En Sin ciudadanos no hay democracia concluí desde el punto de vista liberal que «ciudadanía» es primordialmente una categoría política que nos exige clarificar la naturaleza y el alcance de sus poderes. Afirmé que no somos ciudadanos de un país porque nacimos en él y alcanzamos la edad establecida en la ley para ejercer derechos y deberes ciudadanos. El criterio de natalidad supone que personas, como usted y como yo, acordaron ese criterio, con los deberes y obligaciones correspondientes, en un acto público donde justifican su obligación política porque esas personas se reconocen entre sí con el poder para establecerlo. Este razonamiento evita lidiar con esa regresión ad infinitum que representa la tesis positiva del derecho, esto es, la tesis que sostiene que los ciudadanos tienen ese poder para establecer tales criterios porque una norma previa así lo establece, y esa norma previa existe porque fue acordada por ciudadanos que tenían el poder para hacerlo dado que otra norma previamente lo permitía, y así sucesivamente. En otras palabras, si no hay derecho tampoco hay ciudadanía. La tesis política nos invita a considerar lo que nos convierte primeramente en ciudadanos ―o pueblo, como increpaba Jean Jacques Rousseau― con total potestad para decidir y acordar derechos y deberes.
Sin embargo, no vayamos a pensar que la tesis política contradice la jurídica. Al contrario de lo que podría concluirse, la razón jurídica aquí se fundamenta en esa razón política. Somos ciudadanos en virtud de nuestros poderes políticos y legislamos precisamente por ellos. Nadie en su sano juicio admitirá renunciar a su condición ciudadana para asumir una condición de súbdito o de esclavo porque una pretendida legislación así lo aspire, sin antes hacer uso de todo lo que esté a nuestro alcance para impedirlo. La condición de ciudadanía es algo que se afirma de antemano, de una vez y para siempre, si pretendemos debatir cuestiones democráticas, es decir, cuestiones que solo admitimos por mutuo consentimiento. «La misma ley de la pluralidad de los sufragios es resultado de la convención, y supone la unanimidad por lo menos una vez». Imagino que esta famosa sentencia de Rousseau en el texto de un liberal podría extrañar al lector. Pero la traigo a colación porque la genialidad del ginebrino también consideró una unanimidad previa y «convencional» al derecho positivo, buscando un fundamento que pudiera sustituir al que Locke sentó en las bases «naturales» de la razón política. En descargo del primero y en concordancia con el segundo, no hay nada más unánime que lo supuesto por naturaleza.
Empero, considerar la ciudadanía como una categoría política no implica someterla a regateos de intereses ni tampoco a presiones de fuerza. Tampoco confinarla a procesos relativos de la participación política porque si participo mucho o poco en la vida política de una nación, no me convierto en más o menos ciudadano. Según nuestra concepción liberal, somos ciudadanos en virtud de nuestros poderes para concebir un plan de vida digno de vivirse y considerar reglas sociales que así lo permitan. Reafirmamos nuestra libertad cuando elegimos ese plan de vida y haremos lo necesario para verlo realizado. Esa libertad nos conmina a buscar formas sociales que así lo garanticen, sabiendo que solo será posible con el concurso y cooperación de los demás, quienes son tan libres como usted y yo y, por tanto, tan iguales para decidir y establecer legislaciones como usted y como yo. Ser personas con esos poderes es lo que nos permite ser reconocidos como ciudadanos libres e iguales. Con respecto a la libertad, alguien puede apelar que elegir y realizar un plan de vida digno de vivirse es de alguna manera limitar el sentido de la libertad. En efecto, se puede ser libre de muchas maneras, pero todas deben tener el mismo fundamento que hace posible identificarlas con la libertad. Tal vez sea propicio introducir al menos sucintamente la formulación de la libertad de John Rawls que se distingue de la concepción lockeana porque se refiere a una dimensión más amplia y completa de la libertad, en conformidad con esos poderes que denomina «poderes morales».
«…las personas son «libres» porque tienen poderes fundamentales: la facultad de concebir el bien, de tener un sentido de lo justo y de ejercer los poderes del entendimiento, el juicio y la inferencia.»
La libertad entendida como «ordenar actos y disponer de posesiones» con autonomía e independencia exige algún criterio de preferencia que podemos considerar complejo en vista de deliberar y decidir un plan de vida digno de vivirse. Ese criterio de preferencia supone que las personas tienen alguna concepción sobre lo que es bueno para sí mismas que las faculta para decidir entre alternativas de planes de vida. Rawls define ese criterio como la capacidad de tener una concepción de bien que permite guiarnos en el transcurso de la vida. Esa concepción de bien, primer poder que tenemos como personas morales, expresa algún grado de racionalidad porque las personas calculan y evalúan los costos y beneficios de cada plan de vida, en términos de satisfacción, bienestar y felicidad. A la par y afín con la tradición contractualista, Rawls asevera que nuestras apetencias racionales se encuentran ante las pretensiones racionales de los demás, haciendo necesario que nos pongamos de acuerdo sobre cómo armonizar nuestras diversas concepciones de bien. Esa facultad que nos permite ponernos de acuerdo con los demás la denomina sentido de la justicia y expresa, por su parte, un segundo poder moral con algún grado de razonabilidad porque limitamos nuestras apetencias racionales cuando consideramos los términos más equitativos para la cooperación social Finalmente, las personas también tienen facultades de entendimiento, juicio e inferencia que Rawls identifica como los poderes de la Razón, indispensables para el pleno ejercicio de los poderes morales. Luego, las personas son «libres» porque tienen esos poderes fundamentales, es decir, la facultad de concebir el bien, de tener un sentido de lo justo y de ejercer los poderes del entendimiento, el juicio y la inferencia. Una concepción de libertad, como puede verse, más robusta. Desde este punto de vista, la ciudadana consiste en reconocer en cada ciudadano «iguales» poderes, «cuando menos en el grado mínimo necesario para ser miembros plenamente cooperadores de la sociedad». Una perspectiva ciudadana de inspiración kantiana, pero totalmente consistente con Locke.
«El sentido de lo justo y los poderes de la Razón plantean a su vez otra gama de problemas insoslayables para la democracia que el liberalismo también debe satisfacer.»
Concebir al sujeto de la democracia desde esas perspectivas liberales invita a considerar la ciudadanía como una condición política emanada por poderes inherentes de las personas que fundamenta el orden jurídico constitucional de la democracia. Si algún propósito tiene la democracia como un sistema de reglas institucionales es preservar el ejercicio de esos poderes ciudadanos en términos que puedan ser aceptados como justos para todos. Esta concepción liberal de ciudadanía plantea un conjunto de nuevos problemas que la democracia de nuestro tiempo debe atender. Por ejemplo, con respecto al poder de una concepción de bien, el pluralismo que supone esta ciudadanía es muy distinto al que suponíamos en las discusiones democráticas de los 70’ y los 80’. Ya no se trata de un pluralismo de intereses o de una poliarquía de corporaciones, como de una diversidad de concepciones de bien que seguramente serán más escépticas e incompatibles entre sí, generando problemas de radicalismo y de intolerancia. Esas mismas concepciones de bien producirán discordias y controversias de comprensión y de obediencia en las reglas de los sistemas sociales de cooperación. Se introducirán privilegios a favor de concepciones de bien dominantes en los procesos de creación de normas, papeles y valores, generando desviaciones hacia la explotación o la sumisión social. Hasta se podría llegar a lo que Rawls denomina el «hecho de la opresión», es decir, que una camarilla obtenga el poder del Estado para imponerle por la fuerza a los demás su particular concepción del bien, del mundo y de la vida. Lo que el filósofo de Harvard llamó una «doctrina comprehensiva». El sentido de lo justo y los poderes de la Razón plantean a su vez otra gama de problemas insoslayables para la democracia que el liberalismo también debe satisfacer.
Por eso es de primera importancia para una concepción liberal de ciudadanía que se fundamente en los poderes de las personas, y no de las necesidades estratégicas del régimen político y sus corporaciones, considerar bajo cuales principios e instituciones es posible una sociedad democrática que pueda solventar esos problemas, con un margen razonable de estabilidad política. En otras palabras, bajo cuales supuestos es posible sustentar la obligación política por consentimiento que supone la democracia, bajo esta nueva concepción de ciudadanía. Estoy consciente que se han hecho formidables intentos teóricos que han generado algunas controversias ―aún en discusión― sobre lo que John Gray denominó «Las dos caras del liberalismo», donde contrasta el «consenso racional» de tipo rawlsiano con el modus vivendi de inspiración hobbesiana. Como ambas caras me abrigan algunas dudas, en adelante los invitaré a explorarlas conmigo, con el propósito de vislumbrar, si es posible, una nueva y necesaria cara.