El aparente éxito autoritario

Desde hace unos años, la percepción de la crisis democrática parece haber llegado a la conclusión lógica que imponía la tradición clásica. Ya no se trata de la búsqueda de correctivos dentro del sistema, ni a la apelación hacia una “verdadera democracia” que enderece entuertos no resueltos. La apelación a las libertades civiles y la advertencia ante su erosión parecen ser insuficientes ante el éxito aparente de los sistemas autoritarios, los cuales muestran sus progresos y exportan sus estrategias de control.

«Otras potencias autoritarias menores mantienen una presencia regional que, aún desacreditada, les escuda de una intervención democratizante, desmoralizando a la comunidad de demócratas».

Esta percepción positiva hacia los sistemas autoritarios, que parecían caídos en un descrédito generalizado ante las olas democratizadoras del último cuarto de siglo, se nota en el creciente expansionismo de las principales potencias. China, Turquía y Rusia han aprovechado las décadas de acercamiento e integración en los sistemas globales impulsados por Occidente, para retomar territorios largamente disputados, y tener presencia en mercados y regiones antes inalcanzables, aprovechando tanto la diplomacia como el poder militar. Otras potencias autoritarias menores mantienen una presencia regional que, aún desacreditada, les escuda de una intervención democratizante, desmoralizando a la comunidad de demócratas. Así, podemos hablar de un auge global del autoritarismo, ya en configuraciones tradicionales, ya en países donde la transición democrática no llegó a consolidarse.

No todos los autoritarismos son iguales, pero tienen algo en común. En todos ellos, se notan modelos similares de control de los medios, restricciones a la sociedad civil, elecciones no competitivas, enmascaradas en ocasiones por una relativa holgura material, redefiniendo incluso los patrones de participación local bajo el control de la élite dominante. Los brillantes rascacielos de Shangai y el lujo de los estadios rusos, contrastan con el desorden de los desempleados europeos, el desconcierto de las clases medias latinoamericanas y la decadente infraestructura de los Estados Unidos.

No es sólo la legitimidad

Todo esto puede hacernos pensar en lo irrelevante que son nuestras expectativas de legitimidad. Después de todo, como ha constatado por décadas la ciencia política, la apelación al pueblo y su bienestar por parte de los grupos que concentran -o pretenden concentrar- el poder, es un fenómeno recurrente. Casi nadie diría que los gobiernos de estos países sufren de una crisis de legitimidad, ya de origen, ya de ejercicio.

¿Se puede decir lo mismo de los sistemas democráticos de Occidente? Ciertamente, las exigencias son mayores. La perspectiva de injusticia, de que hay algo profundamente errado en el modo en que establecemos nuestras democracias, ha profundizado el malestar que caracteriza hoy la inquietud de las sociedades abiertas. Por una parte, para algunos se ha roto el pacto social que garantizaba la subsistencia material del ser humano, a cambio de controlar a la depredación de los más aventajados y poderosos. Por otra parte, para otros se habría impuesto la agenda de décadas de compulsión redistributiva, en una alianza tóxica entre políticos dadivosos y los elementos menos productivos de la sociedad. De un modo u otro, todos nos sentimos timados y desilusionados.

«Los partidos y movimientos populistas de derechas y de izquierdas han sacudido las urnas a lo largo de Europa y los Estados Unidos, y allí donde no han llegado al gobierno, han cambiado el centro empujando a los partidos tradicionales a posiciones más extremas».

Así las cosas, la regresión autoritaria ocurrida en el mundo desde la década pasada ya no tiene lugar sólo en países que no habían salido por completo de sus viejos sistemas, sino que aparece también en lo que se pensaba eran democracias consolidadas, donde el elevado ingreso per cápita y la continuidad electoral parecían haber dado por descontado tal retroceso. Los partidos y movimientos populistas de derechas y de izquierdas han sacudido las urnas a lo largo de Europa y los Estados Unidos, y allí donde no han llegado al gobierno, han cambiado el centro empujando a los partidos tradicionales a posiciones más extremas. No se trata de una periferia geográfica -como podría decirse de Grecia, Hungría o Polonia- sino del propio mainstream político de Occidente, sumado al temor por los efectos de la inmigración africana y asiática, y a la insatisfacción ante la resolución de la crisis financiera global del año 2008

La doble dinámica de la seducción autoritaria

 En esta desilusión, el primer síntoma es el efluvio populista. La apelación a una renovación del sistema por gente honesta, distinta a los corrompidos políticos tradicionales, aliados a élites mediáticas, financieras y económicas, es el llamado de los “indignados” de todos los países. Mucho se concentra la crítica en el populismo de derechasidentificado con figuras como Viktor Orbán, Marine Le Pen y la Alt-Right de EEUU, pero lo cierto es que también partidos como Siriza, Podemos -y qué no decir de la “marea rosa” en América Latina- emergen con un discurso similar y proponen mecanismos similares: eliminar los límites que imponen las constituciones democrático-liberales a las mayorías, allanando la división de poderes, expandiendo la autoridad ejecutiva y sometiendo a la disidencia. Llamemos a este fenómeno, la “pesadilla liberal”.

«En lugar de orientar el debate hacia nuevos derroteros, se prefiere regular la libre confrontación de ideas, o incluso descontar abiertamente la voluntad del electorado si éste decide en contra de su propio interés.»

Un segundo síntoma, no alejado de los efectos del primero, es el atrincheramiento de las élites. Ante la imagen de las multitudes salvajes en las murallas, el centro político parece haber abandonado los valores de deliberación, e incluso de respeto a las decisiones colectivas. En lugar de orientar el debate hacia nuevos derroteros, se prefiere regular la libre confrontación de ideas, o incluso descontar abiertamente la voluntad del electorado si éste decide en contra de su propio interés. Se consideran insuficientes los controles institucionales o la separación de poderes, por lo que se plantea no una política de oposición ordinaria, sino incluso de obstruccionismo y resistenciapor parte de grupos e individuos no sometidos al escrutinio público. Llamemos a esto, la “pesadilla democrática”.

¿Es inevitable este aparente dilema entre tiranías y oligarquías? La tragedia detrás de esta doble dinámica de expansión popular y atrincheramiento elitesco es que es un círculo vicioso que regenera constantemente su propio sesgo de confirmación, recrudeciendo el mutuo  temor por las muchedumbres sin ilustración y las élites cartelizadas, lo cual ayuda a abandonar toda creencia en que las reglas e instituciones de la democracia representativa funcionaban, y que una derrota temporal no implicaba un fracaso generalizado. Lo más grave es que populistas y elitistas tienen razones objetivas para su suspicacia, por cuanto ya el énfasis en el equilibrio financiero de un mundo globalizado e interconectado, ya la demanda por mayores prebendas personales, son pulsiones reales.

Denunciar el espejismo

Lo clave es superar el falso dilema que nos presentan la pesadilla democrática (“¡malditas élites!”) y la pesadilla liberal (“¡ahí vienen las masas!”). Abusar de las instituciones para resolver las limitaciones de nuestras democracias en nombre de nuestra preocupación parcial simplemente corre la arruga, y debilita las reglas comunes de entendimiento. Como ha dicho el politólogo británico David Runciman, cuyos trabajos examinaremos en otra entregas, el gran problema del mundo contemporáneo es que tanto perdedores como ganadores consideran que no vale la pena participar fielmente en el juego político ordinario.

«Las reglas son abusadas por las élites que aprovechan sus ventajas para hacer permanentes sus relativos privilegios»

Al contrario, el que esas reglas tuviesen décadas sin ser fielmente respetadas, no sólo refleja fallas institucionales, sino problemas de actitud ante las mismas. Las reglas son abusadas por las élites que aprovechan sus ventajas para hacer permanentes sus relativos privilegios. Y esas mismas reglas son abusadas por exigencias irreales de la población, azuzadas por el interés de los políticos sostenidos por el clientelismo. En este sentido, cobra vital importancia la rearticulación de los partidos políticos -agentes de la política en los Estados- con las comunidades que les alimentan.

Hemos dicho antes que la política democrático-liberal tiene como esencia la moderación de élites y masas, y tal es la solución que la democracia parecía hacer viable. En nuestros próximos artículos revisaremos esto desde la perspectiva de las transiciones hacia la democracia, la expansión de la participación y una propuesta de plataforma para un nuevo centro político.

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