El colapso del sistema político venezolano en 1998 fue sorpresivo por su velocidad y por el camino que tomó el país inmediatamente después, no tanto porque se desconocieran las grietas que venían desquebrajándolo desde al menos una década atrás. La incapacidad de la dirigencia para revertir su declive, como el entusiasmo de la mayor parte de la población para demolerlo, votando una y otra vez por lo que fuera que Hugo Chávez propusiera, indicaban que algo bastante peor que todo lo pensado había estado anidándose dentro de la hasta entonces considerada “democracia modelo” de América Latina. Por eso la academia se volcó a tratar de explicar el proceso, en no pocos casos, hay que admitir, frotándose las manos: para la izquierda era la gran venganza de una de sus derrotas claves durante la Guerra Fría, la de la guerrilla venezolana, y la ilusión de que, después de la Caída del Muro de Berlín, las revoluciones más o menos izquierdistas (la declaratoria oficial del socialismo hubo de esperar a 2007) aún eran posibles. Eran comunes los investigadores europeos y norteamericanos entusiasmados con lo que parecía el triunfo final del “Buen Revolucionario”, granjeándole no pocos apoyos internacionales.
A veinte años de la llegada de Hugo Chávez al poder las cosas han cambiado en casi todos los sentidos. No sólo el “Buen Revolucionario” lo sigue pareciendo tanto, sino que ya hemos estudiado su revolución y vivido lo suficiente sus desarrollos, como para que el foco de nuestras preguntas se hayan desplazado de por qué se vino abajo aquella democracia, a cómo fue posible que se haya sostenido por tanto tiempo. Incluso a por qué todavía un porcentaje altísimo de los venezolanos (más de un 70%, según el Latinobarómetro de 2017), sigan apostando a este modelo, más allá de que no todos piensen en lo mismo a la hora de explicar en qué debería consistir. Alrededor de ese 50% está convencido de que Hugo Chávez es el ejemplo de una democracia ideal.
La democracia venezolana, tanto en el sentido restringido del sistema que imperó de 1958 a 1998, como en uno más amplio de la concepción sobre las normas –instituciones– que deben regular en la sociedad, es un caso con grandes potencialidades para la reflexión teórica sobre el tema. Desde la perspectiva del public choice o desde la marxista, que en última instancia se basan en lo mismo (que los individuos o las clases toman decisiones de forma racional con base en sus intereses) es relativamente fácil entender por qué en los años noventas se hizo un esfuerzo mayoritario para echarla abajo, indistintamente de que, como se probó, en demasiados casos hubo una lectura equivocada de qué podía ser mejor para su conveniencia; pero no lo es tanto para explicar por qué sesenta años antes eso que la historiografía ha llamado proyecto democrático logró abrirse camino en la sociedad venezolana de entonces, hasta imponerse finalmente en 1958.
«Si en las sociedades de libre mercado los agentes gubernamentales y los rent-seekers se combinan para monopolizar la renta, estos agentes no tienen incentivos para compartir esa renta (el poder)»
Repasemos lo primero. Hoy parece claro que en una sociedad de “reclamadores de renta” (rent-claimants), estructurada en torno a un Estado que es el dueño absoluto de la misma, la democracia sólo es posible en la medida en la que aquellos que tienen el control de esa fuente, casi única, de recursos decidan delegar o ceder cuotas de su poder en los otros sectores de la sociedad. Es decir, que acepten las reglas de un juego democrático porque lo consideren conveniente por las razones que fuera. Si en las sociedades de libre mercado los agentes gubernamentales y los rent-seekers se combinan para monopolizar la renta; donde ese mercado no existe o sólo lo es en términos subordinados a lo que se permite que circule de la renta petrolera (lo que Asdrúbal Baptista ha llamado capitalismo rentístico), estos agentes no tienen incentivos, digamos, externos, para compartir esa renta (el poder) y pueden derivar fácilmente hacia alguna forma de autocracia en mayor o menor medida “depredadora”, como en efecto pasó en Venezuela. Recuérdese que en Venezuela no hablamos de rent-seekers, sino de personas que en vez de buscarla, se limitan a reclamarla del Estado.
Aunque -y este es un dato relevante- el sistema fundado en 1958 no terminó de adquirir plenamente estas características hasta después de la serie de estatizaciones de los años setentas (las industrias petrolera, minera, eléctrica y el Banco Central), las razones para establecer una democracia veinte o sobre todo cuarenta años atrás, cuando el modelo se popularizó como aspiración, eran también débiles. Hacia 1935 no sólo la democracia liberal estaba desprestigiada en el mundo por su aparente incapacidad para atajar la crisis económica mundial (los fascistas y la Unión Soviética parecían estarlo haciendo mejor), sino que en Venezuela el colapso del orden del Partido Liberal Amarillo a finales del siglo XIX e inicios del XX había desprestigiado todo lo que sonara a liberalismo, al menos en su aspecto político. En el económico e incluso jurídico el Estado Liberal se había terminado de construir en las tres décadas anteriores, pero las jóvenes promociones, más o menos socialistas o en todo caso intervencionistas, también consideraban que la economía de libre mercado estaba muerta, como por ejemplo afirmó Arturo Uslar Pietri en la fundación de la Escuela de Economía de la Universidad Central de Venezuela. Así las cosas, ni la elite que venía dirigiendo el Estado, ni las compañías extranjeras que tenían la economía en sus manos (petróleo), ni las mayorías campesinas (sobre el 60% de la población), tenían intereses claros en que las cosas cambiaran, bien por mantener un estatus que les convenía (a los dos primeros), o bien por falta de conciencia política (a las terceras).
«La democracia permitiría a todos participar en el proceso de toma de decisiones y establecer reglas claras en aspectos como el crédito y la administración de justicia»
Los únicos interesados reales en la democracia eran los miembros de las clases medias que necesitaban reglas claras en cuyas decisiones pudieran incidir, que se sentían acoquinados por la alta burguesía nacional, que les controlaba los créditos, y por la política caudillista, que podían disponer de sus bienes tan pronto lo decidieran. No debe extrañar que fueran hijos de tenderos, abogados, médicos o funcionarios de provincia, como Jóvito Villalba, Rómulo Betancourt y Raúl Leoni los que diseñaron entonces eso que el Partido Democrático Nacional (PDN), de los dos segundos, llamaron alrededor de 1937 la Revolución democrática. La democracia permitiría a todos participar en el proceso de toma de decisiones y establecer reglas claras en aspectos como el crédito y la administración de justicia; su gran éxito fue convencer a las masas campesinas de que ese modelo también les beneficiaba a ellas y en la medida en la que la clase media se fue expandiendo, hubo cada vez más gente interesada en un sistema de esas características. Pero junto a eso había otra cosa: una tradición centenaria de ideales democráticos en los que se había insistido más allá de que no se hubieran podido poner realmente en práctica. Como señaló el historiador Germán Carrera Damas en su ensayo “La larga marcha hacia la democracia venezolana”, publicado en 1999 para responder a lo que a él (y sólo a unos cuantos más) les resultaba claro: que no sólo la democracia, sino ya la república toda estaba en peligro.
La tesis de Carrera Damas es que, pese a los obstáculos y los retrocesos, un conjunto de ideales democrático-liberales habían logrado perseverar desde 1810, al menos en las leyes, los discursos y la educación cívica, es decir, lo que hubiera de ella. De ese modo, aunque los jóvenes de 1930 despreciaban al viejo Partido Liberal (y con razones de peso por su desempeño ruinoso al final y por los errores e inconsecuencias de sus líderes frente al gomecismo) la herencia de sus programas estaba más viva en ellos de lo que se hubieran imaginado. A la hora de plantearse cómo habría de ser el país ideal, respondían con las ideas de 1811 o 1864: Estado de Derecho, equilibrio de poderes, libertades individuales y elecciones libres. Lo que Eleazar López Contreras y su equipo (de nuevo Uslar Pietri entre ellos) puso en su famoso Programa de Febrero (1936): hacer efectivo lo que habían venido diciendo las leyes; eso, ampliado a los intereses de las nuevas clases sociales en ascenso y combinado con ideas más contemporáneas, es justo lo que Betancourt y Leoni proponían con la Revolución democrática. En el primer caso, lo harían las elites, en el segundo las mayorías; en el primero asociado a ideas de raza y evolución ya demodé y poco atractivas para quienes querían cambios rápidos y no podían, café-con-leche como somos, estar contentas con las tesis racistas de un Alberto Adriani, por sólo nombrar al más radical de todos; en el segundo, asociado a la revolución y las ideas de clase. No debe extrañar que a la larga ganaran los del PDN.
«El enorme poder que les daba el control y la repartición de la renta, fue direccionado en cooptar el apoyo de las masas cada día más urbanas y que veían en la democracia una posibilidad de ascenso social»
Cuando en 1958 alcanzan el poder los del proyecto democrático después de un ensayo fallido (1945-58) y diez traumáticos años de dictadura anteriores, este grupo logra convencer al resto de las elites de la conveniencia de su propuesta. Aunque el contexto de la Guerra Fría y la decisión que paralelamente habían tomado los Estados Unidos de ensayar en Venezuela una democracia modelo como vacuna contra la expansión cubana en el Caribe, apuntaló una opción que sin el apoyo norteamericano hubiera sido imposible entonces, el hecho es que la democracia se mantuvo porque así lo decidió en conjunto la elite política, empresarial, eclesiástica, sindical y en menor medida militar e intelectual, en lo que Juan Carlos Rey llamó el sistema populista de conciliación de elites. El enorme poder que les daba el control y la repartición de la renta, fue direccionado en cooptar el apoyo de las masas cada día más urbanas y que veían en la democracia una posibilidad de ascenso social, en impulsar un empresariado nacional que algún día asumiría el liderazgo económico, en fomentar el desarrollo material e intelectual del país y en hacer que la democracia en sí misma resistiera a sus poderosos enemigos, generando consensos a través de la renta. Se quería que hubiera empresarios, sindicatos, elecciones, medios de comunicación privados, escuelas, y por eso se empleaba la renta para ello.
Naturalmente, se pueden hacer algunas matizaciones si no queremos dejarlo todo a los valores de la elite política. Puede decirse que el agente del Estado se beneficiaba de este sistema garantizándole el poder y la renta, más allá de que hubiera podido reconducirlo hacia otra cosa para gozar de ambas formas en términos aún mayores. También que en el contexto de la Guerra Fría y de la lucha guerrillera no parecía razonable redireccionar los recursos, pero el punto es que a partir de las enormes victorias de los sesentas, que con la rendición de la guerrilla en 1969 y la estatización de la industria petrolera en 1976, le quitó a la dirigencia política sus únicos reales contrapesos externos, en adelante la decisión sólo empezó a depender del compromiso con que las cosas fueran así (compromiso que se fue reblandeciendo en los siguientes años y que desapareció en 1998). Esa es la diferencia fundamental con lo que había ocurrido antes.
Es que estamos ante un poder que ha perdido el último contrapeso que le quedaba cuando ya la democracia dejó de poder ser explicada sólo en términos de public choice: el autocontrol de quienes gobernaban. Fue esa decisión de las elites, más que cualquier otra cosa, la que explica la democracia, así como en buena medida su naufragio cuando ya no pudieron o no quisieron seguirla imponiendo hace veinte años atrás.