Si algo caracteriza a la democracia es que sus instituciones no nacen por decreto. Tampoco nacen, es evidente, por generación espontánea. Las instituciones democráticas son producto de una combinación de tradiciones, acontecimientos, imaginarios y compromisos que sincretizan eso que Rawls denominó «el trasfondo de la cultura política pública» de una sociedad[1]. Pero lo que hace posible que esa combinación se convierta en prácticas institucionales estables es el consenso del que gozan una vez instituidas. La democracia, como es sabido, es el único régimen político que cifra su estabilidad en el consentimiento persistente de los ciudadanos.
Ese consentimiento no es, sin embargo, implícito. TheFederalist Papers muestran que los consensos más exitosos de la historia hay que hacerlos explícitos, ponerlos en blanco y negro. Porque, como podrán intuir, lo que está en juego en ese consentimiento es el consenso que requiere la democracia para instaurarse, consolidarse y estabilizarse tras generaciones. Un consenso que prefiero llamar propiamente «fundacional» porque ahí se fragua el marco de justificación pública para interpretar i) el sentido político de las instituciones, sus propósitos y procedimientos; ii) el arbitraje para dirimir controversias políticas divisivas de la sociedad; y iii) la admisión de los desacuerdos irrebasables, pero razonables, que debemos comprender y respetar.
Ahora bien, la democracia entendida en esos términos consensuales es, como muestro en otro artículo, un problema típicamente liberal con dos puntos de vista: los que postulan el modus vivendiy los que promovemos el consenso fundacional democrático. Mi tesis fue sostener que el primero es un tipo de arreglo que no podemos soslayar porque resolver desacuerdos en procesos de instauración dependen, en buena medida, de la política, esto es, de la capacidad para negociar y articular intereses. Pero también, siguiendo a Rawls ―y he aquí mi diferencia―, que ese modus vivendi es incapaz de producir un consenso ciudadano que genere estabilidad a las instituciones democráticas. Un caso aproximado de modus vivendi es el pacto de Punto Fijo venezolano. Su éxito fugaz, junto a la profunda crisis que produjo, y que aún vivimos, es inherente y característico de esa forma de acuerdo.
La transición democrática
El modus vivendi,esto es, la articulación de intereses y fuerzas sociales y políticas para lograr un mínimo de coexistencia es un acuerdo político ineludible en los procesos de transición democrática. A esa conclusión arriba García-Pelayo en su artículo sobre otro caso, el español Pacto de la Moncloa[2]. En Venezuela, los estudios sobre Punto Fijo muestran las difíciles circunstancias que caracterizaron esos años, y buena parte de su éxito inicial se debe al acierto estratégico que tuvo ante los apremios partidistas y las demandas sectoriales. No voy a ahondar aquí sobre un tema tan manido por la historiografía venezolana, aunque con menor suerte en la politología[3]. Pero sí quiero destacar que ese modus vivendi fue asumido por actores y organizaciones fundamentales de la sociedad, especialmente desde 1973, no como un acuerdo transitorio sino como un andamiaje democrático «establecido». Recuerdo las elecciones de 1983, donde el partido más influyente de entonces, dado el derrumbe político de la gestión de Luis Herrera Campins, afirmaba a través de su candidato presidencial, Jaime Lusinchi, que «la democracia estaba consolidada gracias al Pacto de Punto Fijo. Ahora toca consolidar la economía mediante un Pacto Social».
«Las élites confunden esa coexistencia política con las instituciones mismas de una democracia constitucional.Asumen que la participación política está garantizada porque tienen partidos y elecciones; que la legislación es plena y vigente, porque ellos la discuten y la aprueban».
Ese es, precisamente, el riesgo del modus vivendi. Las élites confunden esa coexistencia política―el andamiaje de reglas que ordenan sus negociaciones, arreglos y acuerdos― con las instituciones mismas de una democracia constitucional.Asumen que la participación política está garantizada porque tienen partidos y elecciones; que la legislación es plena y vigente, porque ellos la discuten y la aprueban; y que la justicia y la equidad es igual para todos, porque designan magistrados y jueces por mutuo acuerdo. Van convirtiéndose, según su margen de prebendas, en una imperfecta «poliarquía» a la manera de Dahl[4]. El problema se presenta cuando emerge la inevitable crisis política que Rawls nos advierte: cuando cambien las circunstancias históricas que le dieron origen, el modus vivendi ya no expresará la mejor condición de coexistencia para los intereses en pugna. Las fuerzas políticas y sociales comienzan a abandonar el pacto y, en ocasiones, conspiran en contra.
La precariedad y los riesgos del modus vivendi se acentúan, sin embargo, con la visión socialista de la democracia, especialmente porque ignora o subestima este problema fundacional. Para los socialistas, contar votos es suficiente para medir y validar ese «consentimiento». Su prioridad es satisfacer demandas sociales, generalmente mediatizadas y controladas por ellos, con el propósito de mantener clientelas que provean apoyos y respaldos. De ahí el evidente déficit en formación ciudadana y en desarrollo institucional que caracteriza a esta visión. El socialista no ve ciudadanos: solo ve masas. Desde ese punto de vista, la mejor política pública es la que gana más adeptos y la mejor democracia es la que tiene mayor participación electoral.
La fundación democrática
«El consenso fundacional democrático, clave de la estabilidad política, es un consenso moral, esto es, arraigado en la cultura política pública de la sociedad»
Aunque el colega Guillermo Aveledo advierte en este portal―con justa razón― que debemos superar lo que él denomina la «pesadilla democrática (“¡malditas élites!”)» y la «pesadilla liberal (“¡ahí vienen las masas!”)», lo cierto es que no llegaremos muy lejos bajo un esquema de «moderación de élites y masas», si no logramos admitir las insalvables debilidades del modus vivendi. Pues tanto los que maldicen a unos y a otros, acabarán siendo ingenieros políticos de una efímera coexistencia, ya no entre élites poliárquicas, sino entre élites y masas. Los arreglos y pactos políticos son irremplazables para poner «la primera piedra» en una transición democrática. Pero apenas se logre, hay que levantar la mirada hacia un horizonte más amplio y profundo. El consenso fundacional democrático, clave de la estabilidad política, es un consenso moral, esto es, arraigado en la cultura política pública de la sociedad.En términos de Rawls y Nussbaum, logramos ese consenso cuando la estabilidad descansa en los ciudadanos, porque tienen un arraigo y apego por principios y valores democráticos suficientes para defender sus instituciones, aun a costa y en contra de las fuerzas políticas que puedan amenazarlos[5].
«La democracia liberal si algo trata de armonizar son los rigores de la vida pública y los valores de la vida privada».
Por tanto, si queremos cimentar democracias liberales, es una premisa fundamental concebir a los ciudadanos como personas morales y no como masas. Para este propósito se requiere trabajar en ciudadanía, en los términos más amplios de educación, para las prácticas cívicas de la igualdad política; y en institucionalidad, en los términos más amplios de justicia y equidad, para las prácticas sociales de la libertad individual. El ideal civilizatorio que la democracia liberal trata de conjugar no se reduce a una relación entre élites y masas. Busca conjugar un complejo de instituciones de diversa índole y tradiciones, desde los fundamentos que justifican su pertinencia política y su validez moral. Así, con respecto a la soberanía popular, contamos con fundamentos para conjugar la tradición democrática del pueblo soberano y la aspiración liberal a los derechos individuales. Por lo demás, la democracia liberal si algo trata de armonizar son los rigores de la vida pública y los valores de la vida privada.
En tal sentido, los liberales tratamos de despertar consciencias contra las élites o vanguardias «iluminadas», propugnadas por socialistas y fascistas, porque las instituciones y la legislación son los mejores garantes de los marcos civilizatorios de la vida pública, y no las buenas intenciones o deseos de los «agentes políticos». También, procuramos concientizar contra esa «masificación política», patrocinada por socialistas y fascistas, por lo peligroso que resulta para la vida si todo lo que deseamos hacer, tiene que ser sea mediado por gestores públicos. Combatimos todo intento de instaurar una Esparta del nuevo milenio, sea mal llamada «de izquierdas o de derechas». Si nos preocupan estos asuntos públicos es porque admitimos lo nocivo que son esos especímenes «antipolíticos», como los llama Crick, para la libertad individual y la política democrática[6]. Más aún cuando, en su versión totalitaria, desmoralizan a las personas para reducirlas a masas maleables a voluntad. El ideal civilizatorio de la democracia liberal, heredera de la libertad de los modernos, procura la mayor estabilidad institucional posible en los asuntos de la vida pública, para que podamos dedicarnos a vivir esa vida que hemos elegido en las artes y en las ciencias, el trabajo y la empresa, el deporte y la familia, porque tenemos buenas razones para pensar que son maneras muy valiosas de vivir. Abrigo la esperanza que este ideal pueda influir en el concierto de ideas y creencias que signará el debate político, cuando sean derrotados los enemigos de la libertad.
[1]John Rawls: La justicia como equidad. Una reformulación, Ed. Paidós, Barcelona, 2002, págs. 52-61.
[2]Manuel García-Pelayo: «Segundo círculo y decisión consensuada», Documentación Administrativa, Nº 188, 1980, págs. 7-32
[3]Ricardo Sucre: «Reseña«Punto Fijo y otros puntos. Los grandes acuerdos políticos de 1958″ de N. Suárez Figueroa», Politeia, vol. 30, núm. 38, enero-junio, 2007, págs. 245-248
[4]Robert Dahl: Poliarquía: participación y oposición, Ed. Tecnos, Madrid, 2002, págs. 16-25.
[5]Martha Nussbaum: Las fronteras de la justicia, Ed. Paidós, Barcelona, 2007, pág. 404 y ss.
[6]Bernard Crick: En defensa de la política, Tusquests Eds., Barcelona, 2001, págs. 15-35.