Las democracias latinoamericanas, ya superada su etapa transicional, enfrentan un contexto crucialmente distinto al de comienzos de siglo: la fragmentación y polarización de sus sociedades, el malestar frente a los distintos efectos de décadas de ortodoxia económica, el desprestigio de diversas fórmulas alternativas, la recesión derivada del fin del auge de las commodities y los efectos de la pandemia, sin mencionar el desconcierto global de la causa democrática. Esta condición, que retaría a cualquier nuevo gobernante, recibe a Gabriel Boric, quien asume la presidencia de Chile con las cargas de su controvertida y extraordinaria historia contemporánea, obligado a evitar diversos fantasmas.
Las Exigencias de la Democracia
Pocas palabras tiene la fuerza legitimadora y la evocación polémica que tiene la noción de democracia. Arropándose con ella, o en invectivas contra los errores de los adversarios, la apelación a ejercer el poder por o para el pueblo persiste, aún en medio de la crisis democrática global. Hemos dicho, insistentemente y desde este mismo espacio, que un orden democrático requiere algo más que la apelación a la vox populi. El lenguaje legitimador puramente mayoritario puede terminar desfigurando a las democracias realmente existentes. Así también, el estricto consenso de élites, puede terminar con una defensa a ultranza del statu quo ante la cual sectores de la población se sientan crecientemente afectados. En suma, la democracia exigirá siempre una doble moderación en el ejercicio del poder sobre la base de unos mínimos, tanto de las mayorías como de las minorías. No es este el momento para discutir si esos mínimos implican el encuentro en torno a un bien común, o si serían resultados transaccionales a partir de intereses particulares.
Latinoamérica tiene, si lo vemos desde esta perspectiva, una relación problemática con sis propias expectativas democráticas. Si bien la abrumadora mayoría de los regímenes derivados de sus guerras de emancipación nacional se configuraron como repúblicas en contraste con la monarquía española -es decir, con la institución de algún tipo de gobierno popular-, su despliegue inicial evitó apelar a la democracia, entendida entonces como una forma política convulsiva, vista con sospecha por las élites criollas, pero también con desdén por los jefes militares y caudillistas. La democracia fue emergiendo, con el cambio de concepciñon en torno a ella en el siglo XX, junto con la modernización económica, el éxodo rural-urbano, y la forja de partidos políticos que veían a las repúblicas liberales del siglo XIX como insuficientemente populares. Cuando esta demanda se actualizó prematuramente, o cuando era largamente preterida, no fue infrecuente que los países latinoamericanos apelasen a fórmulas autoritarias populistas, o a regímenes de izquierda revolucionaria. Será la ferocidad de la respuesta militar reaccionaria ante estas alternativas, que hará brillar nuevamente la estrella democrática. Hacia el último tercio del siglo, la región inició su más reciente ola democratizadora, aún vigente en términos generales, y de la cual el sistema político chileno ha servido como principal ejemplo.
Claro está, esta apertura a la democracia en la región ocurrió en paralelo con la redefinición del viejo modelo desarrollista y las políticas de ajuste ortodoxo: en muchos países la democracia llegó con un ciclo frenético de crisis hiperinflacionaria y austeridad, que terminaría desembocando en la llamada “marea rosa” de comienzos de este siglo. Hoy día, si bien América Latina parecía ser -de modo contraintuitivo a su tradición autoritaria- un oasis de sensatez democrática en medio de la crisis de regímenes más consolidados en Occidente, hay factores estructurales y subjetivos que muestran problemas en el horizonte. El primero estriba en el estallido de las de bienestar derivadas del commodities boom, cuyo fin puso en entredicho la adaptabilidad de las economías de la región, así como la efectividad de los avances materiales alcanzados en estos tiempos para la población. El otro factor amenazante recae en la sensación según la cual estos avances no son sólo frágiles, sino que no fueron equitativamente repartidos, y que eso es parte de un desequilibrio fundamental en nuestras sociedades. No es imposible advertir cómo la presión desde la izquierda es consustancial a los procesos democráticos, siendo la aspiración igualitaria una de sus tensiones dinamizadoras.
Democracia e Izquierdas
Esta constatación debe ayudar a explicar, más allá de los ciclos electorales ordinarios, la reemergencia de la llamada “ola rosa”, en la cual partidos o frentes de izquierda -posición que en todo caso será relativa al sistema político particular- llegan al poder no por la acción revolucionaria, sino por elecciones y normalmente como fuerzas reformistas. Claro está, el ascenso de los partidos de izquierda revolucionaria en todas las democracias tiene, en mayor o menor medida, una ambivalencia fundamental con la noción de democracia, y más específicamente con la democracia liberal entendida como el poder limitado derivado de la votación popular y el consenso de élites. Desde una tradición ortodoxamente izquierdista, las democracias latinoamericanas eran en realidad agencias cómodas de los intereses explotadores de siempre (caudillos, terratenientes y burgueses), a través de las cuales las clases dominantes podían desplegar su poder con menor costo político, aunque en la práctica sería poco lo que las diferenciaría de las dictaduras caudillistas o pretorianas. Desde una posición menos dogmática, aún la democracia liberal era insuficientemente popular, tanto por sus resultados en redistribución, como por los beneficiarios concretos del acceso al poder.
En esto, la “marea rosa” recogió las diversas tendencias de la izquierda regional desde diversas fuentes y con una miríada de críticas, haciendo de embarazosos compañeros de ruta a regímenes abiertamente autoritarios con movimientos reformistas largamente comprometidos con la apertura democrática. En ocasiones, el romanticismo revolucionario le ganaba la partida a la lealtad con los valores políticos de las transiciones democráticas en las que no poca parte de la izquierda había participado, y no fue infrecuente que en nombre del cambio, o apelando a los históricos ideales que admiraban, se hicieran la vista gorda con la corrupción y hasta con las violaciones de derechos humanos. Es prematuro hablar hoy de la “marea rosa” redux en los mismos términos. Más allá de la preocupante concentración de poder presidencial en México, la ambivalencia de los gobiernos de Bolivia y Argentina, y el desconcierto del nuevo gobierno peruano, una reedición acrìtica del Foro de Sao Paulo parece descartadas. El llamado Foro de Puebla es un eco nostálgico que vive con la incomodidad de defender a los desprestigiados regímenes cubano, venezolano y nicaragüense. Esto es más acusado en los potenciales gobiernos de Colombia y Brasil, donde Petro y Da Silva tienen altas posibilidades de victoria, y en el nuevo gobierno de Chile.
Es necesario admitir que la llegada al poder de Boric presenta peculiaridades que lo separan no sólo de Maduro, Ortega o López Obrador, sino también de Fernández, Petro o Da Silva. Para comenzar, y pese a la atención periodística, Boric no es el primer presidente de izquierdas de Chile en esta etapa de su democracia: Ricardo Lagos y Michelle Bachelet, desde coaliciones de variable centrismo, ejercieron la presidencia de su país con notable éxito. Claro está, quizás su moderación -así también la de todos los partidos de centro- recaló en la impactante ola de protestas contra el sistema político y el presidente Piñera de los años 2019 y 2020, en las cuales no sólo emergieron multitudes de heterodoxos activistas, sino que derivó en el acuerdo político social que ha promovido la Asamblea Constitucional, en delicado ejercicio.
La Improbable Trayectoria de Gabriel Boric
Aunque era un resultado casi seguro en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales chilenas de 2021, la emergencia de Gabriel Boric como candidato presidencial es fundamentalmente un testimonio de la fragmentación del sistema político chileno, y del relativo retroceso de los partidos de centro, desdibujados por su prolongada e importante colaboración en la transición democrática, y copados desde el statu quo por la relativa normalización de las derechas liberales. En la polarización demostrada en el ciclo del estallido social, que recorrió todo el país, los campos se iban a definir entre una mayoritaria pero no siempre coherente aspiración de cambio, frente a unos temores no menos inconexos desde los sectores más conservadores: la exigencia de moderación parecía imposible cuando los dos candidatos finalistas en la contienda -Boric y José Antonio Kast- representaban respectivamente posiciones antagónicas frente a sí, pero también partían de posiciones minúsculas dentro del sistema político. Ni el Partido Republicano ni Convergencia social son similares a los grandes partidos de los regímenes previos.
Sin embargo, la narrativa enmarcada en la sólida victoria del joven candidato, estaba servida para los comentaristas globales. Boric no era exactamente el primer “millenial” gobernante -allí están Jacinda Ardern o Nayib Bukele, tan distintos- pero sí el que corresponde mejor a lo que la literatura ha atribuido a esta generación: la combinación de una inquietud socioeconómica que no se traduce necesariamente en la promoción de participación en movimientos y organizaciones tradicionales, con demandas de tipo ecológico e identitario, y de promoción de lazos locales. “Millenial de izquierda”, su plataforma política y su carrera son vistas como la prometedora realización de otros activistas progresistas transformados en políticos competitivos. Desde los márgenes -muy literalmente desde la lejanísima región de Magallanes- emergió hacia las posiciones institucionales.
Gabriel Boric, pese a su relativa inexperiencia, acumula una exposición mediática bastante prolongada, evidencia de la importancia de su etapa de líder estudiantil, que lo proyectó a una carrera de coordinación entre las distintas fracciones de la izquierda revolucionaria chilena, no sin rupturas. Desde esa posición política concreta, abiertamente crítica al sistema y sus carencias, se hizo partícipe activo del mismo, siendo miembro de cuerpos deliberantes, así como del debate de las izquierdas chilenas. En esta tendencia se fue alejando del extremismo de nicho para ir consolidando un apoyo más amplio, asumiendo eventualmente una posición crítica para con las manifestaciones vergonzantes de la izquierda regional, así como también ayudado por los coqueteos de sus adversarios con la nostalgia militar.
La Democracia Chilena: Fantasmas del Pasado y Espectros del Presente
Y es de esta tradición desde la que proponemos evaluar el nuevo gobierno chileno. Lo dijo el mismo Boric en su discurso de campaña victoriosa, cuando aseguró:
“Y sé que la historia no parte con nosotros. Me siento heredero de una larga trayectoria histórica, la de quienes, desde diferentes posiciones, han buscado incansablemente la justicia social, la ampliación de la democracia, la defensa de los derechos humanos, la protección de las libertades. Ésta es mi familia grande, a la que me gustaría ver de nuevo reunida en esta etapa que ahora iniciamos.”
La trayectoria histórica que reclama es la de los movimientos populares y socialistas que en la historia de Chile han sido, pero diferenciándose de toda veleidad autoritaria. Y con eso engrana hacia una historia más amplia aún, la de la tradición democrática chilena. En sus dos siglos de vida republicana, los episodios autoritarios y de luchas civiles han sido la dramática excepción, teniendo una larga tradición pluralista y deliberante, que trasciende los logros económicos de las últimas décadas. La libertad civil ha sido su signo definitorio.
Claro está, las derechas chilenas y continentales, proyectando la polarización que penetra todas las democracias del mundo, abrigan dudas no completamente irracionales con respecto a las capacidades del nuevo presidente. La deriva autoritaria de la izquierda, con los catastróficos ejemplos del socialismo venezolano y la sempiterna veneración al régimen cubano, producen alarmas, en tanto que se rememoran las voces de agradecimiento y solidaridad con estos sistemas. La crítica y potencial desviación ante la ortodoxia económica, parte importante del sistema chileno en su transición democrática, será un indudable punto contencioso. Pero el escepticismo tiene un elemento más práctico, que es la tensión entre el joven líder y su diversa coalición gubernamental, sin mencionar la previsible tirantez frente a un poder legislativo ante el cual carece de números funcionales, y también ante la Convención Constitucional.
Aquí debemos detenernos: la Convención Constitucional chilena, en su proyecto de Constitución, ha asumido de manera abrumadora, una posición de reformulación del sistema político in toto. Partiendo de las diversas demandas que la multitud de organizaciones que la componen representan, decantando miles de propuestas a través de mecanismos de consulta asamblearios. Pese al requisito de un amplio consenso para llevar proposiciones al texto final, que debería haber resultado en un texto minimalista, se teme una constitución radicalmente confederal, que evite los contrapesos del Senado, y que modifique los derechos de propiedad y la autonomía del Banco Central. Quedan meses para que el texto sea expuesto a la opinión pública chilena, pero este tiempo puede ser crucial: a fin de cuentas, el presidente Boric pasa a ser poder constituido, mientras que la Convención asume atribuciones constituyentes. Mientras el nuevo jefe de Estado tendrá que contemporizar con la realidad y sus adversarios dada la responsabilidad concreta que define su función, el cuerpo legislador puede rediseñar el país sin considerar las implicaciones en la vida real.
En esto, el legado democrático chileno tendría que ser la primera salvaguarda. Los retos de gobernar un país con tal suma de descontentos siempre serán extraordinarios, y pese a los emocionados comentaristas que quieren convertir al joven abogado y activista en una estrella pop de la política, la tentación de acaudillar una revolución -o de impulsar una reacción, todo es uno- puede dar al traste con la misma democracia. Así lo hacía notar Boric, también, en su proclama electoral: “… desestabilizar las instituciones democráticas conduce directamente al reino del abuso, la ley de la selva, y el sufrimiento y desamparo de los más débiles. Vamos a cuidar la democracia, cada día, todos los días.” Boric, por el bien de Chile y la causa democrática global, deberá proceder con la posición más valiente e ingrata de la política: la de ser radicalmente moderado.