Para 2009 el optimismo por el triunfo de la democracia comenzaba a decaer. Después de la tercera ola de democratización, en sus dos picos en Latinoamérica en los ochentas y en lo que había sido el mundo comunista en los noventas, muchas sociedades comenzaron a manifestar incomodidad con las reformas más o menos liberales que habían experimentado. La crisis económica mundial de 2008, que ensanchó las brechas sociales más de lo que ya había ocurrido hasta el momento con las reformas de libre de mercado, comenzando a configurar un panorama peligrosamente parecido al de la década de 1930. Es decir, una crisis del capitalismo en la que muchas personas comenzaron a buscar liderazgos mesánicos, con sus explicaciones fáciles para los males (generalmente algún enemigo interno o externo, lo que apela invariablemente al racismo o al nacionalismo); y sus propuestas populistas.
No sólo en América Latina se estaba produciendo una reacción anti-neoliberal y en gran medida anti-democrática con los hiperliderazgos populistas, más allá de que la mayor parte de ellos se mantuvo bastante liberal en lo económico; sino que en Estados Unidos seguía el trauma de la elección de George W. Bush y de la guerra de Irak, en tanto en que Europa comenzaban a ascender los euroescépticos. En todos los casos estos líderes eran muy populares y habían llegado al poder por mecanismos democráticos.
Una década después, la tendencia se ha profundizado. Probalmente Recep Erdoğan, Vladimir Putin y Donald Trump son los más claros ejemplos del liderazgo que ha triunfado: nacionalistas, religiosos, o en todo caso aliados de los religiosos; y reñidos con el liberalismo, desde aspectos como el papel de la prensa y el librecambismo, y con muchos de los valores que hoy caracterizan a Occidente, como los derechos LGBT o el feminismo.Pero es una tendencia que se ha extendido a países como Polonia y Hungría, a la expansión de los movimientos euroescépticos y anti-inmigración de derecha en países como Alemania, o al extremo nacionalismo hinduista del movimiento Rastriya Swayamsevak Sangh, hoy en el poder.
“La máxima de Churchill de que la democracia es el menos malo de los sistemas posibles alude a una cierta verdad, aunque limitada. La democracia ha sido la mejor defensa a corto plazo contra las alternativas no democráticas, pero no constituye una defensa frente a sus propias taras congénitas».
Tomamos como punto de partida el año 2009, porque entonces los historiadores Timothy Synder y, un ya muy enfermo, Tony Judt decidieron registrar sus conversaciones para transcribirlas y publicarlas, cosa que se hizo poco después de la muerte del segundo en el libro Thinking the Twentieth Century (2012). Ya en el contexto del 2009, Judt señalaba: “la máxima de Churchill de que la democracia es el menos malo de los sistemas posibles alude a una cierta verdad, aunque limitada. La democracia ha sido la mejor defensa a corto plazo contra las alternativas no democráticas, pero no constituye una defensa frente a sus propias taras congénitas. Los griegos sabían que no es probable que la democracia sucumba a los encantos del totalitarismo, el autoritarismo o la oligarquía; es mucho más probable que lo haga ante una versión corrupta de sí misma». En este sentido, las democracias “se corroen porque la mayoría no se preocupa mucho porf ellas.” (Tony Judt y Timothy Snyder, Pensar el siglo XX, Madrid, Taurus, 2012, pp. 291-292).
La idea de una democracia que cae por una versión peor de sí misma es, en efecto, uno de los temores que desde Grecia y el final fracaso de sus polis se ha venido repitiendo por dos mil años en Occidente. Las democracias pueden caer en manos de demagogos, que constituyen tiranías aplaudidas por el pueblo; o en oclocracias, o en la franca anarquía. Judt, en sus diálogos, se debatía entre los temores que le causaban estos fenómenos, y su compromiso ético con la democracia. En ocasiones llega a pasar que en los sistemas liberales, pero con voto restringido, tendía a haber una mayor preocupación por el respeto del estado de derecho y la libertad, que aquellos en los que las masas pueden dejarse seducir por un líder capaz de usarlas en contra de la misma democracia que le permitió llegar al poder. ¿El mundo ideal por el que suspiraba Stefan Zweig, dejado irremediablemente atrás en 1914? Tal vez, pero Judt mismo nos advierte que lo que rememoraba Zweig: “los oasis urbanos del Imperio: Viena, Budapest, Cracovia, Czernowitz. Los intelectuales de su generación eran tan desoconocedores de la Hungría rural, Croacia o Galitzia (si eran judíos) como estos otros mundos lo eran de ellos». (p. 27)
¿Cómo, entonces, crear una democracia pensada por los burgueses muy educados de las grandes ciudades, con aquellos campesinos que vivían en otro universo? ¿Cómo acompasar estas discronías, para emplear el término de Graciela Soriano de García Pelayo? En una sociedad, sostiene la historiadora venezolana, pueden coexistir distintos momentos históricos (o geohistóricos, como lo señaló el geógrafo Ramón Tovar, cuando identificó el mismo fenómeno desde la perspectiva geográfica), los valores de un sector, aunque esté a su vanguardia y cree cierto modelaje, no son necesariamente aplicables al resto. Si hubo una reacción anti-liberal a principios del siglo XXI, fue porque las reformas de los noventas no satisficieron a todos, lo que se profundizó con la crisis de 2008, que acentuó las diferencias entre ganadores y perdedores.
«En la década de 1990, el costo del intento de reforma económica y política de Carlos Andrés Pérez, convenció a muchos venezolanos de la conveniencia de abandonar las formas institucionales con tal de no cambiar el modelo económico y social».
Algo similar pasó en Venezuela cuando su modelo de desarrollo comenzó a quebrarse en la década de 1980. Para entonces, lo ideológico e institucional comenzó a dar paso a la simple supervivencia del modelo, es decir, el mantenimiento del poder por parte de las elites y de las reglas de juego económicas que les beneficiaran. No todos pensaron así, naturalmente; hubo esfuerzos como los de la COPRE, que impulsaron reformas importantes, pero después del desplome de los precios petroleros y del refinanciamiento de la deuda externa en 1986, la lógica de simplemente sobrevivir se impuso.
En la década de 1990, el costo que representó el intento de reforma económica y política de Carlos Andrés Pérez, empujó las cosas más allá, y convenció a muchos venezolanos de la conveniencia de abandonar las formas institucionales con tal de no cambiar esencialmente el modelo económico y social. Así, desde la defenestración de Pérez hasta el gran triunfo electoral de Hugo Chávez en 2006, cuando en el cénit de su popularidad proclamó el socialismo, una y otra vez la democracia venezolana fue reproduciéndose en una versión menos institucional y doctrinaria, para quedarse con otros aspectos que habían estado siempre presentes en ella, como la lógica depredadora de la repartición de la renta o el personalismo, hasta que al final llegó a una forma básica de cesarismo.
Entre 1999 y 2006, la democracia venezolana, en una versión corroída de sí misma, elevó con el voto a un hombre al control completo del país y de la renta petrolera, con el objetivo de que se encargara de hacernos felices a todos según su saber y entender. Y él, en efecto, hizo como mejor le pareció, siempre con el aplauso mayoritario. No es de extrañar que tan pronto pudo, su programa fue acabar con la tendencia que se venía imponiendo desde 1989, para revivir de algún modo lo que se creía muerto con la caída del Muro de Berlín. Es el tipo de cosas que veían y carcomía el optimismo de Judt; y es lo que hemos visto cundir diez años después.