Los estudios de la democracia venezolana han sido tan numerosos, como variados según el momento en el que se han hecho y el enfoque teórico e ideológico de sus autores. Desde los años sesenta, cuando unos la veían como la confirmación de las teorías de modernización de Rostow y otros como el ejemplo perfecto del neocolonialismo; hasta su proceso de empobrecimiento y final colapso (al menos en términos del sistema establecido de 1958), se ha conformado una amplia literatura sobre la democracia que en sí misma ya podría ser objeto de una investigación. Sin embargo eso cambia cuando nos adentramos en la historiografía. El hecho de que sea un proceso en desarrollo aleja comprensiblemente a quienes por oficio nos ocupamos del pasado, incluso en los tiempos en los que la corriente de la historia contemporánea obtuvo gran atención, o ahora cuando la historia inmediata o del tiempo presente han conseguido algunos cultores. Otro tanto puede deberse al marxismo de buena parte de los historiadores que coincidieron con el período, que no veían nada especialmente relevante en el sistema democrático o que lo combatían política e ideológicamente. Por ejemplo Federico Brito Figueroa ganó en 1967 el Premio Casa de las Américas con un libro que no encontraba nada bueno en el modelo venezolano, Venezuela siglo XX, que después incorporó a su Historia económica y social de Venezuela de gran influencia en las universidades y liceos del país. No es cualquier cosa que Cuba le haya otorgado su premio más importante justo en el año de la Invasión de Machurucuto.
«Aquellos ciudadanos susceptibles de creer cualquier cosa que se les dice, tienen serias limitaciones para el libre ejercicio de su ciudadanía.»
En este sentido, abordar desde una perspectiva histórica el sistema democrático es una tarea en la que queda mucho por hacer; pero es además, una urgencia de cara a los retos actuales que afrontamos los venezolanos. Por ejemplo, en términos de la memoria y sus implicaciones en la cultura política, el desconocimiento de un porcentaje sorprendentemente amplio de aspectos de gran importancia como lo fueron: la guerra de guerrillas, la masificación educativa o las estatizaciones de los años setentas, ofrece un terreno fértil para manipulaciones de toda índole. Aquellos ciudadanos susceptibles de creer cualquier cosa que se les dice, tienen serias limitaciones para el libre ejercicio de su ciudadanía. Frente a esto -ya en términos más académicos-, problemas como: el rol de las tradiciones intelectuales y de las ideas en la historia, la posibilidad de la política como algo más o menos autónomo de los económico y social -o en todo caso en paridad con esto-, la importancia de las instituciones en el éxito o fracaso de las naciones y el porqué de que los pueblos tomen unas decisiones sobre otras; pueden ser estudiados con gran interés por personas de cualquier parte del mundo, a partir de la experiencia de la democracia venezolana. En estos aspectos se ha avanzado muy poco, sin menoscabo de los trabajos de Manuel Caballero, Diego Bautista Urbaneja y sobre todo de Germán Carrera Damas, cuya elaboración teórica sobre el asunto representa una referencia ineludible para quien quiera investigarlo. En tres artículos anteriores, hemos tratado de hacer una aproximación propia con base en cuatro hipótesis. Consideramos que ellas pudieran ser una buena guía para el desarrollo de numerosas investigaciones históricas sobre la democracia. Por lo tanto, las recordaremos a modo de invitación a la comunidad académica y otros interesados.
Primero, consideramos que hay que entender al declive y colapso de la democracia instaurada en 1958, como parte del proceso más amplio de la modernización emprendida en la segunda mitad más del siglo XX y que fue fallida en una gran parte de sus aspectos, pero sobre todo en el desfase entre lo institucional, lo económico y social. En segundo lugar, que el modelo rentista, en el cual la concentración de la renta está en un solo ente y la organización del resto de la sociedad como rent-claimants, no propiciaban unas prácticas democráticas sino más bien al contrario –tal es la tercera hipótesis−, las prácticas depredadoras ya estaban presentes en la lucha por acceder a la renta de los distintos sectores, por lo que al hacerse ésta insuficiente y romperse con ella el consenso creado en el 58, el deslizamiento hacia un Predatory State fue relativamente rápido. Nada más bastó que los reclamadores de renta sintieran que no tenían ningún imperativo moral para mantener las formas democrático-liberales. Lo que ha venido después es la depredación sin taparrabo, pura y dura, desprovista de cualquier pudor.
«¿Quién tiene la fuerza de imponerle al Leviatán petrolero la moderación que implica la democracia? ¿Por qué razón distinta a su propia convicción, el Leviatán petrolero habría de ceder parte de su poder para que otros sectores de la sociedad participen en el ejercicio del poder?»
Ahora bien, todo lo anterior, que apenas es el esbozo de algo que debe ser confrontado con evidencia documental, ayuda a explicar por qué la democracia se vino abajo, pero no porqué pudo mantenerse tanto tiempo, porqué ha habido una resistencia tan sistemática y perseverante desde 1999 e incluso porqué se estableció alguna vez. Aún si aceptáramos que lo que Carrera Damas llamó el proyecto democrático fue impulsado por el sector de la sociedad venezolana que más interés tenía hacia 1936 en el establecimiento de un Estado de Derecho moderno y de la democratización del poder político y del capital, aunado a la pequeña clase media que entonces existía, y cuya expansión ayudó consolidación del mismo; la explicación seguiría sin ser del todo suficiente. Es acá donde la democracia venezolana como problema histórico-historiográfico se acrecienta. Aunque esto encaja muy bien en el modelo explicativo de la democracia burguesa, puesto que ésta bien conviene a la burguesía, la verdad es que se ha demostrado que esta última puede vivir bastante tranquila -al menos en su fase inicial- dentro de sistemas no democráticos (por ejemplo el franquismo o las dictaduras de Corea del Sur); al punto que la acumulación originaria ocurrió en sistemas anteriores a la democracia moderna. Y eso sin mencionar que en el caso concreto de Venezuela no se ha tratado de una clase con suficiente poder como para imponer nada al resto de la sociedad, ni entonces ni ahora. En la década de 1940, cuando ya la economía era petrolera, su control recaía en la compañías internacionales y en un Estado fundamentalmente administrado por las elites tradicionales (la oligarquía de la que hablaba Acción Democrática en aquella época). Hoy en esencia sucede lo mismo, aunque con la diferencia de que hay un Estado que ahora controla la renta y ,a la vez, no posee el contrapeso de las compañías. ¿Quién tiene la fuerza de imponerle al Leviatán petrolero la moderación que implica la democracia? ¿Por qué razón distinta a su propia convicción, el Leviatán petrolero habría de ceder parte de su poder para que otros sectores de la sociedad participen en el ejercicio del poder?
De ese modo, la cuarta hipótesis que señalábamos es que hubo democracia por la decisión de las elites de que eso fuera así; tanto las de las clases ascendentes expresadas en los partidos nacidos en la década de 1940 (AD en 1941, Copei y URD en 1946) como por las más tradicionales que se nuclearon en torno al medinismo. No hubo un consenso en torno a la rapidez y el alcance que debía tener la democratización, cosa que en el dilema octubrista de 1945 se expresó de forma estruendosa, pero sí un consenso débase que tarde o temprano tendría que venir. Se trata, entonces, de un asunto de valores y no sólo de intereses de clases o incluso de public choice, que no tendrían que haber conducido necesariamente a la democracia. Si hubo democracia fue por la decisión de las elites de usar el petróleo para eso, no porque el petróleo, que alimenta al Leviatán, sea capaz de generarla en sí misma. Al cabo es más o menos la conclusión a la que había llegado Carrera Damas en su famoso ensayo La larga marcha de la sociedad venezolana hacia la democracia: doscientos años de esfuerzos y un balance alentador (1999), en el que subraya la manera en la que desde 1810, a pesar de los retrocesos y enormes obstáculos que hizo pensar que la democracia liberal es imposible en el país, los venezolanos sistemáticamente hemos insistido en abrir espacios democráticos. Ya Augusto Mijares había identificado algo similar en otro ensayo luminoso, “La tradición de la sociedad civil durante la República” (1938), pero sobre todo es muy revelador lo que dijo, a un año de su elección como presidente, uno de los hombres que más se empeñó en establecer una democracia contra viento y marea, Rómulo Betancourt:
“Por conocimiento y meditación de los sectores ilustrados; por tradición oral transmitida de bisabuelos a bisnietos en los vastos sectores sin letras, en todo caso y siempre por apego fiel al mensaje de Bolívar, los venezolanos han dado una y otra vez pruebas de que desean ser gobernados por funcionarios que ellos elijan, y que cuando se les ha presentado la coyuntura de hacerlo demostraron tanta aptitud para la función de elegir como pueblos que han tenido un proceso histórico normal y disfrutan de una estabilidad democrática registrada por siglos.”
Pero esto conduce a un problema teórico importante para el historiador: ¿es posible que la sola difusión de unos valores baste para que ocurra un movimiento así? Y, en segundo lugar, de serlo, ¿es posible que los solos valores sean suficientes para sostener un orden dado? La respuesta sería que sí y no, respectivamente; y con eso nos sumergimos en el debate entre la tradición marxista y la de la historia intelectual, que parecía completamente ganado por la segunda. Pero para no atormentar a quienes no son historiadores, vayamos a lo nodal: François-Xavier Guerra, en su celebérrimo estudio sobre la modernidad y su impacto en las independencias iberoamericanas, sostenía, a contravía de los marxistas, que no hacía falta una burguesía poderosa para que haya una revolución burguesa, es decir, liberal. Que el ejemplo de los países del Bloque Soviético era palmario al respecto: en ellos no existía una burguesía, por lo menos no algo exactamente calificable como tal, y los pueblos se habían alzado para establecer regímenes más o menos liberales. Tal fue el caso, concluyó, de América Latina hacia 1808-1810 y tal también fue, agregamos nosotros, la Venezuela de mediados del siglo XX que en última instancia –según Mijares, Betancourt y Carrera Damas− estaba continuando la tradición iniciada entonces.
«Si una elite, o un sector de ella, tiene unos valores determinados pero no la fuerza para imponerlos, tendrá que nadar contra la corriente, como ocurrió en el primer siglo de la república venezolana o con los liberales rusos, polacos y españoles del siglo XIX»
Pero lo que pasó con Venezuela así como lo que ha pasado con muchos países del antiguo Bloque Soviético, también demuestra que si las ideas bastan para desencadenar grandes procesos, no bastan para sostenerlos en el tiempo si no terminan acompañadas por condiciones sociales y económicas que las hagan posibles. Si una elite, o un sector de ella, tiene unos valores determinados pero no la fuerza para imponerlos, tendrá que nadar contra la corriente, como ocurrió en el primer siglo de la república venezolana o con los liberales rusos, polacos y españoles del siglo XIX; y si por un conjunto de circunstancias logra imponerlos pero no consolidarlos, no podrá sostenerlo a largo plazo. El asunto entonces es determinar cómo fue posible que la democracia se imponga, por ejemplo, en la Venezuela de 1958 o la Checoslovaquia de 1989 e historiar el modo en el que una, después de los éxitos iniciales, comenzó una a empobrecerse y la otra a consolidarse. Hacerlo, además de ayudarnos a entender el proceso en el que se toman determinadas decisiones ante determinados retos y oportunidades, que es el tema central de la historia de la humanidad, puede ofrecer referencias para todos los que quieran comprender y sobre todo luchar por el establecimiento (o restablecimiento) de las democracias allá donde no existen, o por fortalecer las existentes frente a las tremendas amenazas que tienen el día de hoy. Es hora de que los historiadores nos pongamos en esa tarea.