La democracia es un complejo institucional que preserva consensos para dirimir disensos. Instituciones como el estado de derecho y la igualdad política expresan consensos desde el ideario democrático porque no están sujetas a regateo político ni al cálculo de intereses. En algunos casos esas instituciones pueden tener déficits en su ejercicio. Tal vez el estado de derecho tenga algunas lagunas de influencias y privilegios en el imperio de la ley, y la igualdad política carezca de soportes en la formación de capacidades que limitan una práctica extendida. Pero nadie podrá negar que el estado de derecho y la igualdad política son instituciones incuestionables del ideario democrático y deben formar, junto a otras como el sufragio o las libertades básicas, el consenso fundamental de las democracias. Las instituciones del disenso también cumplen un importante papel. Son las que permiten la expresión de los intereses y los desacuerdos, siendo las más proclives a déficits y variación. Por ejemplo, la participación política tiene especiales configuraciones en las democracias. Desde formas organizativas diversas, como partidos y grupos de interés, hasta procesos y prácticas admitidas, como marchas y concentraciones, candidaturas y votaciones, coaliciones y negociaciones. Cada una de esas configuraciones expresa modalidades de disenso de acuerdo con su extensión social e intensidad política. Los disensos pueden adquirir incluso un carácter tan divisivo en extensión e intensidad que puede sobrepasar el rango institucional del consenso, produciendo el quiebre de las democracias.
Desde esa perspectiva democrática, se hace tarea impostergable concebir un nuevo rostro del liberalismo que supere la histórica disputa liberal por el rol del consenso en las democracias, especialmente como la expone John Gray en su afamado libro Two Faces of Liberalism. Una histórica disputa que genera algunas dudas de autenticidad, si la examinamos en los términos del eminente pensador inglés. La disputa tiene como epicentro el magnum principium liberal de la «tolerancia». De acuerdo con ella, el principio de la tolerancia ha sido entendido de dos maneras distintas. En una fila, están los liberales que han concebido la tolerancia como una vía para alcanzar la verdad religiosa o moral sobre la vida buena. Según Gray esos liberales están convencidos que la verdad en esos campos existe y que es necesario que la humanidad organice su vida en torno a esas verdades. Ellos suponen que solo hay una buena vida y estamos éticamente comprometidos en procurar en el mundo el predominio de sus valores universales. En la otra fila, están los liberales que no admiten la existencia de una buena vida, incluso de que exista la verdad religiosa o moral. Postulan que la diversidad de maneras de vivir expresa que no hay tal cosa como una única buena vida, y lo mejor que podemos hacer es reconocerlas y tratar de coexistir con ellas. En la primera fila, Gray ubica a liberales modernos como John Locke y Emmanuel Kant, y contemporáneos como John Rawls y Friedrich Hayek. En la segunda, coloca a Thomas Hobbes y a David Hume, y a los contemporáneos Isaiah Berlin y a Michael Oakeshott.
«Comprendemos que nos toca vivir con personas de valoraciones muy diversas que moldean sus vidas de acuerdo con ellas, porque no hay un conjunto universal de principios o valores que pueda guiar las vidas por igual de todas las personas»
Esas dos concepciones son denominadas por Gray como la visión liberal del «consenso racional» y la visión liberal de modus vivendi. Se distinguen porque la primera postula la tolerancia como un modo transitorio de manejar las ideas falsas o desviadas de vida buena, hasta que esas personas se den cuenta de su error y admitan las bondades del modelo universal. Ese modelo universal se sustenta en principios considerados inobjetables ―verdaderos― expresando de ese modo un consenso basado en preceptos de razón que muestran la veracidad, correctitud o bondad del modelo. La segunda concibe a la tolerancia como un principio que nos permite coexistir con otras formas de vivir. Gracias a ese principio comprendemos que nos toca vivir con personas de valoraciones muy diversas que moldean sus vidas de acuerdo con ellas, porque no hay un conjunto universal de principios o valores que pueda guiar las vidas por igual de todas las personas. Puestas así, una al lado de la otra, la conclusión natural de Gray es que la «coexistencia» de diversos modos de vida que ofrece el modus vivendi es más propicia a una «sociedad» plural y democrática que la «convivencia» alrededor del único modo de vida del «consenso racional», más afín con una «comunidad» liberal. Digo conclusión natural porque intuitivamente es más factible y, además, éticamente más plausible.
Además, quienes insisten en esa disputa entre liberales «idealistas» y «pragmáticos» ―y aquí nuestro interés― acentúan que los idealistas piensan en una democracia sustentada en un pluralismo entre individuos que profesan visiones del mundo y de la vida distintos pero liberales entre sí, mientras los pragmáticos conciben el asunto de la tolerancia, como sostén de la democracia, desde un pluralismo concebido entre diversos modos de vida, todos legítimos y valiosos, y no sólo entre doctrinas que los individuos puedan creer y promover. Desde ese punto de vista, los idealistas solo alcanzan promover una homogénea «comunidad liberal» a la manera de Ronald Dworkin o una «diversidad liberal» desde la inspiración de Robert Nozick. Pues bien, sin desestimar éstas y otras consideraciones al hilo, sospecho que esa histórica disputa ha limitado la influencia del liberalismo en el debate democrático, porque oscurece mucho más el panorama liberal sobre la democracia de lo que pretende aclarar. Hace algunos años analizamos algunas confusiones filosóficas que se producen cuando se exige a las teorías ideales de la justicia que resuelvan problemas de obediencia parcial o de teorías no-ideales, para decirlo en jerga especializada. Se trataba entonces del debate entre Michael Sandel y John Rawls sobre el manido tema de la «universalización del sujeto», donde un joven Sandel retaba a Rawls prácticamente a que se vendara lo ojos y se «olvidara de sí mismo» para deliberar principios de justicia. Si alguna utilidad tiene la filosofía política es precisamente clarificar estos entuertos que resultan de confundir una categoría eidética de representación ―el velo de ignorancia― con una condición ontológica de la negociación política.
Algo semejante sucede con la disputa entre «idealistas del consenso racional» y los «pragmáticos del modus vivendi». Esa es una disputa que muestra otra confusión filosófica, pero de proporciones históricas. No me corresponde en este espacio hacer el análisis y el contraste de las concepciones filosóficas aludidas por Gray de los modernos y contemporáneos, aunque sus conclusiones pronto estarán disponibles en una investigación de aliento que tengo entre manos. Pero sí procederé a evaluar sucintamente los tres rasgos que acentúan la confusión, esto es, la cuestión de los «principios universales», el asunto de los «modos de vida» y finalmente la naturaleza del «pluralismo», más para invitarlos a dudar sobre la autenticidad de esa disputa, que para zanjarla aquí definitivamente.
«The rule of law: los ciudadanos son personas capaces de reconocer y admitir que la vida en común se rige por reglas que han elaborado y convenido, explícita o tácitamente, indistintamente de la preferencia arbitraria de las fuerzas políticas del gobierno.»
Sobre la cuestión que denuncia John Gray sobre los «principios universales» afirmados por Rawls y Hayek como exponentes del «consenso racional», debemos considerar primero de qué clase son esos principios. En efecto, no son principios universales sub especie aeternitatis, sino principios que concebimos en relación con un espacio y un tiempo determinado, como diría Spinoza. La reiteración de esos principios en el marco histórico de las democracias contemporáneas es célebre en esos filósofos, quienes se preocupan por la persistencia de principios o normas ―instituciones del consenso― que regulen las instituciones del disenso democrático. Por ende, ese sentido de «universalidad» no es de metafísico u ontológico, esto es, no se trata de que las cosas humanas «son» necesariamente de una forma, menos aún que la vida buena es «una y necesariamente solo una». Es una universalidad práctica porque son principios éticos y políticos que consideramos universalmente válidos si todas las personas que pretenden regirse por esos principios son capaces de la observancia de sus preceptos. The rule of law, mal traducido como «estado de derecho», expresa perfectamente bien el tipo de principios universales que conforma las instituciones del consenso en las democracias. El principio afirma que los ciudadanos son personas capaces de reconocer y admitir que la vida en común se rige por reglas que han elaborado y convenido, explícita o tácitamente, indistintamente de la preferencia arbitraria de las fuerzas políticas del gobierno. Si hay personas que creen profundamente que la vida social puede ser mejor o más floreciente sin el principio the rule of law, incluso sin principio universal alguno o instituciones de consenso, es algo que no se puede negar de antemano. Imagino que hay personas así y no pocas. Lo único que sí se puede negar es que esa vida social a la que aspiran, sin principios de consenso que regulen el disenso, no será democrática.
Por eso el argumento de los «modos de vida» me resulta un oxímoron. Se afirma que la adopción de principios universales es un hipotético «consenso» entre ciudadanos «racionales», considerados aislados unos de otros, cuando la vida social y política «real» se compone de grupos de personas que conforman modos de vida diferenciados entre sí. Esos grupos o modos de vida son irreductibles a principios universales sobre la vida buena que se postulan desde el «consenso racional», determinando un modus vivendi entre ellos que dependerá de las cualidades particulares de cada grupo y las oportunidades que ofrece sus culturas y tradiciones. Luego, como la vida humana se despliega en grupos y no aislada, el argumento concluye que la consideración de instituciones del consenso desde la perspectiva del ciudadano carece de sentido y validez. Sin embargo, lo que parece soslayar Gray es que las instituciones del consenso como el sufragio no es un asunto que debe ser debatido y acordado desde los particulares «modos de vida». No hay tal cosa como una teoría electoral fundamentada en un modo de vida. Es insostenible la pretensión de considerar instituciones del consenso desde la concepción de vida «hippie», digamos, ante otros modos de vida que se anteponen. La disyuntiva entre una «perspectiva desde la ciudadanía» y la que resulta del modo cómo vivimos es, cuanto menos, ficticia. Se consideran las instituciones del consenso, como la legislación y la justicia, desde la perspectiva ciudadana porque debemos examinarlas, debatirlas y adoptarlas universalmente, esto es, para todos los ciudadanos por igual, indistintamente de sus géneros, rasgos étnicos, religiones, edades, posiciones económicas o sociales, y de los diversos modos de vida que resultan de tales diferencias.
«La capacidad de las instituciones del consenso para dirimir tales controversias es el punto arquimédico de la estabilidad política de las democracias»
Esas diferencias y las contrariedades que se producen cuando esos modos de vida se «politizan» para preservar sus intereses vitales es precisamente el «pluralismo» que articulan las instituciones del disenso. Los ciudadanos no son solo citoyens. Son católicos o judíos, socialdemócratas o liberales, kantianos o nietzscheanos. También son artesanos o científicos, comerciantes o músicos, gremialistas o patronos. Los ciudadanos comparten instituciones públicas que les permiten dirimir sus controversias privadas, esto es, en cuanto personas con un mundo de vida conforme a su particular visión del bien. Si algo distinguen a las sociedades democráticas es ese pluralismo de concepciones del mundo y de la vida que hacen prevalecer sus valores y sus puntos de vista, generando disensos, controversias y hasta conflictos profundos y divisivos. La capacidad de las instituciones del consenso para dirimir tales controversias es el punto arquimédico de la estabilidad política de las democracias, porque ofrecen incentivos para que los privados canalicen sus preferencias por las instituciones del disenso reguladas por el consenso, como las comisiones parlamentarias que articulan intereses alrededor de una nueva legislación, o la demanda judicial ante un juzgado mercantil, civil o laboral cuando sea necesario. Ahí, en esos escenarios del disenso, es donde de tejen los regateos y negociaciones típicas del modus vivendi, alcanzando acuerdos transitorios y parciales sobre asuntos que siempre quedan sujetos a revisión y reconsideración.
Como puede verse, hay razones suficientes para no considerar «genuina» esa disputa histórica entre liberales del consenso racional y del modus vivendi. Se trata de una confusión filosófica entre la naturaleza democrática del pacto político ―tácito o explícito― para la constitución de instituciones del consenso, y los procesos de negociación y acuerdo en el pluralismo de las sociedades democráticas que canalizan las instituciones del disenso. De acuerdo con esta perspectiva, es posible sustentar la obligación política por consentimiento y los fundamentos de ese consenso político, bajo una nueva concepción liberal de ciudadanía, desde un liberalismo «liberador» de esas artificiales disyuntivas, más fértil y comprometido con la democracia y sus instituciones.