nuestra próxima entrega.

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