I. Introducción
A casi ocho décadas del fin del medinismo, el 18 de octubre de 1945 sigue despertando las más acaloradas discusiones en la historiografía venezolana. El carácter de golpe o de revolución del movimiento cívico-militar que depuso al régimen del presidente Medina Angarita, la pertinencia o insuficiencia de sus justificaciones políticas, el alcance de sus consecuencias son controversias abiertas aún al día de hoy.
El proceso aperturista de los presidentes López Contreras y Medina Angarita pone de manifiesto el espíritu político de la llamada “década postgomecista”. El ambiente de libertades y de conflicto democrático que caracteriza al medinismo parece contrastar con el abrupto final que termina teniendo. En ese sentido, nos interesa analizar la ruptura octubrista a la luz del proceso democratizador que la precedió.
Las causas de la Revolución de octubre son suficientemente conocidas. En este texto se intentará abordarlas en contrapunto, contrastándolas con visiones ofrecidas por el medinismo, y planteando algunas consideraciones propias. Servirán, además, como excusa para analizar brevemente tres problemas: el pecado original del medinismo, la eterna ruptura y la militarización de la política.
En ese sentido, aproximarse a una revisión de los hechos del 18 de octubre de 1945 requiere de revisar a su vez las versiones presentadas por sus protagonistas fundamentales: la Unión Militar Patriótica (UMP) —militares conjurados para derrocar al gobierno—, un grupo de líderes de Acción Democrática, y el propio gobierno medinista.


II. La voz de los cuarteles. Hablan los conjurados
Los oficiales de la UMP esgrimirían dos argumentos centrales como justificación de la conjura. En primer lugar, uno estrictamente militar: el descontento de la joven oficialidad que veía limitada su carrera profesional ante la prevalencia, en las posiciones de mando del ejército, de militares herederos del gomecismo sin preparación técnica o profesional (Stambouli, 2002, p. 31). La diferencia generacional tenía un agravante: “los oficiales más jóvenes, muchos de ellos con brillantes estudios en Venezuela y en el extranjero, con sobrada razón se juzgaban superiores en su desarrollo intelectual” frente a los viejos generales cuyos grados “habían sido obtenidos sin el menor rigor de estudios” (Caballero, 2003, pp. 105-106).

Ante ello, responde el expresidente Medina. Refiriéndose a los miembros de la vieja casta militar dice:
… que no todos ellos tenían una clara hoja de servicios desde su iniciación y que muchos saltaron grados o se incorporaron en el Ejército con aquellos a los que no tenían derecho, es también cierto, pero esto no pasó durante el Gobierno que presidí, ni en el inmediatamente anterior, del que formé parte como Ministro de Guerra y Marina.

(Medina Angarita, 1963, p. 149).


Pocas líneas después destaca “el hecho de que fuera durante mi Administración que, por la primera vez, se cumpliera el precepto legal de retiro por edad”, lo cual daría “oportunidad a una mejor regularización de los ascensos” (p. 150).


El problema del pecado original
Como vemos, se pasa factura a Medina por vicios militares instituidos durante el gomecismo. Pero esto, en general, refiere a un elemento crucial presente en el imaginario político de la época y que trasciende de lo militar; es lo que podríamos llamar el problema del pecado original del medinismo: ser heredero directo del régimen gomecista. Analicemos:
A la muerte de Gómez, un reto central de López Contreras y su programa de reformas estuvo en hacer frente a las amenazas del gomecismo más recalcintrante que pretendía conservar el statu quo de la tiranía (Caballero, 2003, p. 78). De hecho, a lo largo de la década postgomecista, López y Medina necesitaron de habilidad y astucia políticas en su relación con militares y civiles de la tradición gomecista. Esto, esencialmente, por una razón práctica: un paso en falso de las reformas podría despertar una reacción armada de los sectores más conservadores del gomecismo. En este sentido, López asumió un exitoso rol de mediador entre las aspiraciones populares —de las que dependía la paz social— y la gradualidad de la transformación —de la que dependía la estabilidad política—. El recorrido de López desmalezó el camino para que Medina profundizase las reformas. Caballero (2007, p. 149) describe sus gobiernos como “un régimen más liberal que democrático” que “busca apegarse lo más estrictamente a la legalidad”.
En cuanto al gobierno de Medina, en particular, afirma Caballero: “Como todo gobierno democrático […] era sometido a diario a una crítica en ocasiones feroz por una prensa que por primera vez en su historia […] conocía una libertad plena” (2003, p. 108). Por otra parte, destaca Rey (s.f., p. 30) que la “modernidad política” del medinismo se observa en “el cese de la animadversión hacia los partidos políticos” que había caracterizado a López. En ese ambiente, señala Arráiz Lucca (2007, pp. 136-137), ocurren la fundación de Acción Democrática en 1941 y, tras la eliminación del “inciso sexto” constitucional, la del Partido Comunista de Venezuela en 1944. En suma, “Con Medina se debatía abiertamente sobre temas controversiales, el gobierno explicaba sus actuaciones, dialogaba y concertaba, […] cuando Medina gobernó, no hubo un solo preso político.” (Stambouli, 2002, p. 48). Agregamos: tampoco exiliados.


Medina mismo testimonia el espíritu de su gobierno:
“Nunca mi Gobierno vio enemigos irreconciliables en ningún grupo de venezolanos; y a aquellos que discutían su política y la atacaban, los vió [sic] y los luchó como adversarios políticos, pero nunca como enemigos a quienes había que exterminar, sino como opositores a quienes amparaba el espíritu liberal de nuestras leyes. […] La libertad de prensa fue tan irrestricta, que llegó a tergiversar hechos ciertos del Gobierno y tuvo momentos en los que conmovió el ambiente de tranquilidad nacional. […]

(Medina Angarita, 1963, p. 24).


Más aún, es ilustrativa la intervención del congresista opositor Andrés Eloy Blanco en que se refiere a Medina como “un hombre bueno” y “de auténtico prestigio popular” (Stambouli, 2002, pp. 46-47). Ésta y otras expresiones de oficialistas y opositores, además de dar fe de la apertura política, revelan el ambiente de cordialidad y acuerdos que reinaba en el país para 1945 y que, pocos meses despúes, el 18 de octubre, se quebraría.
Vemos, pues, que el medinismo distó largamente del oprobio y el terror que marcaron la larga dictadura gomecista. Endosarle a Medina los vicios, las inmoralidades y los abusos del gomecismo es, cuando menos, un exabrupto que responde más a cierta retórica propia del conflicto político que a observaciones rigurosas y justas.
Volviendo sobre las causas argüidas por la UMP, aparece un segundo argumento económico o, si se quiere, social: los conjurados “alegaban que los sueldos de los militares eran extremadamente bajos” (Arráiz Lucca, 2011, p. 50). Al respecto, según Pérez (p. 10):


… se encontraban amilanados por la miseria. Un capitán ganaba Bs. 600,oo, un teniente Bs. 420,oo, un subteniente Bs. 350,oo. Generalmente tenían que vivir con su familia en un cuarto, o al borde de un barranco.

(Stambouli, 2002, p. 32).


Sobre esto cabría preguntarse: ¿es la situación salarial de las Fuerzas Armadas justificación suficiente para un golpe de Estado? No se pretende menospreciar la situación, ni obviar la carestía material de la oficialidad; sin embargo, justificar con ello un golpe de Estado parece a todas luces desproporcionado.
En fin, afirma Arráiz Lucca (2011, p. 51): “No se necesita demasiada agudeza para comprender que los argumentos de los conjurados militares eran insuficientes y que, en verdad, los animaba una ambición de mando […]”.


III. Rómulo Betancourt y la justificación de los civiles
En cuanto a Acción Democrática, debe precisarse que solo algunos de sus cabecillas formaron parte de la componenda. Hasta donde sabemos, solo Rómulo Betancourt, Raúl Leoni, Gonzalo Barrios y Luis Beltrán Prieto Figueroa estaban involucrados. Al respecto, según Uslar Pietri (1992, p. 18), “Ni Rómulo Gallegos, presidente del partido, ni Andrés Eloy Blanco, vicepresidente, ni la mayoría de los dirigentes tuvieron la menor información sobre la conspiración”. Es conocida la anécdota: estando en México, Andrés Eloy Blanco se lanza públicamente a condenar el golpe, creyendo había sido propinado por factores leales a López Contreras: horas después debió desdecirse y sumarse a la Revolución (Caballero, 2003, p. 104).
En cualquier caso: cuatro fueron las versiones que ofreció, a lo largo de su vida, Rómulo Betancourt —jefe civil de la conspiración y presidente de la Junta Revolucionaria de Gobierno que asumiría el poder— respecto a las causas que motivaron la asonada. Arráiz Lucca (2014, pp. 267-270) las distingue entre morales y políticas:
En cuanto a las morales, aparece en primer lugar el peculado de los regímenes gomecista, lopecista y medinista, ante lo cual se crearía el Jurado de Responsabilidad Civil y Administrativa. En segundo lugar, Betancourt revelaría —en un mensaje a la Asamblea Nacional Constituyente de 1947— la ambición de poder de Acción Democrática como elemento decisivo para involucrarse en la conspiración. Finalmente, en 1956 Betancourt refiere como causa adicional “la impresión muy clara de que [los militares] estaban dispuestos ir a la acción violenta, con o sin nosotros”. Comentamos:
El peculado, mal absolutamente condenable y censurable, no parece en sí mismo una justificación para un golpe de Estado. Como explica Caballero (2003, p. 109), “La corrupción es siempre el tema favorito de toda oposición, por la sencilla razón de que ella es inherente al Poder”. Pero además, como hemos dicho, el 18 de octubre se emite juicio no solo contra la corrupción del medinismo, sino contra la del lopecismo y la del gomecismo:


No se trataba sólo de lo que pudiese robar la administración de Medina (aunque también), sino del hecho de ser su régimen heredero directo del de Gómez reconocido por todos como el mayor peculador de la historia venezolana.

(Caballero, 2003, p. 109).


Aparece de nuevo lo ya detallado: el pecado original del medinismo.


El presidente Medina respondería, en defensa de los suyos:
Los hombres, pues, que manejaron el Tesoro Público durante los cuatro años y medio en que yo tuve la responsabilidad de su administración […] son, ante la torva parcialidad de un pseudo tribunal formado para satisfacer los odios de un bando político llevado al poder por un cuartelazo, inocentes de toda culpa.

(Medina Angarita, 1963, p. 74).

Por su parte, Arturo Uslar Pietri —para el momento relevante figura del medinismo y Ministro del Interior al 18 de octubre— afirma que el Jurado de Responsabilidad Civil y Administrativa
[…] podía proceder en la forma más sumaria y expedita, sin atenerse no solo a las leyes penales vigentes sino a ningún principio fundamental del Derecho. Se establecieron plazos perentorios para los juicios, se expulsó del país a los presuntos reos y se les condenó prácticamente a la más completa indefensión. Esos juicios, que forman parte de los capítulos más tristes de la historia del odio político, constituyen un verdadero monumento de infamia y no pudieron mantenerse con ninguna apariencia de vigencia más allá del tiempo que duró el arbitrario mando de los hombres de octubre.

(Uslar Pietri, 1992, p. 23).


El problema de la eterna ruptura
Las implicaciones de lo dicho por Uslar son de la mayor relevancia y no son exclusivas a la actividad del mencionado Jurado. El golpe de octubre significó una ruptura absoluta con la institucionalidad vigente, un intento de hacer tabula rasa, y el vilipendio de cualquier vestigio del ancien régime, ahora condenado a la mayor de las censuras. En palabras del protagonista:


El 19 de octubre de 1945 Venezuela amaneció sin constitución, sin leyes, sin congreso, sin autoridades constituidas, en el estupor de una situación de suspensión y ausencia de las instituciones políticas.

(Uslar Pietri, 1992, p. 15).


La gravedad del asunto es clara: el gobierno de facto tendría, por lo menos temporalmente, poder absoluto. Esto se entiende, precisamente, con la constitución del Jurado, “especie de tribunal de inquisición” según Corredor (s.f., p. 299), quien afirma que “el establecimiento de los juicios sumarios incoados” por la Junta Revolucionaria “no tiene precedente alguno en los anales de la historia judicial de Venezuela”.
A pesar del clima de entendimiento político que logró el medinismo, el 18 de octubre reaparecieron —circunstancial y puntualmente— prácticas que habían quedado en el pasado. La desagradable figura del exilio, que había pasado a la historia precisamente durante el medinismo —Medina reabrió las puertas del país a todos los exiliados— regresó, para aventar al exterior, sin posibilidad de defensa, a la plana mayor del régimen depuesto.
Y es que tras la ejecución de un golpe de Estado, parece no haber fórmula alternativa. Es ésta la “trampa” de la militarada: obliga a sus perpetradores a llevar sus acciones hasta las últimas consecuencias necesarias. Y con ello, a desconocer y eliminar cualquier vínculo con el pasado: la peligrosa desinstitucionalización del Estado.
La tradición rupturista —parece casi un oxímoron— de Venezuela, una “venezolana manía de destruir para crear” (Viso, s.f., p. 18), se hizo presente el 18 de octubre. El autor lo explica, citando otro de sus trabajos: “Abolidas las ejecutorias de los gobernantes precedentes por decisión del gobernante actual, éste inaugura con su iniciativa un nuevo ciclo, como los reyes sumerios” (p. 19).
Según Uslar Pietri (1992, pp. 26-31), “La ruptura institucional que ocurre el 18 de octubre de 1945 interrumpió ese proceso [de búsqueda del orden democrático] y lanzó el país de nuevo a una situación de inestabilidad y violencia.” Agregamos: la continua negación del pasado histórico, conducta reiterada en diversas etapas de la vida nacional —Independencia, guerra civil, Revolución liberal restauradora, Revolución de octubre, Revolución bolivariana—, dificulta la conformación de una conciencia nacional y, sobre todo, obliga a la sociedad a un continuo comenzar de cero.
Ahora bien, retomando las causas “morales” que arguye Betancourt, respecto de la segunda debe decirse: la natural y por demás legítima ambición de poder de un partido político, en sí misma, no justifica en sentido alguno el derrocamiento de un gobierno constitucional y comprometido con el respeto de las libertades y de la disidencia. Es cierto que el acceso de Acción Democrática al poder se ve truncado por un sistema electoral que otorga derechos políticos a no más del 10% de los venezolanos para participar elecciones presidenciales de tercer grado: su mayoritaria base de apoyo popular no puede emitir votos. Y es aquí donde advertimos cierta incongruencia en el medinismo:
La legalización de partidos políticos de masas implica la incorporación del ciudadano a la política. Si los partidos se organizan y crecen, naturalmente aspirarán a disputarse el poder político en elecciones universales. Es en cierta forma contradictorio estimular la aparición de partidos y, a la vez, retrasar la llegada de la democracia plena. El escenario en 1945 es mucho más complejo, naturalmente, pero esta “contradicción” terminaría empujando a Betancourt a aventurarse en el atajo golpista.
Por otra parte, el que los conjurados militares amenazasen con avanzar solos con el plan, tampoco ha de ser una causa legítima para participar en él; involucrarse, por el contrario, abriría peligrosas puertas a la desinstitucionalización del conflicto político. ¿No es, acaso, preferible mantenerse al margen y cuidar la institucionalidad protodemocrática? Pero más allá de esto, ¿no advierte Betancourt lo peligroso del precedente que se está sentando el 18 de octubre?


El problema de la militarización de la política
Los gobiernos de López y Medina se destacaron por su esfuerzo civilizatorio; esto es, el fortalecimiento del carácter civil del poder político: colgar el uniforme y vestir de traje y corbata es más que un símbolo; refleja una auténtica transición del poder militar, caudillesco y personalista, al poder civil, institucional y protodemocrático. La lucha armada por el poder había quedado atrás desde tiempos de Gómez, y ya en el medinismo se inauguraba formalmente la controversia democrática de los partidos políticos modernos. Las bayonetas quedaron al margen de la política y fueron —tal como debe ser en un régimen democrático— confinadas a los cuarteles.
Que la fórmula del golpe de Estado vuelva a aparecer cuando el país está en un régimen de libertades es una regresión. Aún teniendo como objetivo instaurar una democracia, la interrupción forzada del proceso aperturista termina siendo un golpe contra la democracia por llegar. Pero lo más serio, en todo caso, es la reincorporación de los hombres de armas a la disputa por el poder político: el esfuerzo civilizatorio es desechado, y las charreteras salen del cuartel para inundar el universo de lo civil.
La discrecionalidad militar, así, se constituye como factor de incidencia: cuando la corporación militar lo decidiese, podría intervenir en el desarrollo de lo político. Y efectivamente: poco más de tres años después, la joven oficialidad expulsó del poder al gobierno constituido democráticamente. Ésta ha de ser la paradoja de la Revolución de octubre: el 24 de noviembre de 1948 es hijo directo del 18 de octubre de 1945.
Retomando, pues, pareciera que los argumentos morales presentados por el liderazgo adeco como justificación de la acción militar no son más que cotidianidades de la política y la democracia —la corrupción administrativa, la ambición de poder— o presiones de los oficiales alzados. No solo parecen justificaciones insuficientes, sino que han de dar génesis a auténticas amenazas al desarrollo y a la democracia.
Vistas las causas morales planteadas por Betancourt, revisamos las políticas. Son, principalmente, dos. Por una parte, el intento de frenar la supuesta conspiración del expresidente López para hacerse del poder por la vía de las armas, evento que habría podido derivar en una guerra civil —de hecho, López estaría entre los detenidos del 18 de octubre—.
Esto no pasa de ser una especulación. Seria y peligrosa, naturalmente, y quizá fundada en ciertas actitudes del expresidente. Su candidatura a la relección —que consolidó el rompimiento del medinismo con López— ya era un hecho. Además, recuerda Betancourt (1956), citado en Arráiz Lucca (2014, p. 270), que López diría en un imprudente discurso del 14 de octubre que “en su casa tenía el uniforme de general en Jefe, ≪y no colgado de una percha≫”. Pero en cualquier caso, esta justificación, aislada, significa una contradicción: ¿cómo es que la amenaza de un golpe militar de sectores “reaccionarios” representados por el lopecismo justifica otro golpe militar? ¿No tendría más sentido defender la institucionalidad y colaborar con el gobierno frente a las amenazas extraconstitucionales?
Ahora bien, la segunda “causa política” ha de ser la principal y más importante de todas las revisadas hasta ahora. Se trata de la negativa del medinismo a permitir, vía reforma constitucional, un proceso de elecciones universales y directas. Ésta sería la única causa que Betancourt sostendría inamovible en todas sus versiones sobre el episodio: su importancia es superior. De hecho, el resto de ellas —militares o civiles, morales o políticas— solo parecen cobrar sentido cuando se analizan a la luz de ésta. Es, podríamos decir, la metacausa.
En palabras pronunciadas por Betancourt en 1945: “El procedimiento extremo a que se apelara fue provocado por quienes se negaron obstinadamente a abrir los cauces del sufragio libre” (Arráiz Lucca, 2014, p. 264). Más adelante, en Venezuela, política y petróleo dice: “Estaban cerradas todas las vías de evolución sin saltos. No quedaba para la Venezuela democrática sino una salida: el hecho de fuerza” (Arráiz Lucca, 2014, p. 272). En términos reales, el resto de justificaciones juega un papel secundario. El tema electoral es el meollo del asunto y sin éste, ninguna de las causas esgrimidas habría convencido para adelantar el “hecho de fuerza”.
Sin embargo, atendiendo las palabras de Betancourt, debe aclararse: no hubo tal cosa como una negación obstinada del sufragio libre. Medina, por ejemplo, asegura haberle solicitado al Dr. Ángel Biaggini —candidato oficialista a la presidencia, tras el conocido colapso del Dr. Escalante— “que el Gobierno que él iba a presidir iniciara una reforma constitucional que trajera como consecuencia inmediata la elección del Presidente de la República por voto directo” (1963, p. 46). Por su parte, recuerda Uslar Pietri:


… el PDV había anunciado públicamente su decisión y compromiso de llevar adelante una reforma constitucional que asegurara, para el siguiente periodo que se hubiera iniciado en 1951, la elección presidencial por votación popular, directa y secreta.

(1992, p. 18).


No es cierto entonces, según esto, lo que dice Betancourt. No estaban cerradas las “vías de evolución”; es más: estaban garantizadas por el presidente Medina y por el jefe del partido de gobierno, Arturo Uslar Pietri.
En cualquier caso, no debe dejar de considerarse un elemento de orden temporal: el triunfo de Biaggini habría significado cinco años más de oposición para Acción Democrática. Ciertamente resulta irónico que, teniendo el respaldo popular que demostraría tener en las elecciones de 1946 y 1947, el partido blanco estuviese condenado a mantenerse en la oposición entre 1946 y 1951. Parecería prudente afirmar, entonces, que la razón de fondo para Betancourt no sería solo el advenimiento de la democracia plena —que, en cualquier caso, estaría garantizado en la presidencia de Biaggini— sino la negativa a mantenerse alejado del poder durante el siguiente lustro, intentando acelerar, con el golpe, la llegada de la democracia.


IV. A manera de conclusión
Hemos dicho que el 18 de octubre sigue siendo una fecha discutida en la historiografía venezolana. Esto es cierto aún cuando ya sus protagonistas no están entre nosotros. A lo largo de estas líneas hemos podido contrastar los argumentos que ambos polos de la contienda manifestaron públicamente con el paso del tiempo.
En definitiva, el país esperaba grandes transformaciones que estuviesen a la altura de los tiempos históricos. La democracia se había vuelto, quizá desde la muerte misma de Gómez, el principal programa político de los venezolanos. Es cierto, probablemente, que una reforma más profunda a la constitución en 1945, que permitiese el voto universal y directo, habría evitado de raíz el episodio octubrista.
Pero también es cierto que el proyecto democratizador venezolano estaba por llegar a su etapa cumbre. Diez años después de la muerte del dictador, Venezuela estaba a las puertas de una transición democrática modélica y ejemplar. Casi todo el pais, representado en la diversidad de los sectores políticos, se preparaba para abrazar una democracia plena. No se trataba de un proyecto de facciones, ni de una aventura revolucionaria, ni de una imposición sectorial: era la sociedad, toda, descubriendo los modos de vida democráticos. Parecía llegar la democracia, gracias al esfuerzo colectivo de ciudadanos y líderes, a puerto seguro.
El desafortunado episodio protagonizado por el Dr. Escalante, la incapacidad de establecer nuevos acuerdos entre los actores, y la asonada del 18 de octubre deshicieron, en pocas semanas, el esfuerzo de casi una década. Mas el estudio sistemático y sosegado de la época y de los eventos revisados en estas líneas pueda quizá servirnos de lección: siempre podrá aclararnos qué pudimos haber hecho mejor. Y reconocer los errores del pasado suele convertirse en un buen primer paso para aproximarse exitosamente hacia el futuro.


Bibliografía
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Medina Angarita, I. (1963). Cuatro años de democracia. Pensamiento vivo, C.A.
Rey, J. C. (s.f.). El decenio posgomecista y predemocrático, 1936-1945.
Stambouli, A. (2002). La Política Extraviada. Una Historia De Medina A Chávez.
Uslar Pietri, A. (1992). Golpe y Estado en Venezuela. Caracas: Editorial Norma.
Viso, A. B. (s.f.). Reforma Constitucional e Historia. Caracas: CEDICE.

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