Muchos suponen que la tolerancia es una de las virtudes por excelencia de las democracias liberales en Occidente. ¿Debemos sacrificarla para así salvar a nuestras instituciones?
Hemos insistido en que la premisa general de la democracia liberal es el proceso de doble moderación de las demandas populares y las pretensiones aristocráticas. Para ello, presume la teoría política, se debe crear un espacio de civilidad pública básica, de respeto a reglas estables y superiores a los intereses particulares. Uno de los fenómenos que transversalmente recorre ese espacio entre maneras cívicas y reglas positivas es el de la tolerancia, como expectativa de conducta entre los ciudadanos.
Entendiendo la tolerancia como la voluntad de permitir la expresión de ideas e intereses a los que uno está opuesto (“aguantar lo malo”, como diría algún ideólogo antiguo), la encontramos como virtud central de nuestro imaginario político contemporáneo, en la intención de ser a la vez inclusivo y apacible para el trato de las diferencias. Se asume que en los regímenes democrático liberales no puede haber una razón absoluta, y que desde el debate público podemos encontrar argumentos que fortalezcan nuestras razones o generen nuevas ideas, vinculando indefectiblemente a la tolerancia como derecho con libertades más concretas de expresión y asociación. Quedamos así anclados en la convicción, reforzada contemporáneamente por autores como John Rawls y Jurgen Habermas, según la cual la mayor opresión a estas libertades viene desde la autoridad, y no desde la sociedad misma.
«Las mayorías religiosas se veían reforzadas en sus motivos, y sólo admitían la existencia de la heterodoxia cuando esta no era ya amenazante, ya cuando abandonaba sus argumentos o cuando carecía de toda potencia polícia»
Solemos, sin embargo, olvidar lo que los orígenes de la idea occidental de tolerancia no tienen que ver con las nociones contemporáneas de libertad de expresión y pluralismo ideológico. El gran debate europeo sobre la tolerancia, insensiblemente transmitido hacia la política secular, viene de la lucha por la reafirmación de la verdad religiosa derivada de la crisis de la reforma protestante: la tolerancia era demanda de minorías religiosas perseguidas, que desaparecía allí donde estas confesiones dominaban o tenían un espacio asegurado. En este sentido, la tolerancia no era nunca absoluta, sino relativa a la opinión mayoritaria o, en el mejor de los casos, a toda opinión heterodoxa distinta a la del poder absoluto, ya protestante o ya católico. Resultaba de esto un peculiar contrasentido, con implicaciones profundas para la democracia: las mayorías religiosas se veían reforzadas en sus motivos, y sólo admitían la existencia de la heterodoxia cuando esta no era ya amenazante, ya cuando abandonaba sus argumentos o cuando carecía de toda potencia polícia.
Justamente con a esa igualación entre mayoría e intolerancia legítima, defendida entre otros por John Locke, concebida como defensa frente a los abusos del Estado absoluto, y proyectada hacia la heterodoxia filosófica ilustrada, que emerge lo que podemos llamar como la intolerancia democrática: aquél despotismo de la opinión no informada y la tiranía de los juicios heredados por las mayorías que tanto espantaron a Tocqueville y a John Stuart Mill. En los siglos XIX y la primera mitad del XX, con el advenimiento de la sociedad de masas, el establecimiento de la gran prensa y la emergencia de las ideologías contrarias al liberalismo bajo el amparo de sus libertades civiles, se consolidó esta coincidencia: las mayorías podían, en nombre de la democracia y por la legitimidad de ella derivada, contra los principios liberales que limitaban el poder del Estado, los cuales aplicaban a la aristocracia y no a la voz del pueblo. El propio J.S. Mill admitiría que era preferible defender la libertad de expresión, con todo y sus excesos, del celo inquisitorial al que le podía someter un retorno al absolutismo ideológico.
La esperanza de un sano Estado liberal organizado en torno a la división de poderes y la tolerancia política, tenía como contrapartida el poder ilimitado de su oposición popular. Esta contradicción la recogió sagazmente Ortega y Gasset cuando, en su “Rebelión de las Masas”, decía del liberalismo que era la doctrina según la cual “el poder público… se limita a sí mismo y procura, aun a su costa, dejar hueco en el Estado que él impera para que puedan vivir los que ni piensan ni sienten como él… Proclama la decisión de convivir con el enemigo”, pasando a lamentarse de inmediato que las instituciones liberales quedaban cándidamente expuestas a “¡Convivir con el enemigo! ¡Gobernar con la oposición! ¿No empieza a ser ya incomprensible semejante ternura?”.
Pero Ortega y Gasset habla desde una añoranza elitista y un liberalismo decepcionado consigo mismo, dado su colapso en las dictaduras de entreguerras. El horror totalitario pareciera haber servido de correctivo, pero sólo sobre el fascismo. La supervivencia del socialismo soviético, énfasis en los derechos humanos del mundo de la posguerra, ha permitido que en las democracias occidentales continúe la problemática presencia de ideologías contrarias a la disminución del poder. Cabe preguntarse, entonces, no ya si la democracia liberal es cándida, sino si sus instituciones son relativistas al punto de carecer de principios.
Durante la Guerra Fría, pese a las imperfecciones autoritarias que sobrevivieron en algunos regímenes democráticos contra sus adversarios, la confianza en la fuerza moral de la democracia era matizada con las advertencias hechas por víctimas del totalitarismo. El filósofo Karl Popper lo resumía en lo que llamó la paradoja de la tolerancia:
“la tolerancia ilimitada conducirá a la desaparición de la tolerancia. Si extendemos la tolerancia ilimitada incluso a aquellos que son intolerantes, si no estamos preparados para defender a una sociedad tolerante de la embestida de los intolerantes, entonces los tolerantes serán destruidos y la tolerancia con ellos. En esta formulación, no insinúo, por ejemplo, que siempre debamos reprimir las articulación de filosofías intolerantes; siempre que podamos contrarrestarlos con argumentos racionales y mantenerlos bajo control por parte de la opinión pública, su supresión sin duda sería imprudente. Pero deberíamos reclamar el derecho de suprimirlos incluso por la fuerza si es necesario; porque puede ocurrir fácilmente que no estén preparados para enfrentrarse con nosotros en el nivel de la argumentación racional…” (The Open Society and Its Enemies, 1945)
La advertencia de Popper coincidió con la problemática relación de las democracias occidentales con sus partidos extremistas. Aunque casi siempre el extremismo de derecha estaba abatido organizacionalmente bajo el descrédito del fascismo y en nazismo, no era infrecuente que se expresaran opiniones contrarias a los valores democrático-liberales del consenso de posguerra. Otro tanto ocurría con los partidos de izquierda marxista, los cuales aún si eran reprimidos en sus expresiones más violentas, participaban dentro de las democracias con libertades incomparables a las que recibían los movimientos democráticos y de la sociedad civil en el mundo oriental. La tensión que describió Popper era moneda frecuente del debate político de las democracias, aunque la ola democrática que se expandió en el mundo desde los años setenta hasta comienzos de este siglo, parecía desmentir este temor. Lo que es más, la tolerancia política parecía retroalimentarse y hacerse más sólida en democracias consolidadas y competitivas, en las cuales la tolerancia era una actitud generalizada.
Sin embargo, el fin de la Guerra Fría y el auge de los autoritarismos competitivos y las democracias híbridas, pone al centro del debate las angustias de Ortega y Popper: ¿permitimos al amparo de las libertades pluralistas de Occidente la consolidación de movimientos democráticos pero no liberales? ¿Fue la democracia liberal, y no su ausencia, la que permitió el auge de líderes como Recep Tayyip Erdoğan, Hugo Chávez, Vladimir Putin o Viktor Orbán? Más allá de sus diferencias religiosas, étnicas o económicas, todos recibieron enormes mandatos populares con los que evadieron los límites constitucionales, lograron ser favorecidos con grandes despliegues de medios para luego restringirlos, y han mantenido un celoso control represivo sobre la actividad opositora. A su vez, crece el temor ante la emergencia de mayorías intolerantes incluso dentro de democracias aparentemente consolidadas.
«Cuando la mayor parte de la sociedad percibe que no hay diferencia entre los grandes partidos del Estado de Bienestar, poco puede sorprender que emerja el extremismo como alternativa políticamente creíble en sociedades en las cuales su llamado había sido desoído por décadas.»
¿Es este angustiante panorama responsabilidad de las libertades civiles? Al contrario de los sabios citados, creemos que sería un despropósito disminuir la superioridad moral de las democracias al suspender sus libertades como modo de protegerlas. Pero debemos asumir también que la superioridad intelectual de la deliberación y los derechos civiles y políticos sirve de poco si no existe una base material para convertir a las mayorías de masas reclamantes a ciudadanía participante y deliberante. Cuando la mayor parte de la sociedad percibe que no hay diferencia entre los grandes partidos del Estado de Bienestar; cuando ante cada coyuntura crítica perciben que se toman decisiones que le perjudican; cuando la seguridad social gozada por las generaciones anteriores da paso a la precariedad de la existencia contemporánea, poco puede sorprender que emerja el extremismo como alternativa políticamente creíble en sociedades en las cuales su llamado había sido desoído por décadas.
Se podrá decir que esta es la carrera perdida del Estado de Bienestar; un “camino de servidumbre” en la cual la economía política populista induce a círculo vicioso de insatisfacciones y derivas autoritarias. También se nos dirá que las transformaciones climáticas, económicas y tecnológicas de nuestro tiempo hacen imposible. Pero también queda la responsabilidad histórica de los pensadores democráticos de esta era en replantear un contacto entre las banderas de libertad e igualdad y su articulación institucional concreta. En nuestra próxima entrega abordaremos esto desde la perspectiva de los medios de comunicación y las redes sociales.