El pasado 31 de octubre se cumplieron sesenta años de la firma del Pacto de Puntofijo. ¿Qué significó en su momento, qué puede seguir significando para nosotros después de toda el agua corrida desde entonces? Tal vez en 2018 Puntofijo está más presente el debate público de lo que lo estuvo durante los últimos años del régimen que ayudó a fundar, por lo que el recuerdo que se tiene de él, las diatribas que se han tejido en torno suyo, el hecho de que sea un tema que trascienda al círculo de los especialistas, nos indican una vigencia sólo explicable porque lo que contiene como modelo, incluso como concepto, se remite a problemas de nuestra hora actual y, sobre todo, de nuestro futuro. Como se espera delinear en las siguientes páginas, el paso del relativo olvido a su estruendosa reaparición, nos dice bastante de problemas tan urgentes y tan actuales como pueden serlo el tipo de democracia que deseamos (o detestamos), la legitimación -o no-del régimen que siguió al fundado por Puntofijo y, más importante aún, los modelos que consideraremos en el porvenir. Es en esas cosas, básicamente centradas en el presente y en el futuro, con las que podremos responder lo que este pacto ha sido y tal vez siga siendo para nosotros; es decir, cuál es su importancia histórica, que siempre es cosa de actualidad, a sesenta años de haber sido firmado.
Los vaivenes de la memoria
Para la década de 1990 la mayor parte de los venezolanos había olvidado al Pacto de Puntofijo. La despolitización que la sociedad padecía entonces; más aún, es forma de politización muy militante que es la antipolítica, en la que se pretende hacer política con personas que niegan ser políticos y que por eso suelen reconocerle muy poco valor a quienes sí se asumen como tales; la pérdida de contextura ideológica de los partidos y el desastre de la enseñanza de la historia a nivel de primaria y secundaria, hicieron de él una referencia lejana, cuando no completamente desconocida. Normalmente escrito como la ciudad homónima, Punto Fijo, donde no pocos creen que se firmó, y no Puntofijo, como siempre lo hizo Caldera, el dueño de la quinta caraqueña así llamada en la que se llevó a cabo; el desconocimiento iba desde el nombre hasta sus contenidos y sobre todo consecuencias reales. Sin embargo, en su auxilio de su recordación apareció Hugo Chávez. A la cabeza de una alianza formada por muchos de los enemigos históricos del sistema político que aquel pacto había ayudado a fundar, personificó en él a todo lo malo que había que demoler.
La nominalización puntofijismo, o la condición de puntofijista se convirtieron como por arte de magia en calificaciones muy peyorativas, con las que se despachaba rápidamente a cualquier adversario, entre un electorado que apenas sabía qué fue el pacto, en los casos en los que efectivamente tuviera alguna noticia del mismo. Pero los fenómenos de la política pocas veces son lineales. Invocar a los enemigos y a los fantasmas tienen el peligro de saber exactamente cómo se comportaran cuando lleguen. Con Puntofijo ocurrió aquel principio del showbiz de que en realidad no hay propaganda mala: puesto otra vez en el centro de la discusión política hubo gente que comenzó a averiguar por su cuenta, sobre todo los opositores quisieron hacerse una idea propia. Dentro de la polarización creciente, si para Chávez puntofijismoera algo muy malo, era porque, entonces, debió haber sido algo muy bueno. Así, para los años dos mil comenzó a haber lo impensable una década antes: orgullosos puntofijistas, reivindicadores de un legado que un lustro atrás muy pocos -incluso en los partidos en efecto puntofijistas-quisieron defender.
«Así acordaron fundamentalmente dos cosas: el compromiso de reconocer los resultados electorales y de hacer, cualquiera que fuese el ganador, un gobierno de unidad nacional».
Aunque, como vemos, en esta polémica hay demasiados componentes de ignorancia y manipulación, es decir, mala intención, su sentido no deja de apuntar hacia el lado correcto: la democracia como sistema o, en todo caso, si somos generosos con uno de los bandos de la disputa, el tipo de democracia que se considera superior. Lo que inicialmente fue un pacto pre-electoral entre los líderes de los principales partidos políticos del momento, Rómulo Betancourt (Acción Democrática), Jóvito Villalba (Unión Republicana Democrática) y Rafael Caldera (COPEI), pronto demostró ser más que eso. Reunidos aquel 31 de octubre de 1958 en la casa del último por la eventualidad de que estaba engripado, acordaron un desenlace pacífico para la campaña electoral en curso. Con al menos dos golpes militares conjurados a lo largo del año, el riesgo real de una invasión de los marines también conjurada durante la desastrosa visita de Richard Nixon en mayo; la crisis económica, sobre todo de desempleo, que siguió a la caída de la Dictadura y la subsecuente inhibición de muchos inversionistas, que pararon sus obras; pero sobre todo con el recuerdo de la experiencia del Trienio, cuando un oposicionismo feroz entre los partidos políticos no hizo más que abrirle el camino a los militares para que dieran un golpe, la dirigencia tuvo el cacumen de prestar atención a la experiencia. Así acordaron fundamentalmente dos cosas: el compromiso de reconocer los resultados electorales y de hacer, cualquiera que fuese el ganador, un gobierno de unidad nacional.
Si la cosa se hubiera limitado a eso, no pasara de ser hoy un asunto de especialistas. Pero, como se dijo más arriba, encerraba asuntos de mucho mayor alcance. Expresaba, sobre todo, una idea de consenso que se había venido forjando desde que los distintos factores democráticos entendieron que con la Dictadura, en realidad, todos habían perdido, y que en eso que se llamó “espíritu del 23 de enero”, pareció consolidarse. Pero pronto comenzó también a expresar una de idea de convivencia democrática de más largo alcance. Veamos un poco de qué trató ese consenso inicial, para después seguir la ruto que lo llevó a la estructuración de todo un régimen.
Puntofijo en su contexto
En lo que podría estudiarse como un caso ejemplar de cometer errores políticos, Pérez Jiménez se había encargado de disgustar más o menos a todo el mundo. Primero, los partidos que con su severo oposicionismo ayudaron a justificar el golpe contra Acción Democrática en 1948. Así, después del desconocimiento de las elecciones de 1952, a los ilegalizados AD y Partido Comunista de Venezuela (PCV), siguieron los otros que se habían mantenido en el juego después del golpe: URD, que de hecho asumió la bandera opositora -y con ella ganó-aquellos comicios que la Dictadura desconoció, y al final también COPEI. En alguna medida, puede decirse que Pérez Jiménez ayudó a forjar a Puntofijo uniendo a todos los demócratas en contra suya. Tanto en el exterior (Pacto de Nueva York), como internamente (Junta Patriótica) decidieron actuar mancomunadamente.
«Mientras los gremios hicieron continuos llamados a la democracia, el gobierno respondió básicamente con represión. Así la Junta Patriótica inicia una serie de manifestaciones de todos los sectores que desemboca en la Huelga General del 21 de enero».
Pero la Dictadura no sólo había roto con todos los partidos, sino también con sectores del Ejército, de la Iglesia y del empresariado. Escapa de los límites de este artículo detenerse en ello. Basta de momento con decir que cuando en diciembre de 1957 Pérez Jiménez se hizo ratificar presidente por un período más por medio un plebiscito fraudulento, no sólo activó la protesta de los estudiantes, que fue significativa pero que inicialmente no hubiera logrado socavar al régimen, sino también el descontento de grupos militares cuyas motivaciones últimas aún están por estudiarse, pero que tal vez se debieron a ver impedido sus aspiraciones de poder con la eternización de Pérez Jiménez. El resultado fue un golpe militar el 1º de enero de 1958, que si bien fracasó en parte por la cadena de yerros cometidos por los golpistas, demostró que no todo el ejército estaba monolíticamente unido al dictador, como se creía. Eso envalentonó al resto de los descontentos, que eran casi todos. Mientras los gremios hicieron continuos llamados a la democracia, el gobierno respondió básicamente con represión. Así la Junta Patriótica inicia una serie de manifestaciones de todos los sectores que desemboca en la Huelga General del 21 de enero. Viendo que ya era incapaz de controlar la situación, las Fuerzas Armadas le pidieron a Pérez Jiménez que renuncie, cosa que hace en la noche del 22 al 23. Ese día, en medio de disturbios, saqueos, algunos lichamientos y jolgorio popular, los militares crearon una Junta de Gobierno, presidida por el que tenía más rango, Wolfgang Larrazábal. Puesto que la protesta social crecía, se destituyen a dos de los miembros más comprometidos con el perezjimenismo, y en su lugar se incorporó a Eugenio Mendoza, el empresario más importante del país, que había roto con el régimen; y al también empresario, líder gremial y académico Blas Lamberti. Los presos políticos fueron liberados, a veces por turbas populares; y los líderes exiliados regresaron en los siguientes días.
Con lo que parecía el inminente retorno de la democracia, dos grandes temores reaparecieron: que se repitiera la experiencia del Trienio, en la que las tensiones políticas, en especial el feroz oposicionismo de los partidos de oposición, la Iglesia y algunos periódicos, lograron que hiciera aguas a aquel primer ensayo democrático; y que los militares aceptaran de buena gana regresar a los cuarteles. Larrazábal demostró tener una vocación democrática que su conducta anterior no parecía augurar, pero otros, como nada menos que el Ministro de Defensa de la Junta, Jesús María Castro León, comenzó a conspirar contra ella. Descubierto, tuvo que huir al exilio. Eso hizo pensar en la necesidad de garantizar tanta armonía como fuera posible. Así, en abril se firma el primero de todos los pactos, el Avenimiento Obrero-Patronal, suscrito entre la Confederación de los Trabajadores de Venezuela (CTV) y la central empresarial Fedecámaras. La idea era evitar a toda costa huelgas. A ello siguió un intenso debate sobre la necesidad de un candidato único, que finalmente se desecha por un mucho más democrático -aunque entonces muy polémico-pluralismo; pero el golpe del 7 de septiembre, en el que el pueblo salió a las calles de Caracas a enfrentarse a los tanques para sorpresa de todos, obligó a pensar en una fórmula de consenso, que fue la que se firmó en Puntofijo. A ello siguió el pacto de todos los centros d estudiantes del país en el Pacto de Unidad Estudiantil (21 de noviembre) y finalmente el establecimiento de un Programa Mínimo de Gobierno firmado ahora por los candidatos el 6 de diciembre.
Luces y sombras de un pacto.
Como se ve, de lo que se trataba era de crear un sistema de consensos, que sería conocido después -y de forma algo peyorativa-como democracia pactada, o como el sistema de conciliación de elites. La idea era que todos los sectores se sintieran representados y recibieran en general la satisfacción de sus demandas, para que los conflictos no estallaran, era su lógica básica. El reto que pronto representó la insurrección armada comunista, logró que otros sectores, como el ejército, terminaran de integrarse a este sistema. La Declaración de Maracay (1960), la Constitución de 1961, el Modus Vivendi con la Iglesia (1964), fueron perfeccionando los acuerdos de 1958, para finalmente llegar, con la democracia ya consolidada, al llamado Pacto de acción legislativa (1970) y sobre todo con el Pacto Institucional de 1973, firmado entre los dos grandes candidatos del momento. Así las cosas, la pregunta que cabe es: ¿por qué, desde la perspectiva de Chávez o de sus seguidores, puede ser malo un sistema en el que los principales factores de poder del país deciden convivir pacíficamente para establecer un régimen de libertades? ¿Qué pensaríamos hoy si pudieran darse en Venezuela un conjunto de acuerdos similares para garantizar la paz y la democracia?
«Puntofijo no nos enseñó como sociedad a algo tan esencial para todo adulto como es la capacidad para negociar con quienes estamos en desacuerdo».
Pero como pasa en todo, Puntofijo tiene dos caras. La primera es que esa aversión al conflicto, como la ha llamado el historiador y politólogo Diego Bautista Urbaneja, tuvo también sus lunares. En demasiados casos se tradujo en una simple repartición de cargos (o en última instancia de la renta petrolera), lo que fue en menoscabo de adelantar reformas importantes y necesarias, pero que pudieran generar conflictos, en aspectos tan neurálgicos como la meritocracia de la administración pública y el combate a la corrupción. Si la democracia comenzó a corroerse en la década de 1970, se debió en gran medida a ello. También se puede decir en crítica del modelo que es más fácil evitar los conflictos cuando se tiene una enorme petrolera, que en la inopia; o que Puntofijo no nos enseñó como sociedad a algo tan esencial para todo adulto como es la capacidad para negociar con quienes estamos en desacuerdo. Son dos cosas que nos dejaron desnudos en medio de la crisis de la década de 1990. La ignorancia de nuestras antiguas experiencias negociando y pactando, dejaron espacio para aquellos que decidieron sustituir la deliberación por la revolución, la pluralidad por el camino único, la pluralidad por un universo de camaradas y enemigos.
«De modo que la condena era a algo más profundo: una idea de democracia inclusiva y plural; de la deliberación como forma fundamental de hacer política; de la libre convivencia de todos los sectores políticos».
Pero como se dicen esto, hay también que admitir las luces, que hasta donde lo indican las evidencias fueron más que las sombras. Por ejemplo, que el pacto funcionó, y bien. Su espíritu de consenso demostró ser muy eficiente por unas décadas derrotando a sus enemigos, fundamentalmente los militares de vocación pretoriana y los comunistas. Es comprensible que estos perdedores, en los casos en los que no hayan rectificado sus posiciones, lo detestaran. Los lunares señalados más arriba sirvieron en parte para legitimar esa condena, pero es difícil pensar que esa haya sido su motivación fundamental, sobre todo cuando el sistema de consensos les había abierto muchos espacios tan pronto decidían incorporarse a él: curules parlamentarias, cátedras en universidades, apoyos para labor actividades culturales, como la producción de películas y edición de libros; y un largo etcétera más. ¿Cómo un cineasta al que el Estado le había financiado películas en las que lo criticaba puede condenar de tal modo a ese Estado que le había permitido crear y vivir bien? De modo que la condena era a algo más profundo: una idea de democracia inclusiva y plural; de la deliberación como forma fundamental de hacer política; de la libre convivencia de todos los sectores políticos.
Conclusión: Puntofijo un asunto del porvenir.
Es eso lo que encierra Puntofijo, la razón por la que hoy sigue siendo tema de discusión, el motivo de que a sesenta años unos lo exalten y otros lo denigren. Lo que denota su importancia histórica. Puntofijo no es un asunto del pasado: lo que se diga de él implica el tipo de sociedad que queremos en el futuro. Puntofijo significa el principio de una democracia definida por la pluralidad, la deliberación y los consensos. Pudo haber tenido, como de hecho tuvo, muchos defectos, pero ellos no representan el núcleo de los valores que expresó entonces y que sigue expresando hasta hoy. Lo que ellos representan para nosotros, es lo que el pacto representa el día de hoy.