El gran consenso democrático de Occidente tras la Segunda Guerra Mundial está en entredicho. Pese al evidente ascenso de la democracia como la noción dominante de legitimación política, sus carencias actuales oscurecen lo improbable de su institución, permitiendo que un gran malestar se consolide hacia el centro de la política contemporánea.
Cuando los líderes aliados, tras la rendición alemana de 1945, declararon el triunfo de la democracia y la libertad, abrieron la puerta a una onda expansiva cuyas secuelas no les serían del todo amistosas. Las grandes potencias de la posguerra no sólo diferirían en cuanto a su concepción de la democracia (ya «para el pueblo» ya «por el pueblo»…), si no que tendrían que enfrentarse a las demandas de cambio social y político que, ya dentro de sus sociedades, ya en sus antiguos dominios coloniales y zonas de influencia, ya incluso en los países derrotados y conquistados, han procurado las distintas olas democratizadoras hijas de esa victoria.
«Así que la imposición de estadistas pluralistas en regímenes que muy bien han podido permanecer bajo la tutela de ejércitos de ocupación o de partidarios de los nuevos poderes, y la emergencia de cientos de partidos democráticos, resulta mucho más que increíble».
Resulta notorio que emergieron en el mundo líderes contestatarios que contribuyeron a hacer verdadera la pretensión aliada de luchar por la libertad. Aunque algunos de estos líderes traicionaron ese ideal, o convirtieron nacientes democracias en nuevos regímenes autoritarios, estos parecen haber sido experiencias finitas. Entre 1945 y 1989, la asunción de la democracia como principio rector de los nuevos regímenes constitucionales derivados del aplastante cambio mundial, ha sido la norma y así también la exigencia de esos ciclos de movilizaciones sociales y populares.
Esto no fue un procesos inevitable ni falto de desvíos, como demuestran las dictaduras militares y corporativas que asolaron el mundo emergente durante el enfrentamiento bipolar. Así que la imposición de estadistas pluralistas en regímenes que muy bien han podido permanecer bajo la tutela de ejércitos de ocupación o de partidarios de los nuevos poderes, y la emergencia de cientos de partidos democráticos, resulta mucho más que increíble.
La clave de todo este proceso fue la emergencia de partidos pluralistas moderados. Sin esos partidos -normalmente democristianos y socialdemócratas-, la alternativa habría estado entre partidos comunistas -aupados por la autoridad de la Unión Soviética- y formas retardatarias de resistencia oligárquica, que habrían decantado en reiteraciones del derrotado fascismo. El reformismo sirvió articulador el entramado de intereses ideológicos, económicos, étnicos y religiosos divergentes, consolidando el Estado Social de Derecho que sigue siendo el modelo dominante de relación entre poder político y sociedad civil en Occidente. Justamente allí donde no le fue permitido desplegarse por los poderes fácticos, hubo retrocesos en esa victoria.
«Ante el vaciamiento ideológico de los partidos moderados en Occidente, dudosos en defender su legado institucional, emergen alternativas más audaces».
Sin embargo, es una victoria amenazada. Aunque la democracia liberal y social ha pasado el punto más alto de su poder histórico, crecientes retos éticos y materiales. La crisis económica del año 2008 demostró el desmontaje de las seguridades socioeconómicas que habían caracterizado al contrato social de la posguerra; la amenaza creciente del terrorismo integrista y su respuesta estatal, ponen en entredicho la expectativa de un mundo menos militarizado y de mayores libertades civiles; la distancia creciente con el establishment partidista ha ido minando otrora sólidos sistemas políticos, llevando a los ciudadanos del descuido indiferente a la creciente hostilidad.
Ante el vaciamiento ideológico de los partidos moderados en Occidente, dudosos en defender su legado institucional, emergen alternativas más audaces. Si el sistema político democrático, lento en su deliberación y pausado en su ejercicio, no se corresponde con las aspiraciones de la sociedad, emerge la oportunidad para que este malestar se amplíe en las bajas defensas que presenta el sistema. Como han planteado en reciente artículo Steven Van Huawert y Stijn Van Kessel[1], las actitudes populistas son una apertura hacia ideas políticas más extremas, y en su crítica hacia el sistema imperante, los votantes pueden normalizar incluso opiniones que le son contrarias ideológicamente en tanto estén expresadas fuera del mainstream político. Mientras tanto, los sistemas abiertamente autoritarios se permiten incursiones propagandísticas dentro de las democracias consolidadas, no sólo para mostrarse como ejemplos de coherencia y estabilidad, sino también para minar los fundamentos de sus adversarios.
«Mientras tanto, los sistemas abiertamente autoritarios se permiten incursiones propagandísticas dentro de las democracias consolidadas…»
No puede sorprender, entonces, que por casi toda una década hemos sido testigos de un retroceso de las sociedades libres. ¿Hasta qué punto este es un proceso irreparable, o es parte del normal agotamiento de los sistemas políticos? Las democracias liberales superaron las convulsiones de los sesentas y el marasmo de los setentas, pero con herramientas y políticas que hoy parecen ser tabú. El malestar está presente en la preocupación de todo el liderazgo de Occidente, aunque ante la distancia con sus ciudadanos cabe la duda si lo comprende a plenitud.
Atender ese gran malestar, sus causas, manifestaciones y posibles soluciones, es a lo que dedicaremos este espacio en los próximos meses.
[1] Van Hauwaert, S. y Van Kessel, S.:»Beyond protest and discontent: A cross-national analysis of the effect of populist attitudes and issue positions on populist party support», European Journal of Political Research, Vol. 57:1, febrero de 2018, pp. 68–92