Mucho se ha hablado en los últimos tiempos en torno a la crisis de la socialdemocracia. Más allá de exageraciones y polémicas, la coyuntura actual ciertamente es crítica en muchos sentidos para las fuerzas políticas que se adscriben a esta tradición política, las cuales atraviesan una importante encrucijada. Se ofrece aquí un breve paseo por la historia de la misma, las dificultades que ha venido enfrentando y las contradicciones que experimenta internamente en nuestros días.
I. Definición, evolución y aportes de la socialdemocracia
Por socialdemocracia se comprende, en términos generales, ese conjunto de corrientes políticas e ideológicas que aspiran a la consolidación de un orden socialista por medios democráticos. El concepto es inherentemente híbrido, subsidiario de otros dos términos que le preceden, como son el socialismo y la democracia. Éstos, a su vez, no guardan entre sí, en este caso, una relación simétrica: mientras que el socialismo es el fin, la democracia es el medio.
En virtud de lo anterior, lo que entendamos por socialdemocracia dependerá entonces, fundamentalmente, de cómo definamos socialismo y democracia. Dependerá también de las conclusiones que podamos sacar con respecto a los resultados de esa experiencia histórica que hemos dado en llamar socialdemocracia. El asunto parece revestir especial interés en un momento en el que diversas opciones políticas llamadas “de centro” parecen estar perdiendo arraigo en el electorado mundial.
La socialdemocracia nació, sobre todo, como un alegato y una opción práctica de cambio político y social ante el creciente radicalismo de las corrientes revolucionarias del socialismo decimonónico, y ante las acciones represivas que, en respuesta, ordenaban quienes manejaban el Estado. Dichas corrientes más radicales aspiraban a la creación de una sociedad completamente nueva e igualitaria mediante una revolución similar a la Francesa, considerada burguesa en su esencia. Pero el torbellino de violencia que acompañaba estas tentativas revolucionarias había demostrado no estar siempre en capacidad de fundar órdenes políticos estables (tal como demostraba, por ejemplo, el experimento fallido de la Comuna de París), de modo que corrientes más moderadas comenzaron a abogar con fuerza por una búsqueda pacífica del objetivo compartido.
Según estas corrientes más moderadas, la organización obrera sería la base para la creación de sindicatos y partidos capaces de canalizar, a través de las instituciones de la democracia representativa creada por los burgueses capitalistas, los anhelos de creación de un orden socialista. No era, pues, cuestión de barrer dichas instituciones, ni de instaurar una dictadura del proletariado (temporal o permanente), sino de avanzar gradualmente en la consolidación de una igualdad social, económica y material, ulterior a la igualdad ante la ley instaurada por la burguesía. Al socialismo, según estas corrientes, se podía llegar a través de caminos graduales y pacíficos.
De este modo, la socialdemocracia abogaría a lo largo de su historia por el desarrollo de medidas que, en primera instancia, mejoraran las condiciones de vida de los sectores que aportaban la mano de obra asalariada, tales como la limitación de la jornada laboral, la previsión social en temas de salud y jubilación, la mejora de las condiciones laborales, la prohibición del trabajo infantil, etc. Aunque tales iniciativas no siempre fueron implementadas por gobiernos socialdemócratas, no cabe duda de que los sectores políticos y sociales que encarnaban esta corriente siempre las impulsaron y trabajaron a favor de las mismas, haciendo de ellas su principal estandarte.
En el caso del continente americano, las décadas de los años 20 y 30 serán los del reconocimiento de estas mejores condiciones de vida como derechos, a menudo con rango constitucional. Gobernantes de distinta factura ideológica, tales como Franklin D. Roosevelt en los Estados Unidos, Alfonso López Pumarejo en Colombia, Eleazar López Contreras en Venezuela o Arturo Alessandri en Chile, no pudieron menos que reconocer (cuando no impulsaron decididamente) la necesidad de que el Estado, la legislación y la sociedad en su conjunto velaran por unas condiciones mínimas que garantizaran el bienestar del trabajador. En Europa, por otra parte, algunas de estas medidas fueron desarrolladas tanto por fuerzas democráticas como antidemocráticas, sentando también allí las primeras bases de lo que con el tiempo se conocería como “estado del bienestar”.
Pero los anhelos de cambio no cesaban allí dentro de la corriente socialdemócrata. En tanto vía democrática al socialismo, la idea de una parte de estos sectores era avanzar en un manejo cada vez más comunitario o colectivizado de lo que Marx había denominado “medios de producción”: la tierra, los recursos naturales, el capital financiero, tecnológico e industrial. Adicionalmente, el crack del 29 y la crisis económica mundial de los años 30 convencieron a casi todos de la necesidad de una mayor intervención del Estado en la economía, convirtiéndose ésta en una tendencia global. Dicha intervención se realizaría a veces mediante políticas keynesianas, mientras que en otros casos se venía realizando por la vía del fascismo o del socialismo soviético.
Para la década de los años 40 del siglo XX, cuando las sociedades de masas representaban ya una realidad bien consolidada, muy pocos pensaban aún que el amplio liberalismo económico característico del siglo XIX pudiera ser visto como una opción viable. Tanto las políticas de reconstrucción de Europa durante la postguerra como las políticas orientadas al desarrollo industrial de América Latina (tanto por parte de gobiernos democráticos como militares) coincidían en la necesidad de implementar economías de planificación centralizada, en las cuales los Estados concentraran el manejo directo de las llamadas “empresas básicas o estratégicas”, acometieran la creación de grandes corporaciones y organismos públicos, e implementaran una amplia gama de subsidios, impuestos y aranceles para favorecer la producción nacional.
Las tendencias sociodemográficas, amparadas en el baby boom y en el “bono poblacional” que éste conllevó durante las décadas de los años 50, 60, 70 y 80, permitieron la consolidación de un estado del bienestar que facilitaba el manejo y financiamiento público de una amplia gama de servicios sociales. En buena medida, y en virtud de las ostensibles mejoras en la calidad de vida que generaron en el conjunto de la población, estos elementos han llegado a constituirse, en virtud de un consenso generalizado, como parte inherente del Estado democrático moderno. La socialdemocracia ha jugado así un papel fundamental en la consolidación legal y material de instituciones capaces de brindar servicios y beneficios concretos para toda la población, los cuales, en muchos casos, se espera que sean brindados directamente por el Estado.
II. La crisis del cambio de siglo en la socialdemocracia
No obstante, y como es natural en toda realidad política y humana, la socialdemocracia también experimenta contradicciones importantes. Dichas contradicciones se han ido modificando con el paso del tiempo, aunque (tal como señalaremos aquí) la naturaleza de las mismas obedece siempre a su tensión inherente y original: la tensión entre socialismo y democracia liberal representativa; esto es, entre fines y medios. Y también, quizás, a otra tensión más radical y difícil de solventar: la tensión entre las aspiraciones siempre crecientes y la realidad siempre limitada.
Aquí nos referiremos en primera instancia a una fase crítica que comenzó a hacerse particularmente patente hacia la década de los años 70 del siglo XX. En esa década, los modelos de desarrollo económico protagonizados por el Estado comenzaron a experimentar con fuerza algunos de los problemas que le son inherentes. Por un lado, la presión inflacionaria se hizo particularmente notoria en numerosos países de América Latina. El voluminoso aparato estatal, materializado en la proliferación de cargos públicos, empresas del Estado, corporaciones mixtas y programas de fomento de todo tipo de actividades, sin contar la necesidad de financiar los servicios básicos para la población, acarreaba consigo no sólo un aumento notable del gasto público, sino también de la proporción del sector estatal dentro del tamaño global de las economías nacionales.
Si bien el propósito original del aumento del gasto era no sólo cubrir necesidades básicas de la población sino también fomentar el emprendimiento privado y el aumento de su productividad, el efecto real fue muchas veces inverso: las empresas subsidiadas se acostumbraban a contar con la ayuda estatal y nunca terminaban de hacerse competitivas e independientes. La transferencia al (o asunción por parte del) Estado de los costos inherentes a esa escasa competitividad ocasionaba una disparidad creciente, por la cual la proporción del sector público en el volumen total de la economía crecía más que la correspondiente al sector privado. Semejante situación sólo podía repercutir en el aumento de la deuda pública y del déficit fiscal, una vez que a los gobernantes se les hiciera materialmente imposible o políticamente inconveniente seguirse financiando con alzas en los impuestos o con espasmódicas medidas de austeridad. Al final, las opciones del endeudamiento externo y de la emisión de dinero inorgánico terminaron en muchas ocasiones por disparar la inflación y colapsar numerosas economías que durante aquella época seguían las directrices de la CEPAL y del consolidado paradigma de la industrialización por sustitución de importaciones.
Es necesario señalar, por otro lado, que los onerosos costos sociales de dichas situaciones no siempre se hicieron visibles en su debido momento. Por lo general no afectaron a sus principales responsables, sino a quienes vinieron después. Esto se produjo como consecuencia de las lógicas políticas inherentes a este tipo de modelos de desarrollo, en virtud de las cuales, mientras los empresarios que prosperaban al amparo del Estado evadían los costos económicos de su reducida productividad y de su escasa competitividad, los políticos de turno evitaban asumir el costo político que implicaba el crecimiento del déficit fiscal. Estos políticos optaron con frecuencia por mantener el elevado gasto público mediante un progresivo endeudamiento que comprometió así a las futuras generaciones. El costo político, en pocas palabras, era traspasado a los futuros gobernantes, mientras que se hacía lo propio con el pago de la deuda, cargado sobre las futuras generaciones.
Otro aspecto inherente a los gobiernos socialdemócratas tenía que ver con la profunda relación que existía entre sindicatos, empresarios y partidos de dicha orientación. El hecho no es de por sí negativo, en tanto resulta perfectamente legítimo que los partidos emerjan como medio de organización política de diversos sectores sociales para elevar así sus principales demandas al Estado y presentar sus respectivas propuestas de gobierno. Lo que puede a la postre resultar negativo es que ciertos actores, una vez consolidados en el poder, se perpetúen en dichas posiciones para favorecer sistemática e indefinidamente los intereses de un solo sector (o más bien, en ocasiones, de quienes lo representan políticamente), en claro desmedro del bienestar general de la nación.
En tal sentido, el problema no estribaba en que hubiera gobiernos a cargo de partidos políticos fuertemente vinculados con los sectores sindicales y obreros (lo cual, más bien, era una buena noticia de cara a la consolidación progresiva del Estado democrático moderno) o con empresarios afines a estos modelos de desarrollo, sino más bien que dicha situación diera pie, en nombre de la clase obrera, a la continuidad de políticas que amenazan la estabilidad y sustentabilidad del crecimiento económico, a menudo con el propósito, no siempre visible, de perpetuar en el poder a reducidos grupos de políticos, empresarios y líderes sindicales que tendían a consolidar relaciones y pactos estructurales, tácitos o explícitos, que a veces bordeaban la colusión o incurrían en ella.
De este modo, en la medida en que tales modelos de desarrollo implicaban la fuerte intervención del Estado en la economía, reducidos grupos políticos, empresariales y económicos tendían a incrementar su capacidad para controlar todos los aspectos de la realidad económica de la nación, al tiempo que se reducía la posibilidad de que los efectos indeseables de estas tendencias fueran moderados por el libre intercambio comercial y por la libre competencia política.
La estabilidad de estos pactos y entendimientos entre actores muy definidos de los ámbitos político, sindical y empresarial, en el marco de este tipo de economías dirigidas y con fuerte participación del Estado, sólo tendía a romperse en la medida en que quienes controlaban el sistema perdían su capacidad de transferir mayores costos al Estado, o bien de diferir su cancelación. Llegados a tal punto, los pactos que permitían el manejo del poder se veían sometidos a una presión estructural que, en ocasiones, y en medio de su debacle, terminaba por poner en jaque la estabilidad misma del sistema democrático (e incluso de los sistemas autocráticos socialistas).
De ahí que el renacimiento de las políticas liberales o neoliberales en los años 80, motivado por la necesidad de controlar la inflación y el endeudamiento, recobrar la estabilidad macroeconómica y recuperar las posibilidades de crecimiento, se uniera al colapso estructural del llamado “socialismo real” que amparaba la Unión Soviética para configurar ese contexto internacional que permitió consolidar el llamado “Consenso de Washington”. Sus términos se concentraban en la necesidad de controlar la emisión de dinero inorgánico y en aligerar las cargas del sector público, reduciendo su tamaño y devolviendo al sector privado la responsabilidad de asumir los costos de sus emprendimientos y gastos.
Tras dolorosos shocks iniciales, estas medidas liberalizadoras tendieron a generar estabilidad y crecimiento económico. En América Latina, por lo general, la inflación dejó de ser un problema, al tiempo que se asentaron las bases para un crecimiento económico más o menos sostenido. No cabe duda de que, al dejar de ser el Estado el motor de la economía, amplios sectores sociales se vieron desfavorecidos en primera instancia. Desaparecieron muchos puestos de trabajo en el sector público y también, en diversas oportunidades, subsidios y financiamientos muy populares. Pero la tendencia general que se ha apreciado con el paso del tiempo indica que dichas medidas consolidaron las bases para un desarrollo progresivo que ha permitido reducir notablemente la pobreza y sobre todo la pobreza extrema, facilitando así el ascenso de las clases medias.
En Europa, algunas economías característicamente socialdemócratas se han visto obligadas a hacer reformas similares. Particularmente emblemático resulta el caso de la liberalización iniciada por ese paraíso socialdemócrata que fue la Suecia de los años 60, 70 y 80. Tal como ha explicado Mauricio Rojas, para 1993 el modelo sueco, basado en el extraordinario control que había alcanzado el Estado en todos los asuntos de la vida social, entró en crisis y tuvo que ser liberalizado. Desde entonces se ha ido abriendo a una participación privada cada vez mayor, sin por ello renunciar al compromiso del Estado a favor de una mayor equidad. Eso le ha permitido a los suecos consolidar sus políticas sociales en vez de cercenarlas, precisamente cuando el envejecimiento generalizado de la población europea amenaza con hacer insostenible el sistema público de previsión social: en toda Europa hay cada vez más receptores directos de la ayuda pública y menos personas de edad mediana, empleadas y con capacidad de cotizar.
No obstante, en varios países europeos diversos partidos socialistas y socialdemócratas parecen seguir pensando que la sostenibilidad de las políticas sociales depende fundamentalmente de la posibilidad de que el Estado cobre más impuestos. Se dice que el sistema puede costearse si los más ricos pagan más, aunque en la práctica las subidas de impuestos suelan pechar a todos. Por otro lado, estas subidas de impuestos se plantean en economías que enfrentan ya serios problemas para atraer inversiones y generar empleo. Algunos incluso consideran que es posible seguir ampliando los beneficios que otorga el Estado promedio europeo, incluyendo al mismo tiempo más y mejores pensiones, más puestos de trabajo (simultáneamente más estables y mejor remunerados), más y mejor educación, y con mayor cobertura médica para todos. Mientras tanto, sus pares en América Latina vuelven a soñar con alzas en los precios de los commodities para retomar las políticas redistributivas. La realidad, no obstante, muestra que there is no free lunch: la obtención de unas cosas implica el sacrificio de otras, y dicho sacrificio no puede ser sistemáticamente adjudicado al Estado, o a esos otros a los que se mira como si fueran la gallina de los huevos de oro.
III. Dilemas y corrientes internas de la socialdemocracia en nuestros días
El Estado del bienestar, al cual tanto aportó la socialdemocracia, ha mejorado ostensiblemente las condiciones de vida de millones de personas y, por consiguiente, estabilizado muchas democracias de Occidente. No obstante, no debemos perder de vista el cambio de los factores que permitieron alcanzar dichas ventajas durante la postguerra. Sólo de ese modo será factible comprender la crisis actual y, desde un punto de vista muy pragmático, actuar en consecuencia. En este sentido, una de las lecciones que aporta el declive (y en algunos casos los fracasos) de las economías centralizadas o profundamente controladas del siglo XX es que no hay superación de la pobreza que no requiera de antemano un sólido crecimiento económico. A su vez, dicho crecimiento no puede recaer de modo indefinido y primordial en economías excesivamente intervenidas por el Estado. Sin libre iniciativa privada no hay crecimiento, y si no hay crecimiento no hay posibilidad de superar la pobreza de modo sostenido.
Esta realidad es a tal punto evidente en nuestro tiempo que su constatación ha propiciado un cambio profundo en la crítica tradicional a las economías de libre mercado: si antes se las acusaba de impedir la superación de la pobreza, hoy se las cuestiona por fomentar la desigualdad. No podía ser de otro modo. La igualdad (y la igualdad material, de hecho) es el valor fundamental, el desiderátum central en torno al cual se edifica la socialdemocracia, en tanto vía democrática al socialismo. Pero la pregunta entonces es ¿a cuánta igualdad aspiramos? ¿Cuándo hemos de considerarla como suficiente? ¿Es factible alcanzarla? ¿Estamos todos, de hecho, dispuestos a hacer los mismos sacrificios para obtener las mismas cosas? ¿Perjudica a quien tiene un razonable o decente nivel de vida el hecho de que otros ganen mucho más que él? ¿Cuánta igualdad es posible sin entrar en el terreno de una coerción que limita la libertad y el necesario crecimiento económico?
Persiste, pues, en buena parte de la socialdemocracia la idea de que el buen gobierno debe ser definido de forma sustantiva, positiva, explícita, y que el patrón para definirlo es la igualdad, y sobre todo la igualdad material. Pero todo es cuestión de grados y de factibilidad, así como de una relativa correspondencia o equilibrio entre nuestros deseos, nuestras capacidades y la naturaleza de las cosas. Y aunque una buena parte de la socialdemocracia tiene clara conciencia de lo anterior, no pasa lo mismo en todas sus militantes, sobre todo entre los más jóvenes, los llamados millennials.
Lo anterior nos sugiere la pertinencia de distinguir entre varias tendencias actuales que se dan cita en el ámbito común de la socialdemocracia. Nos referiremos a tres corrientes en este sentido. En primer lugar, están los socialdemócratas más cercanos al centro político y al liberalismo en general. Su rasgo característico es el progresivo abandono del marxismo, con todo lo que ello implica, y la definitiva aceptación de los postulados e instituciones de la democracia liberal representativa. Quienes pertenecen a esta tendencia suelen comprender la irresponsabilidad inherente al financiamiento del bienestar que no está sostenido por un sólido crecimiento económico. Entienden que dicha responsabilidad debe recaer principalmente en el sector privado, muestran cierta prudencia a la hora de crear nuevos órganos públicos y suelen evitar los recursos del populismo durante las campañas electorales. Cuando no están en el gobierno se comportan como oposiciones leales al sistema democrático representativo y cuestionan las autocracias de todo signo ideológico. Su objetivo es, en esencia, evitar que la libertad económica genere inequidades y tensiones extremas que amenacen la estabilidad de la democracia. A este sector, en general constituido por personas de edad mediana y avanzada cuya noción del socialismo se ha matizado bastante con el tiempo y las experiencias vividas, se le podría denominar como el de los liberales sociales.
En el extremo opuesto del espectro socialdemócrata se ubican corrientes más propiamente socialistas. Si bien han aceptado participar políticamente dentro de las instituciones de la democracia representativa, suelen albergar profundos recelos con respecto a este tipo de régimen. Siguen aspirando a la consolidación del socialismo, usualmente definido en términos cercanos a la tradición marxista, y como tales desconfían de los pesos y contrapesos que el liberalismo político añadió al principio básico de la democracia (la regla de la mayoría). Asocian la democracia genuina con el socialismo, no con el sistema de contrapesos institucionales implementados por la tradición liberal. De ahí que muchos de ellos se identifiquen con los postulados de la llamada “democracia radical”, y que su lealtad a la democracia representativa sea a veces dudosa (semileal o incluso desleal en los términos planteados por Juan Linz). Suelen callar ante los desmanes cometidos por autocracias ideológicamente afines; a veces incluso las defienden. Para estas corrientes “socialismo” sigue siendo sinónimo no sólo de un notable grado de igualdad (incluso homogeneidad) económica entre los ciudadanos, sino también de la aspiración a un manejo cada vez más estatal o colectivo de la economía y las fuentes de la riqueza. Por lo general quienes pertenecen a estas corrientes no militan en partidos comunistas (casi siempre de escaso impacto electoral) sino que provienen más bien de diversas corrientes radicalizadas en el seno de partidos tradicionalmente socialdemócratas. A día de hoy, suelen contar con el apoyo de los militantes más jóvenes de dichos partidos.
En tercer lugar, entre las dos tendencias anteriores, se siguen ubicando los socialdemócratas stricto sensu. Nos referimos a aquellos que aún piensan desde categorías próximas al marxismo y quienes de hecho siguen aspirando al socialismo como meta general, pero que también insisten en defender y emplear las instituciones propias de la democracia representativa, valorando el sistema de libertades que resulta característico de dicho sistema. Estos sectores (a menudo constituidos por personas de edad mediana) observan con preocupación a las otras dos tendencias, las cuales aparecen a veces como potenciales disolventes del ideal mismo de la socialdemocracia, ya que mientras que, por un lado, algunos han abandonado el marxismo y se comportan en muchas ocasiones como liberales moderados, por el otro lado los sectores más jóvenes sienten la tentación de rechazar las instituciones representativas y de abrazar las izquierdas marxistas propiamente dichas, cuando no abiertamente revolucionarias. En su intento de mantener unido a todo el espectro socialdemócrata, los socialdemócratas stricto sensu vienen haciendo guiños populistas a sus sectores más radicalizados, pactando con ellos e incurriendo en comportamientos que incluso podrían ser calificados como semileales a la democracia liberal representativa. De hecho, su comportamiento ante autocracias ideológicamente afines tiende a ser sinuoso y ambiguo. Este tercer sector medular experimenta, por tanto, grandes tensiones. Tensiones que, después de todo, provienen de una voluntad que acarrea no pocas contradicciones: la de combinar socialismo con liberalismo. Tales contradicciones emergen con frecuencia en discursos, campañas y políticas públicas, despiertan las dudas de algunos sectores y, de paso, nos llevan a preguntarnos hasta qué punto es realmente posible fundir a las tradiciones marxista y liberal en un mismo proyecto político.
Cada una de estas corrientes intenta ofrecer respuestas a la crisis de un Estado del bienestar que aún brinda ventajas notables a sus ciudadanos, pero que está sometido al impacto de factores críticos que ponen en riesgo su continuidad. Ahora bien, las tres corrientes señaladas confrontan una dificultad común y estructural, asociada al propio ideario socialdemócrata: la improbabilidad de poder financiar el cumplimiento de las expectativas crecientes que éste genera, sobre todo allí donde las expectativas de consumo son estimuladas por una gran competencia comercial, y donde las ventajosas condiciones en las que han crecido los más jóvenes no están acompañadas del conocimiento, por parte de éstos, de los sacrificios que ha implicado la obtención de dicho bienestar. En realidad, resulta extremadamente difícil brindar al electorado, en el corto y mediano plazo, condiciones de vida que mejoren sin cesar, o incluso que se mantengan, a un costo reducido. Del mismo modo, es muy improbable que se amplíen los recursos para el bienestar público si primordialmente se pretende extraerlos mediante impuestos de quienes generan las oportunidades para el crecimiento de la economía (emprendedores, ahorristas e inversionistas), máxime cuando ello ocurre en sociedades envejecidas, con altas tasas de paro y bajas tasas de natalidad.
Se ha barajado la idea de que los inmigrantes son la solución al problema, pero sería un error hacer de esto una panacea. No toda sociedad tiene la capacidad de asimilar grandes grupos de inmigrantes sin alterar sus consensos culturales, políticos y jurídicos más elementales (esos consensos sobre los que precisamente se fundan las abiertas democracias modernas y el Estado del bienestar), ni toda inmigración tiene el mismo efecto sobre sus sociedades de acogida. Por poner algunos ejemplos, cuando los inmigrantes arriban a países con economías fuertemente intervenidas por el Estado no siempre encuentran trabajo en condiciones que les permitan aportar al erario público; más bien, puede ocurrir que se conviertan en receptores directos de sus programas de asistencia y que alimenten la economía subterránea que tanto prolifera en los mercados fuertemente regulados.
Comentarios finales
El análisis de los temas aquí planteados permanece abierto, sin que haya respuestas definitivas a las problemáticas que plantea. Simplemente se ha intentado aquí perfilar la naturaleza de un fenómeno de nuestro tiempo. En todo caso, nos gustaría cerrar con algunos breves apuntes. En primer lugar conviene señalar que no hay programa político alguno que sea capaz de satisfacer las expectativas crecientes de todos, de modo indefinido y a bajo costo. Todo beneficio implica sacrificios, más allá de que éstos no sean visibles en un primer momento. El costo de la libertad es, precisamente, la necesidad de renunciar a ciertas cosas cuando tomamos nuestras decisiones.
Segundo, es preciso recordar una lección ya aprendida en siglos anteriores: la igualdad generalizada es imposible, en tanto resulta incompatible con la naturaleza humana. No todos estamos dispuestos a hacer los mismos sacrificios para obtener las mismas cosas, de modo que la aspiración a una igualdad general sólo puede ser satisfecha hasta cierto punto, cuando no resulta abiertamente contraproducente. Sin embargo, se trata de un sueño persistente, debido no sólo al afán de justicia, sino también al hecho de que es mucho más fácil pensar una igualdad abstracta de resultados que una igualdad efectiva de condiciones prácticas que, supuestamente, nos permitirían generarlos. En la práctica, la igualdad que conciben los planificadores como resultado final de sus políticas suele implicar contradicciones y costos inaceptables o inviables durante su puesta en marcha.
En tercer lugar, cabe señalar que las posibilidades con las que contamos hoy de repetir con éxito las recetas de mediados del siglo XX son dudosas y cuestionables. Las sociedades de nuestro tiempo presentan márgenes de mejoría relativa mucho menores a los que ofrecían las sociedades de la segunda postguerra mundial, precisamente como consecuencia de los grandes avances registrados desde entonces. Actualmente las expectativas crecen a un ritmo mucho mayor que los desempeños reales, a pesar de que estos últimos no son en absoluto negativos si los consideramos en perspectiva histórica, tal como ha señalado Steven Pinker en diversas oportunidades. Vivimos una revolución de los valores y las expectativas que se alimenta, a su vez, de los profundos cambios experimentados en la calidad de vida, el ascenso de las clases medias, la reconfiguración del mundo del trabajo y las nuevas tecnologías de información y comunicación. Paradójicamente, muchos socialdemócratas pretenden satisfacer semejantes demandas y requerimientos con recetas más propias del mundo de la postguerra que del siglo XXI.
Como cuarto punto, cabe traer a colación uno de los principales cuestionamientos que Arendt realizó al marxismo en Sobre la revolución: la solución a los problemas económicos no ha solido provenir de la política, sino de los desarrollos tecnológicos. Es el avance de la técnica y no la reorganización política de la economía lo que, al final del día, siempre ha permitido avanzar con rotundidad en la superación de la pobreza y en la mejora sostenida de la calidad de vida de las grandes mayorías. Conviene entonces agregar a lo dicho por Arendt que el avance tecnológico no suele producirse en seno de economías dirigidas, controladas o colectivizadas, sino más bien en economías libres que privilegian el ensayo y el error por parte de emprendedores privados.
Por último, advertir que mal nos puede ir en el futuro si una de las fuerzas políticas que ha ayudado a construir el Estado democrático contemporáneo, como es la socialdemocracia, no establece con absoluta claridad su rechazo a las autocracias que se erigen en el nombre de la igualdad.