De cuando nos parecíamos a Italia

En 1987 el Ministerio de Educación de Venezuela le recomendaba a los profesores de geografía que hicieron algunas precisiones importantes a la hora de explicar el subdesarrollo.  Si bien, leemos en las “Estrategias metodológicas sugeridas” del  programa de Geografía General del 7° grado, objetivo 3.5, que es posible establecer “los elementos sociales y económicos que sirven para diferenciar a los países desarrollados de los subdesarrollados”, también es necesario aclarar que “entre los países desarrollados, al igual que entre los subdesarrollados, existen enormes diferencias (por ejemplo, no es igual la situación entre Suecia e Italia, o entre Venezuela y el Chad.  Incluso podría decirse que, las diferencias que separan a Venezuela de Etiopía, Mali o Chad (o Haití, para citar un país americano) son mucho mayores que las que podrían encontrarse entre Venezuela e Italia, en lo que se refiere a nivel de vida y de desarrollo económico” (Programa de estudios y manual del docente. Tercera etapa, Educación Básica, Área Estudios Sociales, 1987, p. 214).

Si no hubiera muchos otros, este testimonio bastara para mostrar la visión que los venezolanos teníamos de nosotros mismos para finales de la década de 1980.  Con optimismo, nos sentíamos más cerca, acaso en la víspera, de entrar al club del Primero Mundo, que de las otras naciones que bregaban por forjar su modernidad. Un poco más de cien años después de aquella famosa frase de Antonio Guzmán Blanco en la que le advertía a las potencias europeas que no consentiríamos que “se nos trate como un pueblo berberisco” (Mensaje al Congreso, 1874), creímos haber alcanzado ya la meta, o siquiera esperábamos hacérselo creer a nuestros muchachos.  Cosa que se hace todavía más patética cuando reparamos en que el programa aparece a sólo dos años (en realidad año y medio) de esa especie de espectacular twist plot  de nuestra historia contemporánea que fue el Caracazo.

Tres décadas después el programa fue finalmente cambiado por otro que está lleno de alusiones al imperialismo y a las relaciones Norte-Sur, en consonancia con un Estado que deliberadamente se ha reconocido como parte del grupo de los países donde está Chad; lo que después de todo responde a la realidad: si en 1987 en efecto nos parecíamos más a Italia que a Chad y había razones en el momento y en el pasado inmediato para confiar en un posible desarrollo, el día de hoy se habla, no sin algún mohín racista y eurocéntrico, de africanización.  Sí, al parecer somos más bien berberiscos.   Cómo se pasó del tono confiado –casi pagado de sí mismo− del programa de 1987 a la realidad de 2018, cuando escribimos, representa uno de los temas más ricos e incluso teórica y metodológicamente retadores que podemos hallar en los estudios del desarrollo.  El presente artículo, naturalmente, sólo espera puntualizar un par de aspectos en clave más o menos histórica y teniendo como eje uno de los muchos aspectos susceptibles de análisis, el de la democracia.  Su quiebra, después de haber sido considerada un modelo para América Latina, es la clave del rápido desplazamiento hacia Chad, y no al revés como muchos piensan.  La crisis económica y social de Venezuela lleva ya casi medio siglo retroalimentándose con la de la democracia, pero si se nos obliga a escoger entre el huevo y la gallina, diremos que primero fue el debilitamiento de la institucionalidad democrática, por llamarlo de algún modo, y después la incapacidad de manejar la crisis, primero, y finalmente el colapso del modelo de desarrollo.

Lo que dicen los números

Haber sido la economía de mayor crecimiento del mundo entre 1936 y 1990 ha dejado múltiples secuelas en Venezuela.  A pesar de la enorme crisis que vive actualmente (nada menos que lugar Número 1 en el Índice de Miseria de Bloomberg y el último lugar en desempeño económico mundial para el índice de The Economist, ambos para 2018), aún el tamaño de la economía y muchos indicadores de bienestar siguen poniéndola más cerca de Italia que de Chad.  Por supuesto, eso por sí mismo puede decir mucho o poco, ya que estar más cerca con respecto a otro, no significa estarlo realmente; pero con un Índice de Desarrollo Humano de 26, 71 y 186 para Italia, Venezuela y Chad (cifras de 2015), la idea de que aún es verdad de que en “lo que se refiere a nivel de vida y de desarrollo económico”, los dos países se parecen más entre sí que con el tercero.  Otro tanto puede decirse del tamaño de la economía a nivel mundial: los puestos 28, 44 y 139, respectivamente, en una escala de 195 países.  No obstante, en cuanto nos vamos al aspecto institucional y a los niveles de libertad, las cosas comienzan a cambiar:  en el índice de libertad económica Chad está por delante de Venezuela, en el puesto número 162; e Italia un montón de puestos más adelante, en el 79.  Venezuela está en el número 179, justo entre Cuba (178) y Corea del Norte (180).  Esto según cifras de la Heritage Foundation para el año en curso. Otro índice del mismo tema, este de Freedom House, coloca a Venezuela y Chad justo en el mismo sitio (“no free”) y a Italia como libre.   Con respecto a la competitividad, según el índice elaborado por el Foro Económico Mundial, los puestos mundiales de Italia, Venezuela y Chad son: 43, 127 y 135.  Por último, el Índice de Percepción de Corrupción, de Transparencia Internacional, va incluso más allá: en él, Venezuela está entre los peores lugares, el número 169, tienen a Chad ligeramente por encima, en el 165, y a Italia muy lejos, en el 54 (que de todos modos es de los más malos de Europa).

«En 1987 aún era Venezuela la “democracia modelo”, el país en el que las teorías de la modernización impulsadas durante la Guerra Fría por Walt W. Rostow parecían haberse cumplido mejor que en cualquier otra parte»

Nuestra hipótesis es que lo que arrojan estas cifras es un símbolo de lo que fue el proceso de modernización venezolano del siglo XX: crecimiento económico, mejoras de infraestructuras y expansión del bienestar aceleradísimo desde la década de 1920 hasta la de 1980, junto con una debilidad importante en la institucionalización y en las élites que debían administrarlas.  En 1987 aún era Venezuela la “democracia modelo”, el país en el que las teorías de la modernización impulsadas durante la Guerra Fría por Walt W. Rostow parecían haberse cumplido mejor que en cualquier otra parte. El país que en 1950 era el cuarto más rico del mundo según su PIB, que entre 1928 y 1960 fue el segundo productor mundial de petróleo y entre la misma fecha y 1970 el primer exportador mundial; en fin, una especie de emirato (se hablaba de la “Venezuela Saudita”) que además de rico, era pacífico y democrático.  Una especie de burbuja en la región que se definía como el Venezuelan excepcionalism.

Dos años después, el Caracazo lanzó al mundo imágenes que se empezaron a parecerse más a la África subsahariana que al Golfo Pérsico.  La manifestación de un conjunto d cosas que estaban mal y que durante la siguiente década no dejaron de empeorar, hasta que finalmente colapsa el modelo económico y se lleva consigo a la democracia.  En 1999 llega al poder Hugo Chávez con la propuesta de un sistema revolucionario más o menos híbrido en aquel momento, pero que en poco tiempo devino en un tipo de socialismo (proclamado oficialmente en 2007) que si es comparable a algo, sería con los socialismos africanos, que combinaron el modelo soviético con grados diversos de capitalismo, finalmente dirigidos por hombres fuertes o regímenes autoritarios, y que en general fracasaron en mayor o menor medida, llegando a veces a verdaderos Estados fallidos.  Así como Venezuela fue una “excepción” de paz, modernización y democracia entre la década de 1950 y 1990, a principios del siglo XXI emprendió un nuevo excepcionalismo al emprender un ensayo socialista cuando nadie pensaba en eso.    Aunque a la mayor parte esta evolución tomó por sorpresa –si se la consideró mala o buena es otra cosa− lo dicho más arriba entre tener indicadores socioeconómicos como los de Italia y otros institucionales como los Chad no arrancó en durante el chavismo, aunque naturalmente que lo profundizó hasta llevarlo a la situación actual.  Fue de hecho lo que incubó al chavismo.

La modernidad fallida

Hay consenso entre los académicos en considerar que el Estado moderno venezolano surgió durante la larga dictadura gomecista (1908-1935); Estado que se liberalizó, racionalizó y, producto de ambas cosas, se hizo más profesional, eficiente y honesto en los siguientes quince años.  Fue un Estado que contó con una cantidad enorme de recursos provenientes del petróleo y que fue dirigido por una elite que más o menos coincidía en determinados valores y objetivos comunes, como la modernización y, la mayor parte de ella, la democratización.  La Guerra Fría terminó de favorecer el proyecto al recibir la bendición y el apoyo técnico de los Estados Unidos, que se esforzaron en hacer de Venezuela la vitrina de Occidente (fue literalmente la imagen que se usó) en el Caribe, en especial para contrarrestar el encanto que la Revolución Cubana produjo.

Dicho de forma muy general, entonces, lo que se ha llamado en la historiografía el proyecto democrático fue producto de la decisión de un sector mayoritario de la elite que provechó para ello los recursos del petróleo y una coyuntura internacional favorable.  Por lo tanto la democracia no fue producto de la renta, sino de lo que se resolvió hacer con ella.  No obstante, para triunfar a largo plazo el proyecto necesitaba de tres cosas: crear una economía capitalista propia, no dependiente del petróleo, o al menos no tanto como lo ha sido; la formación de una clase profesional y empresarial capaz de dirigir al país con los valores de la modernidad; y un andamiaje institucional sólido. Esto no excluye otros factores, pero sirve de momento para delinear la hipótesis.  Por una parte la modernización en términos de infraestructura, servicios sanitarios y educativos, incluso industrialización, fue a un ritmo; pero la modernidad, entendida como una forma de entender y vivir la vida, no se desarrolló de la misma manera.  José Malavé habla de una “ilusión de modernidad”, en la que las empresas tenían infraestructuras, organigramas y tecnologías de punta, que daban la apariencia de ser muy modernas, pero unas gerencias con prácticas premodernas.  Eso puede llevarse a toda la sociedad.  Pensemos, por ejemplo, a la arquitectura moderna de Caracas, una de las más vanguardistas del mundo, pero que a la vuelta de medio siglo está, en general, acusando grados distintos de ruina.  En su famoso estudio sobre la pobreza de 2005, Luis Pedro España halló que la mitad de los venezolanos que no tenían valores que podrían calificarse de modernos, eran de las clases media y alta, de modo que esa modernidad ilusoria, fallida, es un dato importante para comprender la quiebra de la democracia y la forma en la que nos desplazamos, o terminamos de desplazar, en muchos índices a los niveles de Chad.

«Llegó al punto de preferir el desmontaje de la democracia e incluso del Estado, antes que abandonar la renta…hoy la corrupción y la falta de libertad nos ponen cerca de ser un Estado fallido y un Estado predador…»

La democracia venezolana, acosada por muchas amenazas internas y externas, así como por una historia que para nada auguraba su éxito, se basó en una serie de consensos que en última instancia se tradujeron en la repartición de la renta.  Aunque ya lo éramos más o menos antes, nos terminamos de convertir en una sociedad de rent-claimants, como la definió Diego Bautista Urbaneja jugando un poco con lo de rent seekers. La modernización y sus beneficios (salud, vivienda, carreteras, empleos, educación) era en buena medida una forma de obtener la renta reclamada.  Cuando el modelo económico se agotó a mediados de la década de 1970, la sociedad de rentistas no tuvo (no creyó tener) reales incentivos para emprender las reformas necesarias.  Llegó al punto de preferir el desmontaje de la democracia e incluso del Estado, antes que abandonar la renta.  Por eso si el día de hoy la corrupción y la falta de libertad nos ponen cerca de ser un Estado fallido y un Estado predador, no es tanto por la quiebra del modelo sino de lo que hemos decidió hacer con lo que queda él.  Incluso, porque hemos preferido no cambiarlo, aunque eso implique vivir en sus escombros (literalmente, cuando hablamos de infraestructura).  Se trata de la lógica rentista (y predadora) que ya existía, pero que mientras contaba con una renta que le permitiera funcionar dentro de los parámetros de la democracia y la modernidad, los aceptaba, siquiera en apariencia; pero que tan pronto dejó de hacerlo, hizo que la institucionalidad democrática, tal como existía, fuera relegada a un segundo lugar.  O simplemente desechada del todo.

Naturalmente, todo esto amerita muchas puntualizaciones y admite una gran gama de matices.  Por ejemplo, como se ha dicho lo anterior, también puede alegarse la resistencia de una parte significativa de la sociedad en la defensa de una democracia moderna; pero de momento plantea una hipótesis sobre la que vale la pena profundizar: si tenemos indicadores políticos como los de Chad es porque, ya en los ochentas, en aquel aún optimista 1987, si en términos sociales y económicos contábamos con números como los de Italia, en los políticos y éticos ya éramos unos depredadores buscadores de renta.   Y unos depredadores difícilmente toman la decisión de controlarse a sí mismos para crear un orden más racional, libre y modernos.  Ellos crean Predatories States.

Ya profundizaremos sobre este tema.

 

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