La caída del Muro de Berlín y el efecto dominó que desató en los regímenes comunistas, hacen de 1989 un año asociado al triunfo de la libertad. No más revoluciones salvadores, no más “amados líderes”, no más regímenes totalitarios: todas las grandes utopías que habían movido (¡y ensangrentado!) al mundo desde el fin de la Primera Guerra Mundial, parecían desvanecerse con el cierre de lo que el historiador Eric Hobsbawm llamó el “siglo XX corto”. La democracia liberal se expandía triunfante por el planeta. Uno a uno los Estados se reformaban para adaptarse a ella, o desaparecían cuando no podían hacerlo (he ahí a la República Democrática Alemana o a la URSS). No obstante, siempre hay excepciones, y ellas pueden encerrar signos de un alcance mayor a lo que en primera instancia pueda pensarse. En medio de esta cresta democratizadora, dos de las democracias aparentemente más sólidas de América Latina, la venezolana y la colombiana, recibieron golpes capaces de descalabrarlas y, al menos en uno de los casos, a la larga hacerla sucumbir. El año de 1989 fue también el del Caracazo y el del asesinato de Luis Carlos Galán.
Aunque entonces era casi imposible verlo, los disturbios que acabaron en Venezuela con la “ilusión de armonía” de más de medio siglo, y el atentado que en Colombia descolló sobre los muchos que le segaron la vida a millares de personas, eran señales que las entusiastas democracias que nacían entonces debieron haber visto con atención. Las democracias no son irreversibles, deben enfrentar continuos retos, incluso cuando se las cree muy consolidadas, y tienden a ser más frágiles de los que suele pensarse. A la vuelta de una década, tanto Venezuela como Colombia habían entrado en una ola de autocratización que muy pronto de demostró global. En medio de crisis que no se pudieron o no se quisieron remediar, sus grandes partidos se hundieron y la población prefirió hiperliderazgos como los de Hugo Chávez y Álvaro Uribe. En Venezuela el sistema nacido en 1958 colapsó completamente, mientras en Colombia logró recomponerse, aunque con grandes dificultades y falencias.
Por eso el asesinato de Luis Carlos Galán fue, en este sentido, tan emblemático como el Caracazo. Ambos auguraban en medio del jolgorio de 1989 que las cosas también podían salir mal. Eran el trazo de un camino que en demasiados casos siguieron, en escalas distintas, muchos de los países que entonces iniciaron sus transiciones hacia la libertad. Detengámonos en Galán, a quien Colombia honra unánimemente en el treinta aniversario de su asesinato. El hecho de que el candidato del Partido Liberal, favorito para la presidencia, haya sido abaleado frente a todos, en el ya legendario mitin de Soacha del 18 de agosto de 1989, demostró hasta qué punto la indefensión alcanzaba a cualquier colombiano, qué tan lejos podían llegar las bandas criminales y qué tan potentes e imbricadas con el poder habían llegado a ser. Galán, combativo político y periodista que no se amilanó ante las amenazas y siguió denunciando al narcotráfico, había logrado convertirse en una esperanza para renovar a la alicaída institucionalidad democrática. Su muerte, por lo tanto, fue un golpe moral muy duro. Entraba así al linaje de los grandes asesinados de la historia colombiana, lista en la que entran nombres como los de Antonio José de Sucre o Jorge Eliécer Gaitán, con quien tanto se comparaba a galán, y así también al halo de leyenda que los envuelve. Como todo muerto joven que no pudo probar toda su valía en el poder, la esperanza se mantuvo intacta, y así se lo recuerda hoy.
Sin entrar en discutir qué tanto puede haber de ilusión y cuánto de realidad en esto, en cuanto héroe, es decir, en cuanto símbolo, encarna el arquetipo del héroe cívico, el civil, que sólo con su verbo, con sus ideas, con su apelación a las leyes y a las masas, quiere cambiar las cosas. Para algunos es una idealización romántica. Para otros siempre será un demagogo. Por lo general hay un poco de las dos cosas. Pero hay algo en particular con Galán: él no actuaba para impulsar una democracia donde no la había, que es el caso típico. No era un Rómulo Betancourt o un Juan Bosch en el exilio, o un Mario Soares confinado en África, un Felipe González en la clandestinidad o un Konrad Adenauer viviendo una especie de exilio interno, mientras su país se calcinaba en un Apocalipsis: él era un político que actuaba dentro de una democracia, ejerciendo derechos que, en inicio, el Estado le garantizaba, como la libertad de expresión o la formación de un partido. Incluso era un hombre del sistema, muy vinculado a sus instituciones. De modo que si encarna el heroísmo cívico de un demócrata, no lo es en el sentido clásico de quien lucha contra una dictadura, sino de quien defiende una democracia contra aquellos que quieren destruirla. Pensemos acaso en Betancourt sobreviviendo al atentado dinamitero o, mejor, en un Chico Mendes abaleado. Por eso es un símbolo tan decidor de los peligros que acosan a la democracia cuando ya se cree ganada: ¿basta con concitar la voluntad mayoritaria y apelar a las leyes, cuando hay poderes capaces de burlarse de ellos? ¿Cómo puede una democracia defenderse en un contexto con fuerzas más poderosas, dispuestas a destruirla, si les hiciera falta? ¿En qué medida el verbo y la organización partidista bastan? ¿Puede existir una democracia en un Estado débil?
Todas estas preguntas parecían en 1989 un asunto sólo confinado a Colombia, con todos los estereotipos que entonces la acosaban. Hoy sabemos que es un asunto más amplio. En todas partes hay periodistas, intelectuales y políticos que arrostran peligros como los de Galán, y que en algunos casos siguen su suerte. En muchos sitios, las democracias se han visto erosionadas por las crisis y por hiperliderazgos más o menos autoritarios, más o menos personalistas, en los que los pueblos quieren refugiarse. La ola de democratización de entonces ha dado paso a una de autocratización. El asesinato en el mitin de Soacha es, por lo que vemos, un símbolo que merece la atención universal.