El egoísmo del interés individual de cada ciudadano al buscar su propio bienestar personal, contribuye a crear la riqueza colectiva.
Adam Smith, La riqueza de las naciones.
La alborada del Estado nacional venezolano implicó todos los retos que ha de tener el nacimiento de una República. El paso fundacional, naturalmente, y una vez deshecho el proyecto integrador de la República de Colombia, sería la redacción de una ley fundamental: el 13 de enero de 1830, el General José Antonio Páez, Jefe Superior Civil y Militar del Departamento de Venezuela —perteneciente a la República de Colombia—, decretó una convocatoria a elecciones para escoger un Congreso Constituyente que, instalado en Valencia a partir del 6 de mayo de 1830, sancionó la Constitución del Estado de Venezuela el 22 de septiembre de ese mismo año (Brewer-Carías, 2008). En adelante empezaría a ocurrir, como es lógico, la construcción de una arquitectura legal, política y económica que daría conducción al nuevo Estado venezolano.
Dos preocupaciones centrales acompañarían a los primeros gobiernos de la República: la despoblación —de acuerdo con Baptista (1997), entre 1830 y 1835 vivían tan solo unas 941.302 personas en Venezuela— y la pobreza consecuencia de la guerra de independencia. En ese sentido, una de las principales preocupaciones sería la de “organizar y fomentar la economía” y, para ello, procurando estimular la inversión nacional y extranjera, el 10 de abril de 1834 se aprobó una ley conocida como Ley de Libertad de Contratos (Giménez Landínez, 1997).
De corte liberal, la Ley otorgaba a los particulares libertad absoluta de contratos, permitiendo a los involucrados, en el caso de los préstamos, la fijación de las tasas de interés: solo el deudor y el acreedor, a través de un contrato libre, podrían estipular las condiciones de sus acuerdos. Como es natural, suscitó y ha suscitado una diversidad de opiniones, enfrentando a liberales y conservadores. Por ejemplo, haciendo una valoración positiva, Arráiz Lucca (2007) afirma:
… al dejar en manos de los particulares la fijación de los intereses, éstos bajaron, y se produjo una recuperación de los cultivos. Esta ley, junto con la organización de la recaudación fiscal, la eliminación del diezmo que se le exigía a los agricultores entregar a la Iglesia Católica, y la paz política alcanzada alrededor de Páez, condujo a que las cifras económicas del primer gobierno del llanero fuesen muy favorables.
Sin embargo, y muy por el contrario, Brewer-Carías (2008), se abalanza contra la ley al decir que:
… legalizaba la usura, estableciendo una supuesta libertad de contratos, para comprender la preponderancia de los capitalistas usurarios en la sociedad e instituciones políticas de la época, y las reacciones que contra la misma surgieron, inclusive de parte de “conservadores” como Fermín Toro [cursivas propias].
Es menester, entonces, presentar formalmente en estas líneas la Ley que en tan solo siete artículos promulga la libertad de contratos en Venezuela. Intitulada Ley del 10 de abril de 1834 sobre libertad en los contratos, presenta un único considerando que pone de manifiesto el profundo espíritu liberal y republicano de su articulado: “la libertad, igualdad y seguridad de los contratos, son uno de los medios poderosos, que pueden contribuir a la prosperidad de la República.” (Academia Nacional de Ciencias Políticas y Sociales, 1982). Los elementos centrales de la Ley se hallan en sus primeros dos artículos, citados a continuación:
Art. 1º Puede pactarse libremente, que para hacer efectivo el pago de cualquier acreencia, se rematen los bienes del deudor, por la cantidad que se ofrezca por ellos el día y hora señalados para la subasta.
Art. 2º En todos los demás contratos, así como en el interés que en ellos se estipule, cualquiera que sea, también se ejecutará estrictamente la voluntad de los contratantes. (Academia Nacional de Ciencias Políticas y Sociales, 1982)
Es clara la influencia del liberalismo clásico en la formulación de esta ley. Frente a los argumentos que la reprenden y censuran, y aún sin considerar las consecuencias de su aplicación, valen algunos comentarios. Para empezar, habrá de afirmarse: las instituciones políticas —y con ello nos referimos también a leyes y decretos—, para funcionar, deben ser producto de la naturaleza de la sociedad y estar en armonía con ella; esto, dicho de otra forma, es: cualquier ley, institución o sistema político que pretenda desconocer —y en consecuencia transformar— la naturaleza humana, no solo estará destinado al fracaso, sino que tenderá a sostenerse por la fuerza, la violencia y el desconocimiento de la libertad. Esa naturaleza a la que hacemos referencia es la esencia de la persona humana: su libertad. Nacemos y somos libres; solo en libertad podemos desarrollar nuestra misión vital y perseguir nuestras aspiraciones y deseos existenciales. Solo en el más estricto respeto a la libertad podemos ser.
Ahora bien, en términos económicos, nuestra naturaleza es explicada por la acción humana, que es “conducta consciente o deliverada conducente a fines” (Huerta de Soto, 2005). Estos fines han de ser determinados única y exclusivamente por quien los persigue y, para ser alcanzados, el actor se valdrá de medios. Luego, en esa búsqueda de fines y medios, surgen de manera natural los intercambios; en la medida en que los intercambios sean alcanzados por libre acuerdo de los involucrados —no bajo uso o amenaza de violencia—, serán acuerdos voluntarios, es decir: las partes, en ejercicio de su plena libertad, toman la decisión de participar del intercambio (Huerta de Soto, 2005). He allí, de entrada, un rasgo fundamental de la Ley de Libertad de Contratos: los acuerdos entre particulares han de ser voluntarios y no-intervenidos por terceros, ni por el Estado; solo los ciudadanos pueden determinar las condiciones de sus acuerdos. Voluntariamente. Debe insistirse en ello: nadie ni nada obliga a nadie.
Por supuesto, puede surgir una preocupación: el agricultor necesitado de financiamiento pareciera estar a merced del prestamista que, desde una posición de ventaja, podría “imponer” la tasa de interés del contrato. Al respecto, dos consideraciones: i) cualquier acuerdo que se dé en el marco de esta Ley es voluntario y en ningún sentido el potencial deudor está obligado a formar parte del contrato; ii) en la medida en que haya interesados en recibir préstamos, habrá también interesados en prestar: el mercado hará su natural operación y, tal como ocurrió a partir de la promulgación de la Ley, los precios de los préstamos —las tasas de interés— disminuirán, y más personas tendrán acceso al mercado de financiamiento. Preocupación subsanada.
Los resultados de la aplicación de la Ley fueron, en efecto, positivos. Según Giménez Landínez (1997), se dio “un aumento en el volumen y el valor de las exportaciones”, y “las tasas de interés bajaron del 60% anual al 24%, 18% y 12%, llegando en ocasiones al 9%”. Por otra parte, Baptista (1997) arroja algunas cifras sobre la evolución de la economía nacional durante esos años, que son presentadas en la Tabla I.
Como puede observarse, los valores correspondientes a Agricultura se mantienen casi sin alteraciones entre 1832 y 1834. A partir de 1835 inicia un crecimiento (19,76%) que se hace mucho mayor para el año 1836 cuando la actividad económica de la agricultura se dispara, aumentando en 43,10%. Luego, exceptuando la caída de 1838, mantiene un ritmo de crecimiento continuo hasta 1840. Ocurre lo mismo con el sector Comercio y Finanzas: en el mismo año de 1834, año en que se aprueba la ley, tiene un crecimiento del 28,70% y, para 1836 crece en 42,06%, casi exactamente lo mismo que crece la actividad económica de la agricultura. Puede observarse, de cualquier forma, decrecimiento en los años 1835 y 1837 —quizá consecuencia de los ciclos de pago—; sin embargo, entre 1838 y 1840 crece de manera sostenida. Aún cuando no nos atrevemos a afirmar que este crecimiento económico es consecuencia únicamente de la libertad de contratos —en cita a Arráiz Lucca (2008) se mencionaron también la recaudación fiscal, la eliminación del diezmo y la paz social como causas—, sí podemos asegurar una clara relación entre la mayor generación de riquezas y los incentivos generados por la ley.
Sin embargo, posterior a este éxito, la economía nacional enfrentó particulares dificultades en 1842:
Una nueva crisis mundial estalló en 1842 y se extendió hasta el año siguiente, provocando el descenso de los precios del café, además del añil, algodón y cueros, proceso que ocasionó una nueva oleada de quiebras tanto de comerciantes como de hacendados. (Banko, 2016).
Esto derivó en una contracción económica y, en consecuencia, en un malestar político y social frente a la ley. En la Tabla II se ofrecen algunas cifras al respecto.
Aún cuando en 1841 el sector Agricultura presentó un crecimiento (en Millones de Bolívares de 1936) de 34,62%, en 1842 vivió una caída de 8,29%, consecuencia de la crisis económica global. En 1843 la caída fue de 8,26% y en 1844, de 7,30%. No es sino hasta 1845 que el sector observa una recuperación, para quedar casi en los mismos niveles del año 1841. Por su parte, la caída de la actividad económica del sector Comercio y Finanzas en el año 1842 fue de 11,58% y, en el año 1843, de 6,99%. Las consecuencias de la caída del precio del café están a la vista.
Ante esto, el Partido Liberal, encabezado por Tomás Lander y Antonio Leocadio Guzmán, asumió la bandera de la defensa de los intereses de los agricultores, promoviendo el proteccionismo —vaya paradoja del Partido Liberal— frente a las libertades otorgadas por la Ley del 10 de abril de 1834 (Banko, 2016).
Finalmente, al ascender José Tadeo Monagas al poder apoyado por el Partido Liberal, se deroga la Ley del 10 de abril de 1834:
La reforma estableció además la existencia de dos tipos de interés: uno convencional y otro legal. El primero equivalía al 9%, y el legal era del 5% anual, constituyendo este último la regla en caso de no haber sido determinada previamente la tasa respectiva. También se estipulaba que no se podía cobrar interés de intereses. Con una clara definición a favor de los deudores, quedó anulada la polémica Ley del 10 de Abril de 1834. (Banko, 2016).
De esta forma, con la muerte de la Ley de Libertad de Contratos, inicia también la larga tradición intervencionista venezolana. Setenta años después, la aparición del petróleo en suelos venezolanos estimularía el crecimiento acelerado y desproporcionado del Estado en Venezuela.
Como puede ser imaginado, la Ley del 10 de abril de 1834 generó polémicas entre sus contemporáneos. A pesar del éxito que trajo a la naciente República, el pensamiento económico predominante de la época se manifestó con fuerza contra la Ley y sus principios. Más allá del liberal venezolano Santos Michelena, de clara influencia en la formulación de la Ley (Banko, 2016), pocas voces saldrían en defensa del proyecto liberal-económico venezolano. Por el contrario, la intelectualidad dominante —tanto liberal como conservadora— la censuró y rechazó.
Tomás Lander, el intelectual liberal venezolano, es uno de los que más rabiosamente ataca la Ley de Libertad de Contratos. En un artículo de 1843 embiste:
La ley del 10 de abril de 1834 es inmoral, maliciosa y destructora de la riqueza pública, digan lo que quieran esos escritos vendidos, o mejor dicho pagados, que la promovieron y sostienen. (Lander, 1843)
En su argumentación, establece que la ley “es inmoral porque arma al fuerte contra el débil y al poderoso contra el necesitado, cuando debiera proteger al pequeño y morigerar al grande”. Sin embargo, es éste un argumento insuficiente y tras el cual nos detenemos a cuestionar esa incipiente idea de proteccionismo: ¿aquel a quien llama “débil” es menos capaz, menos humano, menos apto que el “fuerte”?, ¿por qué ha de necesitar una protección si está en sus manos fijar junto con el “fuerte” las condiciones del contrato? ¿Por qué, pudiéndolo hacer con positiva y beneficiosa libertad, tendría que intervenir un tercero —el Estado—?
En una frase, Lander deja muy claro cuáles son los fundamentos de su pensamiento económico. Dice: “La riqueza pública es la suma de las riquezas privadas de todos, o de casi todos los individuos que componen la sociedad.” Confundir la riqueza privada con la riqueza pública con tal ligereza, desdibujarla de esta manera es, por lo menos, escandaloso. La riqueza privada, en tanto manifestación de la propiedad, es una extensión de la libertad misma; está circunscrita a la tríada vida-libertad-propiedad. Si las riquezas privadas conforman la riqueza pública, ¿puede entonces el Estado disponer de las riquezas privadas?; ¿están a disposición del resto de la sociedad?; ¿son, entonces, “de todos” y no de sus dueños? Luego, en una suerte de justificación, cita a Filangieri advirtiendo la aparición del malestar social “si todos los individuos (…) se hallan reducidos por la miseria a un estado de languidez, a excepción de pocos que se encuentran en el estado opuesto…”. Se trata, esta vez, de una variación de la conocida como Falacia de Montaigne, que ha sido desmontada en incontables oportunidades: no es cierto que el enriquecimiento de uno implique el empobrecimiento de otro; de hecho, son las relaciones libres del tipo ganar-ganar, las que estimulan más positivamente el crecimiento económico y el enriquecimiento generalizado.
Finalmente, y en un muy polémico remate que parece profetizar lo que Carlos Marx propondrá unos diez años después, afirma el autor:
Las riquezas no sólo son inútiles sino perniciosas a los pueblos, cuando están mal repartidas; no basta que el legislador las haga entrar en el Estado; es indispensable que piense en el modo de distribuirlas bien. (Lander, 1843).
Solo calificar de inútil y perniciosa a la riqueza, habla ya de los credos del autor. Por supuesto, tal preocupación sobre la supuesta mala repartición de las riquezas, conduce inevitablemente a la oscuridad de la intervención y al círculo vicioso de los controles: el legislador debe hacer que las riquezas “mal repartidas” entren al Estado y, además, debe encargarse, luego, de distribuirlas “bien”. Sugerir que el Estado tiene potestad sobre la riqueza personal y particular, que puede decidir sobre ella —y que además es capaz de hacerlo “bien”—, que puede determinar cómo debe usarse, es de un atrevimiento mayúsculo. Es un ataque violento a la libertad y la propiedad individuales.
Por otra parte, Fermín Toro, el destacadísimo y muy ilustre intelectual conservador venezolano, carga también decididamente contra el proyecto liberal de la Ley del 10 de abril de 1834. En sus Reflexiones sobre la ley, escritas en 1845, empieza por cuestionar la moralidad de la “usura”, afirmando que jamás ha obtenido la “aprobación universal” por el seno de la sociedad, debido a su supuesta inmoralidad (Toro, 1845). La moralidad de los intereses del capital, sin embargo, fue ya resuelta por los escolásticos medievales y, más adelante, por la Escuela Salmantina de Economía: desde Santo Tomás hasta Francisco de Vitoria —pasando especialmente por San Bernardino de Siena—, hay una revisión exhaustiva del tema del interés y la usura, que termina por aprobarse desde un punto de vista moral y económico (Rothbard, 1999).
En adelante, en sus Reflexiones, Fermín Toro desarrolla su visión de la sociedad y defiende una imperiosa necesidad de cuidar la “armonía social”, para lo cual, a lo largo del texto, argumenta insistentemente a favor de la igualdad y otorga un segundo plano a la libertad. En repetidas ocasiones condena los supuestos excesos a los que conlleva el ejercicio de la libertad plena y, por el contrario, elogia la igualdad “necesaria” y vincula a ella la dignidad de la vida humana. Insiste, además, en la superioridad del “interés general” por encima del “interés individual”, fórmula clásica de los más temibles colectivismos. Dice, por ejemplo, que “La libertad absoluta de industria es el despotismo del individuo ejercido sobre la sociedad” (Toro, 1845). Desarrollando, afirma:
Una sabia legislación, (…) dejando a cada individuo el ejercicio de sus facultades, se reserva, sin embargo, el derecho de tuición a favor de los mismos individuos que, reunidos, forman el cuerpo social. (Toro, 1845).
¿Son, acaso, los individuos, eternos menores de edad que necesitan de un tutor? ¿No es contradictorio pensar que los individuos puedan ejercer sus facultades individualmente, pero necesiten de tuición para los asuntos colectivos?
Más adelante, insiste en que el gobierno debe observar
… si no se abusa de la industria, de la libertad, de la riqueza, para causar daños a la sociedad, ejercer extorsiones, oprimir una clase y destruir, en fin, la armonía, que es el alto fin de la organización social. (Toro, 1845).
El culmen de esta argumentación llega cuando afirma que “la libertad no es el fin de la sociedad, y que, como medio o facultad, debe estar subordinada a la igualdad necesaria” (Toro, 1845). Esta afirmación es, cuando menos, provocadora. Recuerda, sin duda, al credo que pronunciarán los comunistas científicos y al casus belli que enarbolarán los socialistas reales. Para responderle, recurrimos a Oropeza (2014), refiriéndose a las Reflexiones de Toro:
Y significa algo muy penoso aseverar hoy cómo, desde este ángulo vital del orden político venezolano y con la procedencia calificada y distinguida del pensamiento de una conciencia ductora de tan vastas dimensiones, se nos hayan podido lanzar al riesgo del extravío los cruciales valores de la libertad del ciudadano, penosamente sacrificados en la fantástica aventura de hacernos a todos iguales por la fuerza. Nadie pudo advertirnos del inmenso y peligroso abismo al cual nos habíamos inadvertida y torpemente aproximado. (Oropeza, 2014).
Aún mostrando su respeto y admiración intelectuales por el “calificado y distinguido” Fermín Toro, el autor advierte, alarmado, la visión que el repúblico desarrolla en sus Reflexiones. Coincidimos con Oropeza, retomando lo dicho algunas líneas atrás: solo la libertad dignifica y abre las puertas al desarrollo individual y colectivo; solo en libertad aparecen los incentivos para que los individuos y las sociedades alcancen su realización. Y sobre todo, insistimos: jamás podrán estar los intereses colectivos por encima de los sagrados intereses individuales.
Se descubren, en las reflexiones de Lander y de Toro, algunos de los orígenes de la aversión criolla a la libertad económica. La Ley del 10 de abril de 1834 es, en definitiva, un lunar en nuestra tradición interventora pero, en ese fugaz intento, en aquellas primeras pinceladas de la República, podremos quizá hallar inspiración para darle un nuevo abrazo a la libertad: para ofrecerle a Venezuela, y a quien lo quiera, un nuevo espíritu liberal que dignifique a la persona humana y que asuma al individuo como único dueño y responsable de su propio destino.
Bibliografía
Academia Nacional de Ciencias Políticas y Sociales. (1982). Leyes y Decretos de Venezuela 1830-1840. Caracas: Academia Nacional de Ciencias Políticas y Sociales.
Arráiz Lucca, R. (2007). Venezuela: 1830 a nuestros días. Breve historia política. Caracas: Alfa.
Banko, C. (2016). Pugnas económicas y tensiones político-sociales en Venezuela (1830-1870). Procesos Históricos. Revista de Historia y Ciencias Sociales , 2-20.
Baptista, A. (1997). Bases Cuantitativas de la Economía Venezolana 1830-1995. Caracas: Fundación Polar.
Brewer-Carías, A. R. (2008). Historia Constitucional de Venezuela. Tomo I. Caracas: Alfa.
Giménez Landínez, V. (1997). Ley de Libertad de Contratos. En F. E. Polar, Diccionario de Historia de Venezuela. Caracas: Fundación Empresas Polar.
Huerta de Soto, J. (2005). Socialismo, cálculo económico y función empresarial. Madrid: Unión Editorial.
Lander, T. (29 de Diciembre de 1843). Notas o Apuntamientos: Diez de Abril. El relámpago .
Oropeza, L. J. (2014). Venezuela: fábula de una riqueza. El valle sin amos. Caracas: Artesano Editores.
Rothbard, M. (1999). Historia del pensamiento económico. Volumen I. El pensamiento económico hasta Adam Smith. Madrid: Unión Editorial.
Toro, F. (1845). Reflexiones sobre la Ley del 10 de abril de 1834.