No es infrecuente que, al intentar comprender la democracia, hagamos énfasis en las pautas formales o informales que acompañan este modo de distribución del poder político, que en este caso corresponden al equilibrio entre las amplias libertades civiles y la responsabilidad gubernamental. Pero no se puede simplemente esperar que su instauración legal la establezca en la conducta de la miríada de individuos bajo su autoridad.

Ya hemos dicho, en nuestras anteriores entregas, que las democracias se encuentran afectadas por un gran malestar, lo cual refleja el mal funcionamiento de sus arreglos y preceptos básicos. Esto es, las dos grandes pautas de moderación política que hacen posible la democracia: la moderación de la ambición, por parte de los líderes, y la moderación de las expectativas, por parte de la población. La primera, evita la instauración autocrática, y la segunda el anárquico conflicto.

En ambos casos, se trata de incentivos que muchas veces encontramos atados a circunstancias culturales y de economía política: una larga tradición social de tolerancia, posiblemente derivada de grandes momentos de persecución; una relativa homogeneidad cultural, tanto más difícil si persisten grandes diferencias sociales; y una red diversa de asociaciones independientes. Justamente por eso, pese a existir modelos que imitar, es tan difícil instaurar y sostener la democracia, y esa la razón por la cual este concepto estuvo tan desacreditado a lo largo de casi toda la historia humana. Si los requisitos anímicos e intelectuales de la democracia implican una doble moderación, ésta sólo es posible en condiciones de relativa prosperidad, o de aspiración a la mejora de la propia condición. Como diría el viejo Aristóteles, el florecimiento del alma humana es el objetivo de la polis. No obstante, las prevenciones acerca de las capacidades individuales de las mayorías que abrigaba el filósofo, ¿no debería ser el objetivo de la democracia permitir este florecimiento a gran escala?.

«…difícilmente son multitudes depauperadas las protagonistas de un cambio hacia la libertad…toda revolución genera una estabilidad, que tras las revueltas populares modernas aspiraría a ser una estabilidad competitiva.»

Ahora bien, esa doble moderación sólo tiene efectos por encima de otros apetitos sociales, llamémoslos aristocráticos. Siguiendo la famosa tesis de Barrington Moore, las democracias emergieron desde el Occidente moderno cuando la burguesía asume una conciencia de sus propios valores, derivados de una prosperidad independiente de la vieja aristocracia. En ese sentido, no basta con el declive del antiguo régimen -como prueba el colapso inicial de las repúblicas hispanoamericanas, que acabaron con los godos sin una sociedad vigorosa. Así, es la alianza de las clases medias y populares la que da lugar a las presiones derrocando a la aristocracia, e instituyendo en interés común reglas que hoy asociamos con la democracia liberal contra el poder autocrático: separación de poderes, tolerancia religiosa, libertades civiles, derechos políticos… “No bourgeoisie, no democracy”, decía Moore lacónicamente.

No se trata de un impulso reivindicador derivado solamente de la desigualdad, sino de una desigualdad con relativa prosperidad: es la capacidad de tener -y el temor a perder lo que se tiene- lo que motiva a los revolucionarios. La prosperidad genera recursos materiales, intelectuales y humanos que proveen justificación y ocasión; difícilmente son multitudes depauperadas las protagonistas de un cambio hacia la libertad.Luego, toda revolución genera una estabilidad, que tras las revueltas populares modernas aspiraría a ser una estabilidad competitiva. La expectativa de legitimidad que recae sobre el poder político democrático y sus instituciones atada a la defensa y promoción de la mejora material.

«…difícilmente puede exigírsele a las multitudes la altivez de carácter necesaria para la ciudadanía si su vida está amenazada por la carestía…»

Aquí se hace clave la moderación de las expectativas: la democracia moderna no es el régimen de vindicta expropiadora que tanto temieron los clásicos, sino el espacio para el florecimiento humano de las multitudes. Por eso ha sido contingente al momento histórico de mayor prosperidad, iniciado desde Occidente en el siglo XVIII con la revolución industrial. No siempre fue un proceso lineal, y no estuvo exento de injusticias y violencias, pero la democracia se hizo preferible allí donde existía esta base material, y precaria donde falló. Y ese fracaso corresponde a un vacío de moral cívica: difícilmente puede exigírsele a las multitudes la altivez de carácter necesaria para la ciudadanía si su vida está amenazada por la carestía, y no encuentra respuesta en las instituciones que debían evitar o aliviar tal circunstancia. Un votante materialmente deprimido y socialmente aislado es un votante que ni es libre ni estaría dispuesto a defender la libertad.

Tal es el argumento del filósofo y teórico político alemán Axel Honneth en su libro “Freedom’s Right: The Social Foundations of Democratic Life” (Columbia University Press, 2014): la conexión entre las reglas abstractas que verificamos como propias de la democracia y la vida real no requiere de un carácter extraordinario, sino en arreglos morales y prácticas sociales que permitan el desarrollo individual. La libertad sólo es posible donde existe una sociedad civil autónoma, con una multitud de sindicatos, gremios, asociaciones, iglesias, clubes e intereses que compitan con la pretensión de autoridad absoluta y tengan las herramientas para ejercer esta presión. Pero también es cierto que una sociedad civil así sólo llega a existir donde se ha aclarado el problema del orden, y dónde las élites han asumido el valor de su existencia.

La historia contemporánea nos hace notar que esto no es un arreglo ni permanente ni inevitable: la prosperidad puede simplemente generar una nueva aristocracia rapaz y, si la defensa de la prosperidad decae, o las expectativas de mejora material son insatisfechas, rápidamente tenderán las mayorías a soluciones que quebranten el vínculo con las reglas que sostienen las libertades, volviéndose éstas el foco mismo de su ruptura. Examinaremos, en nuestra próxima entrega, esta fragilidad.

 

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