Democracia hoy
La imagen idílica de la democracia ateniense que nos presenta el Discurso Fúnebre de Pericles, recogido o recreado por Tucídides, ocupa un lugar en el mundo moderno como referencia clásica en torno a la idea original de democracia. Lo cito porque en su defensa de la sociedad ateniense, el Pericles de Tucídides lista, como elemento esencial del funcionamiento democrático, a la deliberación pública. De ahí que tengamos esa idea grandiosa de lo que fue la democracia ateniense, en la que el famoso demos ejercía poder sobre sí mismo a través de la deliberación. Pero ¿qué quiere decir hoy, después de todo, el venerable término griego “democracia”? Demócratas son Chávez y Carlos Andrés Pérez; Putin, Merkel, Tsipras y Macron; Jaime Bayly y Residente, Vargas Llosa y Chomsky. ¿Acaso queda alguien que no sea demócrata? ¿De qué hablamos cuando hablamos de democracia?[3]
Una de las trabas que podemos identificar de entrada, si prestamos atención, es que en cualquier discusión arbitraria sobre democracia se suelen confundir dos sentidos importantes. Por un lado se habla de democracia como una forma de organización y legitimación política, y por el mismo lado se habla de democracia como una técnica de gobierno y una práctica administrativa (es este último sentido el que suele predominar). Esto es una confluencia de dos espacios conceptuales distintos: un espacio jurídico—político por un lado, y un espacio económico—administrativo por el otro. Citando a Giorgio Agamben, la democracia “designa tanto a la forma de legitimación del poder como a las modalidades de su ejercicio”,[4] tanto a lo que justifica públicamente al soberano como a su modus operandi. Esta confluencia produce un entendimiento de lo que quiere decir gobernar desde la perspectiva de un poder ejecutivo en términos económico-administrativos, y el espacio jurídico-político queda usualmente relegado a la academia y la intelectualidad. La tendencia de pensar al gobierno desde la perspectiva de un simple poder ejecutivo en términos económico—administrativos (el líder politico como manager) es quizás uno de los aspectos más lamentables de la política en nuestros tiempos.
La pérdida de la dimensión política—moral de nuestros gobiernos se podría explicar a través de fallas en los procesos de deliberación (por no decir su ausencia absoluta). Nos acostumbramos a delegar la toma de decisiones a representantes, y la participación activa —incluso cuando la deseamos— es difícil de imaginar. ¿Cómo podemos entender lo que es una deliberación genuina en el contexto de hoy? Quizás a partir de esta pregunta podríamos comenzar a pensar la democracia.
El concepto de deliberación pasa por muchas iteraciones de la mano de Aristóteles, Carl Schmitt, y Hannah Arendt, por mencionar a algunas, antes de llegar en 1980 a Joseph Bessette, quien introduce en el contexto académico angloparlante el término deliberative democracy.[5] Esto marca el inicio de un giro en la teoría política contemporánea desde el cual la idea de una “democracia deliberativa” atraería atención y se debatiría como posible alternativa a las concepciones de democracia existentes.[6]
«Son muchos los que han contribuido al debate y a la articulación de esta idea de democracia deliberativa, pero es el trabajo de Jurgen Habermas el que por encima de otros se ha establecido como referencia teórica central.»
El auge responde indiscutiblemente al acrecentado sentimiento de fracaso en torno a las implementaciones de la democracia liberal representativa. Y aunque evidentemente es difícil entender exactamente cómo se puede enmarcar al caso venezolano dentro de la tendencia global de fracaso democrático,[7] lo que sí compartimos con otros, y con más urgencia, es la necesidad de repensar la democracia para una futura implementación. Son muchos los que han contribuido al debate y a la articulación de esta idea de democracia deliberativa, pero es el trabajo de Jurgen Habermas el que por encima de otros se ha establecido como referencia teórica central. Quisiera entonces presentar de manera introductoria el aporte de Habermas, su contribución al pensamiento político, y en particular sus implicaciones para el entendimiento de la democracia, de modo que podamos pasar a las posibles implementaciones de un modelo democrático que logre solventar los fracasos de la democracia liberal.
No es tarea fácil y sin duda pecaré de error y de simplificación. Exige tocar varios aspectos de la obra de Habermas que juntos se articulan hacia una teoría social, ética y política. Después de todo Habermas es para muchos el último de los grandes pensadores sistemáticos. La metodología de articular al pensamiento en un gran sistema que busque ser consistente, con implicaciones que se extiendan prácticamente a la totalidad de la vida humana, fue poco a poco abandonada durante el siglo XX para darle paso a la hiper-especialización profesional académica. Pero con Habermas (como con Spinoza o Hegel) es difícil entender las implicaciones de una parte del sistema si no se tiene una idea de cómo se engrana con las otras. Mi objetivo en esta serie de entregas no es adentrarme en las complejidades del sistema, sino presentarlo de manera general, con el fin de hacerlo participar en el debate sobre la posibilidad de una futura democracia en Venezuela.
Ahora bien, la pieza central e indispensable de este sistema, el ancla de su pensamiento maduro, es la famosa “teoría de acción comunicativa”, publicada en dos volúmenes en 1981 bajo el título Theorie des kommunikativen Handelnsdes. Es desde el marco teórico de esta obra que después construye su teoría crítica social, su ética discursiva y su defensa de la democracia deliberativa. Pero antes de entrar en la teoría de acción comunicativa quisiera primero enmarcar a Habermas en su contexto histórico, como figura principal de la segunda generación de lo que se conoce como la Escuela de Fráncfort.
La Escuela de Fráncfort
El término se refiere a un grupo de filósofos, sociólogos, críticos y psicólogos sociales asociados de alguna manera u otra al recién fundado Instituto de Investigación Social de Fráncfort. En contra de las corrientes predominantes del momento (tanto el neokantianismo europeo como el positivismo lógico anglo-austríaco) este grupo de pensadores compartían a grosso modo un marco teórico basado en el pensamiento dialéctico de Hegel y Marx. El programa del instituto, y hay que recordar que se encontraban en la República de Weimar (1919—1933), buscaba responder tanto al fracaso del proyecto comunista en Europa occidental (donde Marx predijo que se materializaría) como a la ascendencia del fascismo en Alemania.
En función de esta tarea, el director del instituto, Max Horkheimer (1895—1973), se propuso desarrollar una nueva metodología interdisciplinaria que pudiera suplementar al marco teórico hegeliano—marxista con herramientas del psicoanálisis, de la antropología, de la crítica literaria, las ciencias sociales empíricas, y la sociología (sobre todo la de Max Weber). El resultado fue lo que se bautizó teoría critica. En contraposición a la “teoría tradicional”, esta nueva teoría sería reflexiva su historicidad, y tomaría consciencia de su rol no sólo en el entendimiento de la realidad, sino especialmente en la transformación de la misma.[8] En concepción se podría decir que fue un programa fiel a la onceava tesis,[9] y que a pesar de atacarlo mantenía cierta afinidad con el proyecto general de la Ilustración: de introducir al mundo con objetivo emancipador a la razón. Tenían la convicción de que la razón, en forma de actividad teórica propiamente llevada, era capaz de evitar el retorno a la “barbarie” que se veía venir en Europa con la consolidación de los gobiernos autoritarios.
«Su efectividad como concepto podría deberse a que el autoritarismo lograba encapsular bajo un solo término a los dos grandes enemigos de la democracia liberal: el fascismo y el comunismo soviético»
Hay que recordar que durante el periodo de entreguerras, este matrimonio entre autoritarismo e Ilustración no surgió únicamente de la Escuela de Fráncfort. Por un lado, el “autoritarismo” surge como concepto central del pensamiento político a mediados del siglo XX, con obras como The Road to Serfdom (1944) [Camino de sevidumbre] de Friedrich Hayek, The Open Society and Its Enemies (1945) [La sociedad abierta y sus enemigos] de Karl Popper, y The Origins of Totalitarianism (1951) [Los orígenes del totalitarismo] de Hannah Arendt. Su efectividad como concepto podría deberse a que el autoritarismo lograba encapsular bajo un solo término a los dos grandes enemigos de la democracia liberal: el fascismo y el comunismo soviético. Al mismo tiempo, el término “la Ilustración” (con mayúscula) comenzaba a ser utilizado para referirse a un período específico de la historia Occidental, asociado particularmente al pensamiento de Voltaire, Rousseau, Diderot, etc, e interpretado como origen histórico de la razón moderna. Naturalmente, muchos intelectuales que habían nacido alrededor de la vuelta del siglo comenzaron a pensar sobre la relación entre estas dos ideas organizadoras del discurso contemporáneo. El planteamiento de que la Ilustración era al menos parcialmente responsable de las atrocidades del siglo XX se dio no sólo en la izquierda con la Escuela de Fráncfort; intelectuales liberales como Isaiah Berlin (1909-1997) y Jacob Talmon (1916-1980), y conservadores como Eric Voegelin (1901-1985) y Michael Oakshott (1901-1990), también publicaron obras importantes que lidian con esta problemática.[10]
Al centro de todas estas discusiones se encontraba el concepto de racionalidad y su rol en el desarrollo de las sociedades modernas. Desde el punto de vista de la Escuela de Fráncfort, el pensador por excelencia de esa relación había sido Weber, cuya influencia dentro del instituto sería comparable solo a la de Marx. En su interpretación de la acción social, Weber distingue entre cuatro tipos de racionalidad que guían a las acciones sociales:
La acción social, como toda acción, puede ser: 1) racional con arreglo a fines: determinada por expectativas en el comportamiento tanto de objetos del mundo exterior como de otros hombres, y utilizando esas expectativas como «condiciones» o «medios» para el logro de fines propios racionalmente sopesados y perseguidos. 2) racional con arreglo a valores: determinada por la creencia consciente en el valor -ético, estético, religioso o de cualquiera otra forma como se le interprete- propio y absoluto de una determinada conducta, sin relación alguna con el resultado, o sea puramente en méritos de ese valor. 3) afectiva, especialmente emotiva, determinada por afectos y estados sentimentales actuales, y 4) tradicional: determinada por una costumbre arraigada.[11]
De estas cuatro, las primeras dos probaron ser categorías profundas y de influencia amplia: la tensión entre la racionalidad instrumental o con arreglo a fines (zweckrationalität) y la racionalidad valorativa o con arreglo a valores (wertrationalität) adquiere centralidad para el entendimiento de los procesos sociales de la modernidad, y sería rearticulada y desarrollada tanto por Horkheimer y Adorno como por Habermas. Por su parte, la tesis de Weber sobre el desencantamiento (Entzauberung) del mundo: la desvalorización de lo místico y la racionalización cultural que caracterizan a las sociedades modernas, burocráticas y seculares de Occidente, abrió las puertas para las interpretaciones ambivalentes del racionalismo de la Ilustración como desarrollo social positivo y negativo a la vez.
«La teoría crítica tenía la ventaja de haber heredado de Hegel y Marx una epistemología dialéctica, en la que la realidad y nuestras teorías sobre ella se entienden como inseparables…»
En el campo epistemológico, la nueva teoría crítica de Horkheimer respondía a las deficiencias metodológicas de lo que llamaban a modo general el positivismo (haciendo alusión al positivismo lógico del Círculo de Viena).[12] Desde el punto de vista del instituto, el positivismo estaba caracterizado por la postura de que nuestras teorías, tanto en las ciencias naturales como en las ciencias sociales, funcionan esencialmente como modelos para representar una realidad que es ontológicamente independiente de las teorías que la describen. La teoría crítica tenía la ventaja de haber heredado de Hegel y Marx una epistemología dialéctica, en la que la realidad y nuestras teorías sobre ella se entienden como inseparables: el mundo y las formas de ver al mundo son parte de un proceso histórico continuo en el que se determinan recíprocamente. Hacer teorías es hacer mundos, y tomar consciencia de este proceso ponía a la teoría crítica en una posición de ventaja epistémica en relación a la teoría tradicional.
El ascenso al poder del nazismo en Alemania obligó al instituto —de miembros en su mayoría judíos— a trasladarse en 1933 primero a Ginebra y luego a los Estados Unidos, en donde se encontraron cara a cara con el capitalismo fordista de producción masiva, y procesos sociales muy distintos a los experimentados en Europa. El panorama mediático dominado por Hollywood, las agencias de publicidad, las empresas de telecomunicaciones, etc, imponían nuevos retos para el proyecto de una teoría crítica.
Lo que el individuo consideraba deseable para su sociedad estaba siendo determinado cada vez más por la producción y difusión de material cultural que encapsulaba ideas políticas (sabiéndolo o no) que promulgaban la continuidad de la expansión del capital—la cual no siempre se alineaba al proyecto emancipatorio de la Ilustración. La reconciliación (Versöhnung) entre el individuo y su contexto sociopolítico que según Hegel había alcanzado el hombre moderno, resultaba ser, ante ojos como los de Horkheimer y Adorno, todo lo contrario: una forma de alienación masiva hecha posible por la industria cultural. Añadida esta experiencia a lo que pasaba entonces en Europa, el proyecto va cambiando de rumbo hacia el desarrollo de un marco teórico que permita entender la ya inminente regresión. Se sintieron testigos de la autodestrucción del proyecto emancipador de la Ilustración y de su culminación totalitaria—y lo entendieron como consecuencia conceptual del proyecto racionalizador. Así lo que había sido optimismo le da paso a un pesimismo profundo, y en 1947 aparece la Dialéctica de la Ilustración, quizás la obra más representativa de la primera generación del instituto, en la que se presenta un análisis desesperanzador de la Ilustración y sus prospectos.
La Dialéctica de la Ilustración de Horkheimer y Adorno marca un punto de inflexión en el programa de la teoría crítica y el lugar de partida para los que seguirían trabajando dentro de esta tradición (el más prominente de los cuales sería Habermas). El primer capítulo, Concepto de Ilustración,[13] abre con una expresión clara del sentimiento general:
La Ilustración, entendida en el sentido más amplio como el progreso del pensamiento, ha perseguido siempre el objetivo de liberar a los hombres del miedo para instalarlos como maestros. Pero la tierra completamente ilustrada brilla en señales de calamidad triunfante.[14]
Si existe alguna forma de caracterizar brevemente al proyecto de la Dialectica de la Ilustración y de la Escuela de Fráncfort en general durante el comienzo de los 40 sería algo como lo siguiente: el análisis crítico del colapso de la razón. Para entender este proceso Adorno y Horkheimer argumentan (apoyados sobre Weber) que la razón colapsa sobre sí misma gracias a la influencia desproporcionada de sus aspectos instrumentales. En el prefacio de Crítica de la Razón Instrumental, publicado originalmente en inglés como Eclipse of Reason y basado en una serie de charlas presentadas en la Universidad de Columbia en 1944, Horkheimer presenta el objetivo reformado de la teoría crítica:
Las reflexiones presentadas en este libro buscan vincular el callejón sin salida de la filosofía actual con el dilema concreto de la visión de la humanidad hacia el futuro… Su objetivo es el de investigar el concepto de racionalidad que sustenta a nuestra cultura industrial contemporánea, para descubrir si este concepto tiene defectos que lo hagan esencialmente vicioso.[15]
El análisis crítico en primer lugar revela el carácter de la racionalidad contemporánea:
Está esencialmente interesada en medios y fines, con lo adecuado que sean procedimientos hacia propósitos que ya están más o menos aceptados o son supuestamente evidentes. Le da poca importancia a la pregunta sobre si los propósitos son en sí razonables. En caso de preocuparse en lo absoluto sobre fines, asume de antemano que estos también son razonables en el sentido subjetivo, es decir, que le sirven al sujeto en relación a su supervivencia… La idea de que un fin pueda ser razonable por sí mismo, en base a virtudes que la perspicacia revela que posee en sí mismo— sin referencia a alguna ganancia o ventaja subjetiva, es totalmente ajena a la racionalidad subjetiva … [16]
«La racionalidad resulta estar intrínsecamente ligada al impulso de dominación, tanto de la naturaleza como de otros seres humanos…»
Según Horkheimer y Adorno el mundo moderno industrializado y burocrático se forma a través de un proceso de racionalización mediante el cual toda la razón queda reducida a la racionalidad instrumental. A medida que esta se sedimenta en instituciones y prácticas sociales entrando al siglo XX, más y más aspectos de nuestra vida y de nuestra forma de ver al mundo se ven invadidos por su lógica. Así mismo, el auge de la ciencia y la tecnología se interpretan como manifestaciones del proyecto instrumental de dominar a la naturaleza en función del cálculo de la autopreservación. La racionalidad resulta estar intrínsecamente ligada al impulso de dominación, tanto de la naturaleza como de otros seres humanos. La cultura por su parte se asimila al modelo industrial de producción masiva y homogeiniza lo que antes era diferenciado. En fin, la racionalidad instrumental adquiere carácter totalizador.
Ahora bien, si es cierto que estas preocupaciones ya ocupaban un lugar central en el trabajo que salió del instituto durante los 30, también es cierto que algo fundamental había cambiado. Mientras que en un principio fue la irracionalidad la fuente de problemas —por lo que se esperaba que las soluciones surgieran del incremento de racionalidad en las metodologías de las ciencias sociales— era ahora la racionalidad misma la que estaba siendo acusada y condenada. El veredicto parecía ser que la racionalidad, aquella luz de la Ilustración que prometía la emancipación del ser humano, había sido siempre defectuosa, con tendencia inevitable a los autoritarismos del siglo XX. Además, en vista de su naturaleza autodestructiva, incluso la posibilidad de una crítica racional de la razón misma quedaba descartada. Así, los del programa inicial del instituto, el de desarrollar una teoría crítica que hiciera uso de herramientas racionales para impulsar la emancipación del ser humano, se habían quitado su propia alfombra de los pies.
Una nueva esperanza
Para el joven Habermas, esta aporía pesimista en la que habían quedado Adorno y Horkheimer era una señal de que hacía falta un cambio de paradigma para las ciencias sociales y la teoría crítica. Desde su primera obra, La transformación estructural de la esfera pública (1962), se percibe la intención de resolver los problemas que había heredado de la primera generación, y de hacerlo sin dejar de ser fiel al espíritu original del instituto. Se propone entonces ofrecer una mejor explicación del proceso de racionalización del mundo, una que tuviera más fundamento empírico y que evitara lo que luego consideraría errores conceptuales en la Dialéctica de la Ilustración. Su apuesta para la actualización de la intención emancipatoria de la teoría crítica se encontraban en el ideal de una política democrática. Es por eso quizás que se interesa por el concepto de la esfera pública, pues identifica en el surgimiento histórico de esta categoría el fundamento que abre la posibilidad de tener discusiones racionales libres entre iguales. Habermas también se interesaría más que Adorno y Horkheimer en los problemas de implementación, es decir, en pensar instituciones que sean capaces de proteger a la esfera pública de esa tendencia totalizadora que sus precursores habían identificado como elemento inevitable de la racionalidad instrumental.
La respuesta estructurada a esta problemática llegaría casi dos décadas después con la publicación de su teoría de acción comunicativa. Con ella Habermas articula rigurosamente su pensamiento y responde con claridad a la Dialéctica de la Ilustración —abriendo el camino para un cambio de paradigma en la filosofía crítica. La estrategia general sería la de ofrecer, al mismo tiempo, tanto una revisión del concepto de racionalidad como una reconstrucción de las teorías sociales sobre la modernidad. Esto le permitirá asimilar los peligros de la racionalidad instrumental sin necesidad de caer en la aporía pesimista, y de cierta forma revitalizar al proyecto emancipador de la Ilustración (incluyendo cierta fe en la racionalidad) a través de una teoría crítica social renovada.
[1] Todas las traducciones son mías a menos que se indique lo contrario.
[2] Thucydides, ., Warner, R., & In Finley, M. I. (1972). History of the Peloponnesian War. Harmondsworth, Eng: Penguin Books.
[3] Para una excelente reflexión sobre la democracia como significante vacío, ver Brown, W. (2010). We are all democrats now… Theory & Event 13(2).
[4] Agamben, G. (2009). Note liminaire sur le concept de démocratie. En Démocratie, dans quel état? . Paris: La Fabrique Editions. Agamben traza la ambigüedad en el uso del término “democracia” a la anfibología del término griego politeia.
[5] Bessette, J. M. (1980) Deliberative Democracy: The Majority Principle in Republican Government. En Goldwin, R. A. and Schambra, W. A. (Eds.), How Democratic is the Constitution? Washington, DC: AEI Press, pp. 102–16.
[6] Dryzek, J. S. (2000). Deliberative Democracy and Beyond: Liberals, Critics, Contestations. Oxford: Oxford University Press.
[7] Una posibilidad que parece ser factible (pace Fukuyama) es la hipótesis del ascenso de regímenes híbridos después de la Guerra Fría. Ver Levitsky, S. & Way, L. (2002) The Rise of Competitive Authoritarianism. Journal of Democracy, 13(2), 51—65.
[8] Horkheimer, M. (1937). Traditional and Critical Theory. En Critical Theory: Selected Essays. New York: Continuum Publishing Corporation, 1975.
[9] “Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modo el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo.” Marx, K. (1845). Tesis sobre Feuerbach . Recuperado de: https://www.marxists.org/espanol/m-e/1840s/45-feuer.htm
[10] Para un excelente y más extensa discusión sobre estas y otras corrientes de “contra-ilustración”, ver Gerrard, G. (2006). Counter-Enlightenments: From Eighteenth Century to the Present. Abingdon: Routledge. Especialmente relevante para nuestra discusión es el capítulo 6, Enlightened totalitarianism [Totalitarismo ilustrado].
[11] Weber, M. (1964). Economía y Sociedad. Madrid: Fondo de Cultura Económica. pp. 20
[12] Cabe destacar que en las disputas sobre la metodología de las ciencias sociales que se dio en Alemania en los 60, los representantes del “positivismo crítico”, como Karl Popper y Hans Albert, también venían de un rechazo de aspectos importantes del positivismo lógico de Viena. Pensar en Popper, por ejemplo, como un “positivista” sería ignorar su orientación fundamental como crítico del positivismo.
[13] La primera versión de la Dialéctica de la Ilustración entró en circulación a allegados del Instituto de Investigación Social a finales de 1944 bajo el título Philosophische Fragmente, el primer capítulo del cual se llamaba Dialektik der Aufklärung (Dialéctica de la Ilustración). El libro como lo conocemos hoy se publicó en 1947 como Dialektik der Aufklärung y el primer capítulo tomó el nombre de Begriff der Aufklärung (Concepto de Ilustración).
[14] Horkheimer, M., Adorno, T. W. (2002). Dialectic of enlightenment: Philosophical fragments. (Schmid, N. G. Trans.). Stanford: Stanford University Press.
[15] Horkheimer, M. (1974). The Eclipse of Reason. New York: Oxford University Press. Preface.
[16] Ibid. Ch.1.