Es muy difícil escribir sobre democracia usando el singular, sobre todo para quienes, como es mi caso, aprehendimos su lenguaje conjugado en la primera persona del plural. Desde la casa hasta la militancia el uso del “nosotros” acompañaba los códigos, prácticas, esperanzas y expectativas de la política democrática. Pero toca hacer uso del singular para mostrar en este artículo mi itinerario personal por la idea de democracia, desde las primeras palabras aprendidas en familia hasta los textos que me han ayudado a iluminar mis dudas.
Crecí en un hogar imbuido de política. Mis padres se conocieron como jóvenes dirigentes de Acción Democrática que hacían vida política en el Pedagógico de Caracas en los años setenta del siglo pasado. En la mesa familiar dos temas eran recurrentes, mezclándose en muchas ocasiones, la política y la historia. Convivía la militancia de mis padres como parte del movimiento magisterial con los recuerdos de nuestros abuelos luchando, cada cual a su manera y con sus herramientas, contra la dictadura militar de Marcos Pérez Jiménez y contra los guerrilleros de los años sesenta.
Porque eso era la democracia para mi mente infantil. Aquella libertad por la que habían peleado nuestros abuelos, el voto popular, el derecho a manifestarse y expresarse, a participar, que luego mis padres defendían y promovían. En la mesa de mis abuelos la democracia era lo que había hecho Acción Democrática, sus hombres ilustres eran vistos con respeto y admiración. Recuerdo escuchar grabaciones en vinil con las voces de Rómulo Betancourt y Andrés Eloy Blanco alguna noche familiar.
Son también recuerdos de las casas del Partido en La Pastora, donde militaba mi padre, y en El Valle, donde lo hacía mi madre. Mi padre, durante las elecciones, convertía su biblioteca en un taller para hacer propaganda, funcionaba el multígrafo toda la noche, recuerdo aún el olor del papel y de la tinta.
«Libertad era la palabra fundamental, pero una libertad conquistada por un inmenso esfuerzo colectivo organizado, vinculada siempre con la acción de un partido que era vanguardia de un pueblo noble pero sufrido, que quebraba la resistencia de los tiranos y de sus aliados.»
No tenía aún un acercamiento teórico a la democracia sino la transmisión de una vivencia familiar adobada con textos sueltos de los “padres fundadores”, a Betancourt, Gallegos y Andrés Eloy Blanco agregué lecturas sobre los héroes de la Resistencia, Leonardo Ruiz Pineda, Alberto Carnevalli y Antonio Pinto Salinas, quienes constituyeron una épica primigenia en la construcción de una idea inicial de democracia.
Libertad era la palabra fundamental, pero una libertad conquistada por un inmenso esfuerzo colectivo organizado, vinculada siempre con la acción de un partido que era vanguardia de un pueblo noble pero sufrido, que quebraba la resistencia de los tiranos y de sus aliados. La expresión más acabada de la democracia no era otra cosa que el momento de las elecciones, que era vivido en la familia como un evento que definía hitos en nuestra historia. La democracia, entonces, constituía un “nosotros” que atravesaba transversalmente a mi gente.
Las primeras letras académicas
Entré a la universidad pocos años después de la caída del Muro de Berlín, de la desaparición de la Unión Soviética y del “socialismo real”. El optimismo respecto al futuro luminoso de la democracia se expresaba en obras como “El Fin de la Historia y el último hombre” de Francis Fukuyama, que leímos críticamente en clase, y “La tercera ola: la democratización a finales del siglo XX” de Samuel Huntington, la que revisé asiduamente años después.
En la universidad necesité darle a la noción de democracia un revestimiento más académico que el de las tertulias familiares y lecturas adolescentes. Me acerqué a su comprensión desde una ventana distinta a la politológica, jurídico-filosófica o sociológica, sino que lo hice a partir de un enfoque histórico, privilegiando la comprensión de la construcción de la democracia venezolana para entender la fenomenología de este artefacto político. No me acerqué conceptualmente al objeto, pretendiendo definirlo antes de buscarlo en la realidad, sino que opté por el camino inverso, el objeto fue tomando forma al escudriñar en su emergencia histórica concreta, primero en Venezuela, luego en América Latina y, finalmente, en el mundo.
Investigando sobre Venezuela me acerqué a libros y artículos de Manuel Caballero, quien desgranaba el cambio que protagonizó nuestra sociedad durante el siglo XX, así como a trabajos de Arturo Sosa Abascal, Luis Ricardo Dávila, Germán Carrera Damas, Ramón J. Velásquez, Elías Pino Iturrieta o Simón Alberto Consalvi. Las fuentes primarias se diversificaban, ahora acompañaban a los fundadores las reflexiones de Mariano Picón Salas y Mario Briceño Iragorry sobre la democracia en Venezuela, al tiempo que accedí tanto a las lecturas socialcristianas de Rafael Caldera como a la izquierda crítica de un Teodoro Petkoff.
Como todo interesado en estudiar el siglo XX pasé de historiadores a sociólogos y politólogos, nuevos autores se sumaron a mis lecturas recurrentes, como Diego Bautista Urbaneja, Carlos Romero y, finalmente, Juan Carlos Rey. El descubrimiento de “El futuro de la democracia” de Rey fue muy importante, porque me abrió a un literatura politológica más especializada, de clara influencia estadounidense. Fue a partir de la lectura de su concepto del “pacto populista de conciliación de elites”, que llegué a conocer las obras de Robert Dahl (“Un prefacio a la teoría democrática”, editado por la UCV, y “Los dilemas del pluralismo democrático”) que acuñó un neologismo para superar los dilatados debates sobre la democracia: la poliarquía. Pero me esperaba un salto que sería trascendental.
A la luz de Norberto Bobbio
El autor que transformaría mi manera de concebir la política me fue presentado por el profesor Víctor Abreu en una clase a la que entraba como oyente en la Escuela de Historia en 1995. Significó un descubrimiento esencial para la formación de mi conciencia política y de mi formación académica. Víctor Abreu nos había recomendado leer “Estado, gobierno y sociedad: por una teoría general de la política” del filósofo político (y jurídico) italiano Norberto Bobbio. En esta obra un capítulo se dedicaba a explicar una de las dicotomías centrales del pensamiento político, aquella que se establecía entre democracia y dictadura.
Con ese afán taxonómico jurídico que era tradicional en Bobbio, y con un lenguaje que me pareció bastante accesible desde un primer momento, el pensador italiano pasaba de exponer el lugar de la democracia en las teoría de las formas de gobierno, incorporando la lectura de los clásicos, Platón y Aristóteles, hasta adentrarnos en los grandes debates sobre la diferencia entre la democracia de los antiguos y la de los modernos, la democracia representativa frente a la directa, la política y la social, la democracia formal frente a la sustancial. Del uso descriptivo se pasaba al prescriptivo (o axiológico) y al histórico del concepto.
La preferencia de Bobbio por una concepción formal de la democracia como procedimiento remitía al clásico texto de Joseph A. Schumpeter sobre “Capitalismo, socialismo y democracia”, que sería clave en el acercamiento de muchos autores posteriores, como el mismo Dahl.
De allí en adelante leí cada texto de Norberto Bobbio que llegó a mis manos, incluso hice unos semestres de italiano en la universidad para poder leerlo en su idioma original. Varios textos tuvieron un impacto importante en mi formación. Recuerdo especialmente “Derecha e Izquierda” que contribuyó a definir el tipo de izquierda en la que he creído. Pero, para profundizar en la comprensión de la democracia, nunca desligada de su historia, dos obras fueron especialmente clarificadoras, “El futuro de la democracia” y “Liberalismo y democracia”.
En la primera el filósofo italiano recupera una definición mínima de democracia para articularla con la defensa de una sociedad pluralista y de la vinculación con la tradición liberal, reivindicando al gobierno de la ley por encima del gobierno de los hombres, pero señalando también las amenazas y limitaciones a las que se enfrentaba la democracia a mediados de los años 80, realizando advertencias que pueden seguir vigentes respecto a la tecnocracia y a la existencia de poderes invisibles.
«…hacer una reflexión final sobre las tensiones intrínsecas a nuestra democracia contemporánea, advirtiendo que no se puede salvar a la democracia destruyendo la institucionalidad liberal, pero tampoco se puede preservar el liberalismo acabando con la democracia.»
En “Liberalismo y democracia” Norberto Bobbio separa, conceptual e históricamente, aquello que estamos acostumbrados a ver hoy unido en la democracia liberal. Recorre las tensiones entre estas dos tradiciones políticas, una antigua, la democrática, y otra más moderna, la liberal, que responden a dos interrogantes distintas para enfrentar el tema del poder. La exposición del matrimonio entre ambas tradiciones da pie a Bobbio para hacer una reflexión final sobre las tensiones intrínsecas a nuestra democracia contemporánea, advirtiendo que no se puede salvar a la democracia destruyendo la institucionalidad liberal, pero tampoco se puede preservar el liberalismo acabando con la democracia. En esta obra Bobbio, siguiendo a Benedetto Croce, separa al liberalismo como tradición política rica y compleja del liberismo que la limita a una idea estrecha de la economía.
Su acercamiento a una izquierda liberal, incluso a un socialismo liberal, parece extraño en nuestro polarizado presente. Había leído una larga entrevista a Norberto Bobbio titulada “Socialismo, liberalismo, socialismo liberal” que me permitió reconciliar reflexiones encontradas en el momento de su lectura. Años después, al leer su autobiografía, y el estudio introductorio de la recopilación de su obra, realizado por José Fernández Santillán, pude comprender las raíces de este compromiso. Su experiencia en “Justicia y Libertad”, grupo político de breve existencia, mostraba que consideraba al socialismo y al liberalismo tradiciones políticas compatibles en la consolidación del Estado democrático.
Bobbio fue mi conexión con otros autores, fundamentalmente italianos, como Michelangelo Bovero y Giovanni Sartori (“¿Qué es la democracia?”), pero también españoles como el mismo José Fernández Santillán, con la Escuela de Turín y su obra conexa. Fue la obra de Norberto Bobbio mi pivote para entender la democracia hasta que me vi compelido a realizar un salto sociológico para tratar de comprender lo que estaba pasando con los sistemas democráticos, tanto en Venezuela como en el mundo, a principios de la segunda década del siglo XXI.