Hemos dado un viaje largo, de un poco más de doscientos años, y de casi quinientos si sumamos la experiencia colonial. Se impone advertir algunos rasgos en este dilatado y accidentado camino de la democracia en Venezuela. Arriesguemos algunas conclusiones.

La república nació sin enfrentar un dilema. El ejemplo exitoso eran los Estados Unidos, donde se había pasado la página de la monarquía y se había construido una república federal y presidencialista; no era posible considerar entonces la democracia parlamentaria británica, por ejemplo, porque al hacerlo quedaba viva la institución del monarca, y en aquellos momentos fundacionales era un anatema. De modo que el camino presidencialista, para que no derivara en hegemonía autoritaria, requería de un poder legislativo fuerte y otro judicial, igualmente poderoso. Además, siendo la república federal el resultado de un pacto entre estados iguales, se sumaba un nuevo factor para el equilibrio de poder. En este punto Roscio tuvo claro que el pasado colonial favorecía al federalismo, y hace énfasis en ello en el encabezado y en las argumentaciones de la carta magna, pero Bolívar pensaba distinto, y abogaba desde el Manifiesto de Cartagena (1812) y hasta su muerte por el centralismo. Son varios los párrafos donde argumentó en contra del federalismo como esquema propicio para los nuevos Estados que sustituían a los virreinatos, capitanías generales y audiencias del imperio español.

Como vemos, imposible por anatemática la democracia parlamentaria, como ya era en Gran Bretaña, con un jefe de Estado (el rey) con poquísimas atribuciones y dos cámaras, a partir de la llamada Revolución Gloriosa de 1688, cuando el parlamento destituyó a Jacobo II y erigió a Guillermo de Orange como monarca; de tal modo que el camino estaba allanado para la democracia presidencialista que contaba con el equilibrio federal, pero que a partir de 1819 y la Constitución de Angostura, Bolívar lo borró del mapa. En suma, el camino para nosotros comenzó federal, pero esto no tuvo vigencia más allá de unos meses, viniéndose abajo por la derrota militar que Domingo de Monteverde le propinó a las fuerzas patrióticas en julio de 1812. A partir de entonces se convierte en el leit motiv de Bolívar la necesidad de un mando central para enfrentar el desafío de la guerra. Adiós al federalismo.

Curiosamente, cuando Bolívar redacta la Constitución de Bolivia en 1826, abraza una fórmula pseudobritánica, ya que propone una presidencia vitalicia y hereditaria, con un parlamento fuerte, sin un esquema federal. La gran mayoría de los problemas que va a enfrentar Bolívar en Bogotá, por no decir todos, provinieron de su idea de adoptar esta fórmula constitucional en Colombia, república de la que nosotros formábamos parte como un departamento. No le pasó por la cabeza a Bolívar, al menos no contamos con testimonios de ello, la estructura federal para la república de Colombia. Quizás le hubiera funcionado mejor que el centralismo adoptado que, a todas luces, fue fuente de tensiones que terminaron por ser insuperables.

En suma, la república de Venezuela nació federal, tejida por las manos jurídicas de un arquitecto constitucional (Roscio), pero muy pronto el centralismo se asumió como el norte constitucional para el trance de la guerra, y cuando se pudo volver al federalismo, a partir de las victorias de 1821 y 1824, Bolívar no solo no lo contempló sino que siguió negándolo como esquema propicio para nosotros, a pesar de que esto creía del federalismo norteamericano en 1819, cuando pronunció el discurso ante el Congreso de Angostura: “Cuanto más admiro la excelencia de la constitución federal de Venezuela, tanto más me persuado de la imposibilidad de su aplicación en nuestro Estado. Y según mi modo de ver, es un prodigio que su modelo en el norte de América subsista tan prósperamente y no se trastorne al aspecto del primer embarazo o peligro. A pesar de que aquel pueblo es un modelo singular de virtudes políticas y de ilustración moral; no obstante que la libertad ha sido su cuna, se ha criado en libertad y se alimenta de pura libertad; lo diré todo, aunque bajo muchos respectos este pueblo es único en la historia del género humano, es un prodigio, repito, que un sistema tan débil y complicado como el federal haya podido regirlo en circunstancias tan difíciles y delicadas como las pasadas. Pero sea lo que fuere de este gobierno con respecto a la nación americana, debo decir, que ni remotamente ha entrado en mi idea asimilar la situación y naturaleza de dos estados tan distintos como el inglés americano, y el americano español.” (Arráiz y Mondolfi, 2001: 30).

Afirma Bolívar en 1819, 43 años después de fundada la república norteamericana (1776): “un sistema tan débil y complicado como el federal”, y no se explica cómo puede funcionar. Pues no sólo ha funcionado sino que ha sido piedra angular de su desarrollo y desde hace casi un siglo la nación preponderante del mundo es los Estados Unidos. El punto no estaba en las complicaciones o en la debilidad, sino en cómo el sistema federal contribuía con un juego de pesos y contrapesos que impedía la tiranía y fortalecía la negociación democrática. Si renaciera, Bolívar se sorprendería de la “debilidad” del sistema federal que hizo de los Estados Unidos la nación más poderosa de la tierra. Hasta aquí el dilema Federalismo-Centralismo, veamos otro elemento importante: el hombre de armas como el que consolida la independencia.

Es un hecho evidente que la creación de la república el 5 de julio de 1811, y todo el proceso que se inicia el 19 de abril de 1810, es protagonizado por civiles, particularmente abogados y clérigos, pero quienes consolidan la república son los hombres de armas, con Bolívar a la cabeza entre 1819 y 1830, y luego con José Antonio Páez y su singular papel en la historia de Venezuela.

Recordemos que Bolívar fallece y arrastra consigo el mayor descrédito: su proyecto integracionista colombiano ha fracasado, y cuando Venezuela se separa de Colombia el “hombre fuerte” es Páez, pero no es unánime su liderazgo. José Tadeo Monagas lo discute, Santiago Mariño se siente acreedor del poder, y junto a ellos un contingente importante de militares que considera, por ejemplo, que son acreedores del poder y que un civil no puede gobernar. ¿No le dieron un golpe de Estado al presidente José María Vargas en 1835? Pues sí, y ¿quién restituyó a Vargas en el poder torciéndole el brazo a los golpistas? Páez, sin la menor duda, pero tampoco pudo (o quiso) que se sancionara a los golpistas con el peso de la ley y este motivo, finalmente, condujo a la renuncia irrevocable de Vargas.

Así quedó establecido un pésimo antecedente en el país: se podía violar la constitución y las leyes, desplazar del poder a un civil, y luego ser condonado y seguir adelante. También habría que preguntarse: ¿podía hacer algo distinto Páez? No, no podía, ya que esos generales victoriosos de la guerra de independencia tenían sus propios ejércitos, y acentuar el peso de la ley sobre ellos era ir a una guerra civil. Era peor el remedio que la enfermedad, pero el problema está en que la enfermedad se prolongó durante todo el siglo XIX: el caudillismo. Dicho de otro modo: la imposibilidad del Estado venezolano de tener el control del territorio nacional a través de un Ejército verdaderamente nacional.

El caudillismo no es solo un problema en sí mismo sino un síntoma de que el Estado no cumple a plenitud con sus funciones, y que no alcanza la necesaria estabilidad para el desarrollo económico. Un ejemplo de esto es que cuando se tuvo una mínima estabilidad y las políticas económicas correctas, hubo crecimiento. Es evidente que durante el período de vigencia de la Ley del 10 de abril de 1834, enmarcada en el proyecto liberal de Santos Michelena, el crecimiento fue sostenido hasta que cayeron los precios internacionales del café. Con base en el estudio de Asdrúbal Baptista (2011) sabemos que la actividad agrícola expresada en millones de bolívares en 1834 fue de 24,8; en 1840 de 52,0 y en 1845 de 69,6; de tal modo que no hay manera de negar la eficiencia de la ley de libertad de contratos mientras el precio del café en los mercados internacionales se mantuvo estable. La conjunción de la relativa paz de Páez y Soublette con las políticas de Michelena, nos dieron unos años de notable crecimiento económico. Ya después cuando Páez accede a respaldar a Monagas para alcanzar la presidencia de la república en 1847 el país entra en otra dinámica, donde no hubo mayor crecimiento económico, a pesar de que durante los 10 años de la dinastía de los Monagas se vivió una paz relativa.

Ya después la dinámica caudillista entra en su fase bélica generalizada con la Guerra Federal, y el país que pasa la página de la conflagración en 1863 está arruinado, y es en ese contexto en el que se ensaya el federalismo de nuevo. Con el lamentable resultado que se obtuvo, ya que lejos de propiciar el desarrollo de fuerzas locales lo que hizo fue fortalecer a los caudillos regionales, que resultaban electos presidentes de sus estados. Más adelante, en 1870, cuando Antonio Guzmán Blanco alcanza el poder por la vía de las armas, lo primero que hace es convenir un acuerdo con los caudillos regionales. Conocedor del poder como era Guzmán (gobernó con Falcón), sabía que sin un acuerdo con esas fuerzas militares de las regiones no había manera de desarrollar políticas públicas eficientes. Como vemos, Guzmán Blanco siguió el ejemplo de Páez: el avenimiento con los caudillos regionales, no la guerra, salvo en casos puntuales en los que sí se enfrentaron.

El fin de este fenómeno terrible, que impedía la consolidación del Estado, vino de la mano del ejército que presidía el general Juan Vicente Gómez, cuando derrotó al último caudillo regional, Nicolás Rolando, en Ciudad Bolívar, en 1903, cuando gobernaba Cipriano Castro. A partir de entonces, el prestigio del ejército venezolano se consolidó como el epicentro de la vida nacional y, junto con la aparición del petróleo en gran escala en 1914, trajo la entronización de la hegemonía militar tachirense. De tal modo que cambiamos a los caudillos regionales con su naturaleza múltiple, divisoria y diversa, por la unidad militar. No eran buenas noticias para el espíritu democrático, sí para la consolidación del Estado militar con el soporte de la renta petrolera.

Después de los sucesos estudiantiles de 1928, Rómulo Betancourt y Raúl Leoni, en el exilio en Colombia, fueron articulando epistolarmente una suerte de programa de gobierno: el Plan de Barranquilla. Llegarían al poder en 1945, catorce años después, pero en la discusión del plan se hicieron evidentes matices diferenciales entre toda esta juventud marxista. La línea socialdemócrata comenzó a aflorar en los futuros fundadores de AD (1941) y la ortodoxa, unida al Kremlin, se mantuvo en sus posiciones. Lo interesante del plan es que es un híbrido. Proponen una democracia representativa, con partidos políticos de masas y libertad de expresión, pero también abrazan el ideal de una economía socialista. Para cuando lleguen al poder en 1945, sus posiciones marxistas en lo económico se habrán morigerado, ubicándose en el espacio de centro-izquierda de la Socialdemocracia. ¿Por qué todo esto nos importa? Porque esta generación será la fundadora de la democracia representativa en Venezuela a partir del 18 de octubre de 1945, y si bien advertimos una clara definición política, no así la vemos igual en el área económica. Dicho de otro modo: no venían del odre liberal en lo económico sino del marxista. Las fuerzas del liberalismo económico en el país estuvieron con Gómez, difícilmente “los muchachos del 28” asumirían tesis liberales ortodoxas, y menos en 1945 cuando el keynesianismo estaba a la orden del día, y era unánime la creencia de que el Estado tenía un papel rector y protagónico en la marcha de la economía.

Ya después, cuando les tocó gobernar, no estatizaron el petróleo (como Lázaro Cárdenas en México); crearon la CVF (Corporación Venezolana de Fomento) para otorgar créditos a la empresa privada para la industrialización del país (no crearon empresas del Estado, como en URSS y sus países satélites); de tal modo que en lo económico fueron más demócratas que socialistas, mientras en el ámbito político se quedaron cortos. Establecieron el voto universal, directo y secreto, pero no dieron ningún paso hacia el federalismo, cuando la elección de gobernadores y alcaldes había sido una de sus banderas. Vaya paradoja.

El golpe de Estado contra Rómulo Gallegos (1948), después del ensayo de tres años de democracia bajo la égida de AD, demostraba que el militarismo gomecista, heredero del caudillismo del siglo XIX, no había pasado al olvido. No podía fenecer tan rápidamente. Allí estaban sus resortes: toda una mitología cultural que señalaba que el hombre de armas “resolvía”, mientras el político civil “hablaba”. Como toda mitología, con alguna pizca de fundamento: Gómez demostró ser un hombre serio y un violador de los Derechos Humanos a la vez.

Después de los diez años de la década militar (1948-1958), regresó la política democrática al país de la mano de un gobierno de transición presidido por Larrazábal y Sanabria (1958), una vez que la dictadura militar de Marcos Pérez Jiménez perdió apoyos castrenses y se vino abajo sin disparar un tiro. Fue en octubre de 1958, con la firma del pacto de Puntofijo, cuando las fuerzas democráticas del país (AD, URD, COPEI), ubicaron a un sector de las Fuerzas Armadas como el principal adversario del proyecto democrático, y convinieron en gobernar juntos para conjurar los esfuerzos de este sector militar para regresar al poder. de hecho, durante 1958 y antes de la firma del pacto, lo intentaron tres veces, sin éxito.

Los gobiernos de Betancourt (1959-1964) y Leoni (1964-1969) tuvieron que enfrentar dos fuerzas que atentaban contra la democracia: las de la derecha militarista, alineadas con el perezjimenismo, y las de la izquierda insurreccional, identificadas con Fidel Castro. Estos gobiernos socialdemócratas, como vemos, estuvieron bajo fuego cruzado hasta que tanto unos como otros fueron amainando al ser enfrentados también con las armas. De hecho, la pacificación que culmina el gobierno de Caldera (1969-1974), puede darse por porque el de Leoni había derrotado militarmente a la guerrilla. Será este gobierno de Caldera el primero que gobierne con la superación total de los adversarios armados de la democracia. También durante este gobierno fue gestándose el bipartidismo en el país, y se expresó en la polarización total entre AD y COPEI en las elecciones de 1973, ganadas por Carlos Andrés Pérez.

Durante el gobierno de Pérez (1974-1979) se produjeron los mayores desequilibrios para la democracia, ya que al contar con enormes ingresos petroleros no resistió la tentación de hacer del Estado venezolano un empresario que lo abarcó casi todo, con poquísima eficiencia, salvo en PDVSA, donde se tomaron las decisiones correctas, se eligieron a los gerentes indicados, y se manejó la empresa con criterios gerenciales modernos. Pero esto no incidió en el enorme desequilibrio que se estaba creando en Venezuela: un Estado gigantesco, con recursos inagotables, y una empresa privada cada vez más reducida. En pocas palabras: la renta petrolera permitió el crecimiento elefantiásico de un factor de la vida nacional: el Estado. A partir de entonces el juego democrático no se daba entre factores a conciliar dados sus poderíos, si no entre un factor poderosísimo y varios factores menores: la empresa privada, los bancos, los medios de comunicación.

Esta ecuación se profundizó durante los gobiernos de Luis Herrera Campíns (1979-1984) y Jaime Lusinchi (1984-1989), a pesar de que tuvieron lugar una llamada de atención para el sistema rentista (la crisis del Viernes Negro de 1983, cuando hizo aguas la economía), y una voluntad de reforma que no cristalizó completamente: la COPRE (Comisión para la Reforma del Estado), que hacía evidente la conciencia de que el macro Estado era inviable. Así fue como llegamos a 1989 con las reservas internacionales en el subsuelo y un nuevo gobierno de Pérez, donde había que deshacer todo lo hecho en el primero. Siempre dentro de las coordenadas geopolíticas del momento. La Unión Soviética está en plena transformación gorbachoviana (la glasnost y la perestroika); se está tejiendo el Consenso de Washington, y en noviembre de 1989 cae el muro de Berlín y el Socialismo Real termina de desmoronarse y con él, las economías protegidas. En América Latina se deshace la ISI (Industrialización Sustitutiva de Importaciones), plan de desarrollo económico vigente desde 1946-1950 y hasta su desmontaje con el fin de la Guerra Fría, precisamente en 1989.

La desaparición de la ISI supuso la apertura de los mercados, el fin de los subsidios a las industrias nacionales, el fin de las barreras arancelarias y la consagración del comercio internacional, sin protección ni subsidios. El viejo sueño liberal hecho realidad, e implementado al unísono por Carlos Salinas de Gortari (México), César Gaviria (Colombia), Carlos Saúl Menem (Argentina) y Carlos Andrés Pérez, en nuestro país. En Chile ya el camino lo había iniciado con éxito la dictadura de Augusto Pinochet.

El Consenso de Washington se articulaba alrededor de las privatizaciones de las empresas públicas ineficientes, la reducción drástica del tamaño del Estado, la resolución del déficit fiscal, la apertura a las inversiones extranjeras. En suma, todos los factores esenciales de las libertades económicas. El diseño venezolano, conocido como el “Paquete” de medidas, estuvo bien diseñado por los profesores del IESA en funciones ministeriales, pero Pérez sobrestimó sus capacidades políticas y subestimó a sus adversarios, y las medidas surtieron efectos positivos, pero trajeron una rebelión política reuniendo en un solo grupo a los llamados “Notables”, el sector militar no democrático, los adversarios internos de Pérez en AD, y encima se produjeron los intentos de golpes de Estado de 1992, el 4 de febrero y el 27 de noviembre. Pérez fue separado del cargo el 20 de mayo de 1993 y lo sustituyó Ramón J. Velásquez, quien logra en su breve gobierno la aprobación de la Ley del IVA, que el Congreso se la negaba a Pérez por pura retaliación sin base argumental.

Además de los éxitos a medias del “Paquete”, se aprobó la Ley de Descentralización Política y Administrativa propuesta por la COPRE, y tuvieron lugar las primeras elecciones directas de Gobernadores y Alcaldes en 1989. Esta fue, sin duda, la reforma política democrática más importante desde la aprobación de la constitución de 1947. Un paso democrático como ha habido pocos en nuestra historia republicana. Esta deuda estaba pendiente desde 1947, tampoco se saldó en la Constitución de 1961, y finalmente Pérez la salda en 1989.

El gobierno de Velásquez (1993-1994) cumplió su cometido, el segundo de Caldera (1994-1999) profundizó la apertura petrolera, pero la edad del presidente y el hecho de no tener candidato sucesor, hicieron de su gobierno una administración sin espíritu de continuidad, era como el fin de una era, administrada por uno de sus protagonistas. De hecho, la Antipolítica que imperaba desde los primeros años de la década de los 90, en alguna medida, la encarnó el propio Caldera, ganando las elecciones al frente de un archipiélago de partidos políticos pequeños donde no estaba el histórico que él había fundado.

Las elecciones de 1998 fueron la apoteosis de la Antipolítica. Tanto Hugo Chávez como Henrique Salas Römer eran candidatos que se presentaban al margen de los partidos políticos tradicionales: nadie quería identificarse con los dos grandes partidos a quienes la opinión pública les atribuía “el fracaso de la democracia”.

El período que va de 1999 a 2020 presenta pequeños matices dentro de unas constantes generales. Han sido gobiernos de izquierda pre-moderna, aquella que no ha asumido verdaderamente la democracia, y no se plantea abandonar el poder, ya que no siente que forma parte de un juego democrático sino que está encabezando una revolución. De evidente inspiración cubana, fundamentada en la poderosa influencia de Fidel Castro sobre Hugo Chávez y Nicolás Maduro, buscan la hegemonía asistidos por un espíritu totalitario que no contempla a sus adversarios como tal, sino como enemigos de un proceso histórico revolucionario.

A partir de este esquema, a la Democracia Liberal Representativa le es muy difícil respirar. En el fondo se trata de un sector hoy en día mayoritario que cree en ella (2020), y otro minoritario que la desprecia y se resiste a abandonar el poder desde su perspectiva revolucionaria. Este es el nudo gordiano de la Venezuela de hoy. Empobrecida hasta niveles inimaginables, con la industria petrolera destruida, el sector privado acorralado por políticas reiteradas que lo adversan, una diáspora de cerca de 5 millones de habitantes y, sobre todo, el convencimiento general de que el camino escogido fue errado y que el futuro es igualmente incierto sino ocurre un cambio de dirección.

La democracia en los últimos 21 años ha sufrido todo tipo de embates, reducciones, violaciones, pero allí está en los anhelos de la mayoría de los venezolanos que sueña con reconstruir un régimen de libertades con base en la amarga experiencia de estas dos décadas, en las que transitamos el camino equivocado.

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