El poder ilimitado de la soberanía popular es una de las creencias más activas del ideario político de la Ilustración. Se presume que un pueblo es soberano sólo cuando depende de sí mismo, sin ataduras teológicas o nobiliarias, ni tampoco de preceptos metafísicos o universales. No existe nada que delimite de antemano a un pueblo soberano. La deliberación pública, nos decía Jean Jacques Rousseau, «no puede obligar al soberano para consigo mismo, y que, por tanto, es contrario a la naturaleza del cuerpo político que el soberano se imponga una ley que no pueda infringir. No hay ni puede haber ningún tipo de ley fundamental obligatoria para todo el cuerpo del pueblo, ni siquiera el contrato social»[1], concluye el ginebrino.

Sin embargo, si no se admiten principios sustantivos a priorique regulen su actuación, porque sería imponerle límites, ¿cuándo la soberanía popular es correcta y justa? La soberanía será correcta cuando su voluntad exprese el bien común, la utilidad pública o el interés general, para mencionar las conocidas nociones al uso. En otras palabras, el asunto aquí no es quédecide la soberanía, sino cómolo decide. En el caso de El contrato social, Rousseau asegura la efectividad de la soberanía popular mediante un procedimiento donde podemos inferir, básicamente, tres reglas: «Si cuando el pueblo, suficientemente informado, delibera, no mantuviesen los ciudadanos ninguna comunicación entre sí, del gran número de las pequeñas diferencias resultaría la voluntad general, y la deliberación sería siempre buena»[2].

Permítanme descomponer este procedimiento rousseauniano. En primer lugar, la deliberación de la «voluntad general» requiere de sujetos bien informados del asunto a deliberar, lo cual supone, además, que manejan también información sobre aspectos generales de la historia y del contexto situacional que configura el asunto, y también algunas nociones básicas de interés económico, social y político para manejar el asunto. Esto es, los sujetos de la soberanía popular son decisores con suficiente capacidad deliberativa. En segundo lugar, esos decisores deliberan y deciden exclusivamente según su propio interés, sin la más mínima consideración por el vecino y hasta es posible excluir lazos familiares. Mientras más diversos y personalísimos sean los intereses, mejor resultará la nitidez del interés común.

«Es importante, pues, para la formulación de la voluntad general que no haya sociedad parcial en el Estado y que cada ciudadano opine exclusivamente según su propio entender[4]»

Esta segunda condición o regla es subsidiaria de la primera, porque exige que los decisores de la soberanía popular sean sujetos muy conscientes e informados, no sólo de la cuestión a deliberar, sino de su posición e intereses actuales y de cómo serán afectados en el futuro, según sea finalmente la voluntad general. En términos rawlsianos, nadie tiene, aquí, un «velo de ignorancia»[3]. Finalmente, está prohibido hacer coaliciones, grupos, sectas o partidos en un proceso deliberativo y menos para influir permanentemente en la formación de la voluntad general. Esta regla presupone dos cosas. Queda prohibido la promoción, pública o privada, del interés de cada uno, y queda prohibido también la negociación y articulación de intereses entre las partes. Para decirlo con Rousseau, «es importante, pues, para la formulación de la voluntad general que no haya sociedad parcial en el Estado y que cada ciudadano opine exclusivamente según su propio entender»[4].

Estas reglas para garantizar la efectividad política de lavoluntad generalde Rousseau, que pueden resultar sin duda quiméricas, también nos advierten lo peligroso que resulta una soberanía popular «sin límites» en ausencia de esas reglas, porque sus decisiones resultarán una mera voluntad de todos«que busca el interés privado y no es sino una suma de voluntades particulares»[5]. No obstante, Rousseau es optimista con la efectividad del pueblo soberano y su voluntad general bajo esas reglas: «Estas precauciones son las únicas adecuadas para que la voluntad general se manifieste siempre y para que el pueblo no se equivoque nunca»[6]. Dado que son imposibles en la práctica, examinemos más de cerca la teoría.

La premisa mayoritaria

¿Esas reglas son las «únicas adecuadas» para que el pueblo no se equivoque nunca? Por ejemplo, Carlos Nino, poco más dos siglos después, aseguraba que las reglas deliberativas de las decisiones mayoritarias «transformaban los intereses y preferencias de las personas», con resultados marcados por «una tendencia mayor hacia soluciones imparciales que cualquier otro método». Las reglas de Nino también eran tres, pero curiosamente en una línea diametralmente opuesta a la rousseauniana: i) derecho igual a tener voz y a ser oído en la deliberación; ii) la promoción de los intereses de cada individuo bajo esquemas comprobables de justificación y evaluación; y iii) la articulación de los intereses con pretensiones de atraer para sí la mayor cantidad de apoyos por convicción.

El jurista argentino consideraba que esa transformación de preferencias individuales en decisiones equitativas o justas constituía un valor epistémico de su concepción deliberativa frente a otros métodos democráticos. Para Nino, como también lo fue entonces para Rousseau, la deliberación de la soberanía popular sujeta a esas reglas permite alcanzar «decisiones moralmente correctas»[7]. Es la misma pretensión del ginebrino, pero sospecho que se debe más a una fe romántica en la soberanía popular, que a las fórmulas para que «no se equivoque nunca».

En favor de mi sospecha, reconsideremos este asunto desde la distinción que realiza Ronald Dworkin sobre lo que él denomina «la premisa mayoritaria»[8]. Según Dworkin, cuando decimos «la democracia es el gobierno del pueblo» nos referimos a las acciones que sólo ese cuerpo colectivo realiza. En efecto, desde la premisa mayoritaria como expresión de la soberanía, nos dice Dworkin: «hay dos tipos de acción colectiva [que realiza el pueblo], la estadística y la comunal, y nuestra visión de la premisa mayoritaria bien puede depender del tipo de acción colectiva que consideramos requiere un gobierno democrático»[9]. En efecto, una «decisión estadística» se produce cuando el resultado de la votación de una mayoría determina la distribución de escaños en un cuerpo colegiado. Pero una «decisión comunal» es una decisión que incluye a todo «el pueblocomotal», nos dice Dworkin, como una declaratoria de guerra entre naciones nos involucra a todos, indistintamente de los procesos que convalidaron la decisión.

«La fe epistémica que le profesan a la soberanía popular presupone que todos o casi todos los ciudadanos comparten una misma visión del mundo y de la vida».

Desde esa distinción, podemos afirmar que la concepción omnipotente de la soberanía popular parece sustentarse en una premisa mayoritaria de tipo comunal, pero por una razón adicional a la de Dworkin. La fe epistémica que le profesan a la soberanía popular presupone que todos o casi todos los ciudadanos comparten una misma visión del mundo y de la vida[10].Desde esa presunción se comprende mejor cuando Nino insiste en que es posible alcanzar decisiones moralmente correctas, porque las condiciones de la deliberación se convierten en un mecanismo para alcanzar lo que él llama «la esfera intersubjetiva de la moralidad». Una intersubjetividad posible porque los fines últimos se consideran dados y compartidos por personas que profesan una misma doctrina moral y que deliberan sobre los medios más propicios.

Por su parte, la voluntad general de Rousseau tampoco escapa a la premisa mayoritaria de tipo comunal, porque una hegemonía doctrinal es condición suficiente para que sus reglas deliberativas garanticen «que la voluntad general se manifieste siempre y para que el pueblo no se equivoque nunca». La república de El Contrato Social está compuesta de ciudadanos bajo la misma «profesión de fe puramente civil» cuyos preceptos son fijados por el poder soberano, quien podrá «desterrar a cualquiera que no las crea por insociable» y «quien se conduce como si no los creyese que sea condenado a muerte»[11]. Esa soberanía popular no requiere límites, a manera de preceptos universales que la regulen, porque presupone una comunidad donde moralmente no hay minorías y políticamente no hay pluralismo.

El dilema habermasiano

La conclusión de Dworkin es un corolario: «La lectura comunal suena misteriosa, y podría también sonar peligrosamente totalitaria», a pesar de que «los argumentos más poderosos a favor de la premisa mayoritaria presuponen una lectura comunal». En efecto, una concepción política democrática que procure una sociedad abierta, donde el pluralismo político y diversidad moral emerjan como resultado de las instituciones de la libertad, requiere otro tipo de premisa mayoritaria, claramente delimitada en sus atribuciones y competencias. Una que disuelva el dilema presentado por Jürgen Habermas que John Rawls, mejor que nadie, sintetizó: «El supuesto dilema, creo, es que mientras los derechos humanos no se pueden imponer externamente en el ejercicio de la autonomía política en un régimen democrático, dicha autonomía, por grande que sea, no puede violar legítimamente aquellos derechos humanos mediante sus leyes»[12].

«La democracia es necesariamente liberal, porque si deja de serlo será entonces cualquier otra cosa.»

El delicado equilibrio entre la participación y la autonomía política de la soberanía popular, por un lado, y los derechos individuales y la autonomía moral de las personas, por el otro, sigue siendo un aspecto medular en el actual debate sobre la democracia liberal. Para abordarlo voy a fijar algunas premisas. La democracia es un sistema de instituciones debidamente ordenadas para producir mediciones confiables de la soberanía popular. Su institución fundamental es el sufragio y, por ende, la participación y la representación política. El resto de las instituciones que asociamos con la democracia, tales como el estado de derecho, el equilibrio de poderes, las libertades básicas y demás garantías de justicia, conforman el acervo doctrinal del liberalismo, desde mucho antes que la democracia representativa fuera adoptada, finalmente, como el ideal político occidental del siglo XX. Si se despoja a los regímenes democráticos de sus investiduras liberales, solo quedará lo que hoy muchos califican como regímenes plebiscitarios, populistas, «democraduras», «dictablandas» o autoritarismos competitivos, y demás calificativos que desdibujan, efectivamente, lo que idealizamos cuando nos referimos a una democracia constitucional. La democracia es necesariamente liberal, porque si deja de serlo será entonces cualquier otra cosa.Como la mal llamada democracia «iliberal», donde cabe prácticamente desde el chavismo bolivariano de Maduro hasta el régimen turco opresivo de Erdogan.

Precisamente, lo que hoy entendemos como un régimen democrático plausible es la confluencia de las instituciones que permiten la expresión de la soberanía popular, núcleo del poder soberano del ideario democrático, bajo las instituciones que limitan sus excesos y suplen sus carencias, como son las instituciones del ideario liberal. Los estudios sobre la calidad democrática muestran esa combinación de instituciones democráticas y liberales en los baremos que miden el desarrollo y desempeño de los regímenes democráticos «reales»[13].

Disolución del dilema

Según estas premisas, el dilema habermasiano expuesto por John Rawls merece una reconsideración porque esos derechos y garantías individuales conforman indisolublemente el ideario democrático. En otras palabras, considero un falso dilema plantear la cuestión de los derechos y garantías individuales como algo separado y distinto del «ejercicio de la autonomía política» en una democracia.

¿De quién estamos hablando cuando nos referimos al ejercicio de la autonomía política? En una democracia, el sujeto de tal autonomía es el ciudadano. Pero el ciudadano tiene un conjunto de atribuciones y prerrogativas que no se infieren ni se justifican por el mero acto de nacer en una república. Tampoco en el hecho natural de alcanzar la edad convenida para votar. Dos condiciones muy necesarias, sin duda, para el ejercicio de la ciudadanía. Pero de lo que estamos hablando aquí, según el dilema habermasiano, es del ejercicio de la «autonomía política» del ciudadano, y esto tiene consigo otras condiciones sin las cuales tal ejercicio es imposible.

Una concepción de autonomía que grafica lo que deben considerar los ciudadanos cuando la ejercennos la ofrece el mismo Rawls: «[la autonomía política] se realiza en la vida pública afirmando los principios políticos de la justicia y ejerciendo las protecciones de los derechos y libertades básicos; también se realiza participando en los asuntos públicos de la sociedad y compartiendo la autodeterminación colectiva a través del tiempo»[14]. Una ciudadanía entendida así, evidentemente, es algo más y mejor, cualitativamente, que el mero hecho de nacer y tener edad para votar. La ciudadanía es una condición que supone, en primer lugar, el reconocimiento mutuo de derechos y deberes políticos en los sujetos que la ejercen, y, en segundo lugar, que lo amparado en esos derechos y las obligaciones en esos deberes son sólo efectivos con el consentimiento voluntario de los ciudadanos, esto es, sin la influencia de externalidades como la necesidad o la fuerza.

«La autonomía política de los ciudadanos pone punto final a la controversia del dilema, porque esa autonomía es consustancial a los derechos humanos que le son intrínsecos…»

Desde esa concepción de la autonomía política, no hay manera de considerar a los sujetos políticos de la democracia como exentos de derechos, porque precisamente es el reconocimiento de tales derechos lo que le otorga su condición de ciudadanos. Políticamente, el dilema habermasiano carece de sentido. Sin embargo, el dilema hace énfasis en los «derechos humanos» y no sólo en el capítulo político de esos derechos. La cuestión aquí sería entonces examinar si los derechos, como son reconocidos en la Declaración universal de los derechos humanos, es algo que los ciudadanos pueden democráticamente rechazar o proscribir en su sociedad, sin menoscabo futuro de su autonomía política. Pero un somero examen confirmará que proscribir los derechos humanos es la negación misma de la ciudadanía democrática, quedando totalmente disuelto el dilema habermasiano. La autonomía política de los ciudadanos pone punto final a la controversia del dilema, porque esa autonomía es consustancial a los derechos humanos que le son intrínsecos y sin los cuales no hay posibilidad alguna para su ejercicio.

El pueblo semisoberano

Volvamos entonces a la pregunta inicial de esta ponencia. ¿Dónde radica el fundamento de esa pretensión de una soberanía popular omnipotente y de su voluntad general incapaz de errar?  Con respecto a la voluntad general, la autonomía política del ciudadano es fundamental. Las reglas de oro de Rousseau, esto es, ciudadanos muy bien informados, sin externalidades ni grupos o negociaciones, solo con su conciencia e interés propio, acentúan esa autonomía política que tanto influyó en Kant, como Cassirer nunca dejó de insistir[15]. Sólo así podrán tomar decisiones como un cuerpo político, preservando ese desideratum de Rousseau donde cada uno «solamente se obedezca a sí mismo y quede tan libre como antes». Pero con respecto a la soberanía popular aún falta por establecer cuál es su fundamento, esto es, qué la hace posible.

Rousseau aquí nos brinda una segunda advertencia: la constitución de la soberanía popular no puede ser el resultado de su propia voluntad general. Rememorando a Hugo Grocio, Rousseau nos invita a que examinemos «el acto mediante el cual un pueblo se convierte en tal pueblo, porque siendo este acto necesariamente anterior al otro, es el verdadero fundamento de la sociedad. En efecto, si no existiese convenio previo, ¿dónde radicaría la obligación para la minoría de someterse a la elección de la mayoría…? La propia ley de la pluralidad de los sufragios ha sido establecida por convenio y supone, al menos una vez, la unanimidad»[16]. Pues bien, en nuestras democracias constitucionales reales, aquéllas identificadas como las más estables, prósperas y libres del orbe, la admisión universal de la primacía de los derechos humanos expresa ese convenio «unánime» que advierte Rousseau y que requiere toda sociedad democrática para constituir su soberanía popular y, con ella, la obligación política de la ciudadanía a respetar la premisa mayoritaria en los sufragios. No tenemos a la vista ninguna otra unanimidad posible.

«Un pueblo consciente de la confluencia entre las instituciones democráticas y las garantías de los derechos humanos es el resguardo de la libertad e igualdad políticas.»

En conclusión, un pueblo soberano en nuestro tiempo es aquel que admite, como un acto unánime y anterior a toda voluntad general futura, regirse por esos derechos y garantías individuales porque en ellos se sustenta su autonomía política como ciudadanos. Un pueblo consciente de la confluencia entre las instituciones democráticas y las garantías de los derechos humanos es el resguardo de la libertad e igualdad políticas. Por el contrario, quienes se entregan a la voluntad de particulares de una soberanía mal entendida y sin límites, sin posibilidad alguna de ejercer su autonomía política, ni mucho menos la ciudadanía, tendrán una escueta o, peor aún, una caricaturesca condición de pueblo: la condición de ser un pueblo semisoberano.

[1]Jean Jacques Rousseau, El contrato social, Ed. Tecnos, Madrid, 1988, pág. 17. La única referencia a los límites del poder soberano se encuentra en su Libro II, Capítulo IV, donde se refiere a la equidad como el principio rector procedimental: «Vemos así que el poder soberano, por muy absoluto, sagrado e inviolable que sea, no excede ni puede exceder los límites de las convenciones generales, y que todo hombre puede disponer plenamente de lo que, en virtud de esas convenciones, le han dejado de sus bienes y de su libertad. De modo que el soberano jamás tiene derecho a infringir más cargas a un súbdito que a otro, porque entonces, al adquirir el asunto un carácter particular, su poder deja de ser competente», Ibid., pág. 33, cursivas mías. En pocas palabras, el soberano no puede transgredir lo que ya ha convenido para los hombres, hasta que una nueva convención, gracias a su soberanía, imponga un nuevo límite a sus bienes y su libertad. Establecida la convención, procurará que sea «igualitaria» para todos.

[2]Rousseau, Op. Cit., pág. 29.

[3]Considerado por Rawls un requisito fundamental para preservar la deliberación pública exenta de consideraciones particulares, cuando se trata de alcanzar consensos constituyentes. Cfr. John Rawls Justicia como equidad. Una reformulación, Ediciones Paidós, Barcelona, 2002, págs. 39-40.

[4]Rousseau, Op. Cit., pág. 29.

[5]«Pero cuando se desarrollan intrigas y se forman asociaciones parciales a expensas de la asociación general, la voluntad de cada una de estas asociaciones se convierte en general, con relación a sus miembros, y en particular, con relación al Estado; se puede decir entonces que ya no hay tantos votantes como hombres sino asociaciones. Las diferencias se reducen y dan un resultado menos general. Finalmente, cuando una de las asociaciones es tan grande que prevalece sobre todas las demás, el resultado no será una suma de pequeñas diferencias, sino una diferencia única; entonces no hay y voluntad general, y la opinión que domina no es sino una opinión particular», Ibid., pág. 29.

[6]Ibid., pág. 30.

[7]Carlos Nino, La constitución de la democracia deliberativa, Gedisa editorial, Barcelona, 1997, págs. 154 y ss. Rousseau por su parte afirmó «lo que generaliza a la voluntad es menos el número de votos que el interés común que los une; porque en esta institución cada uno se somete necesariamente a las condiciones que él impone a los demás; acuerdo admirable del interés y la justicia, que da a las deliberaciones comunes un carácter de equidad», Op. Cit., pág. 32

[8]Ronald Dworkin, «La lectura moral y la premisa mayoritaria», en Democracia deliberativa y derechos humanos, Gedisa Editorial, Barcelona, 2004, págs. 101-104.

[9]Ibid., pág. 120.

[10]En la base de la acepción de «comunal» de Dworkin puede articularse la distinción rawlsiana entre comunidad y sociedad: «Yo creo que una sociedad democrática no es una comunidad ni puede serlo, entendiendo por comunidad un cuerpo de personas unidas en la defensa de la misma doctrina comprehensiva o parcialmente comprehensiva. Semejante cosa la hace imposible el hecho del pluralismo razonable que caracteriza a una sociedad con instituciones libres», Rawls, Justicia como equidad. Una reformulación, Op. Cit.,págs. 25-26.

[11]Rousseau, Op. Cit., págs. 138-139.

[12]John Rawls: «Réplica a Habermas», en Jürgen Habermas / John Rawls: Debate sobre liberalismo político, Ediciones Paidós, Barcelona, 1998, pág. 118. El dilema en toda su extensión puede verse en Jürgen Habermas: Facticidad y validez, Editorial Trotta, Madrid, 1998, pág. 653.

[13]Cfr.: Altman, D. y Pérez-Liñán, A. (1999): «Más allá de la poliarquía: una aproximación a la calidad de las democracias», Revista Uruguaya de Ciencia Política, 11, pp. 83-105; Altman, D. y Pérez-Liñán, A (2002): «Assessing the quality of democracy: freedom, competitiveness and participation in eighteen Latin American countries», Democratization, 9 (2), pp. 85-100; Bülmann, M. et al. (2012): «The democracy barometer: A new instrument to measure the quality of democracy and its potential for comparative research», European Political Science, 11 (4), pp. 519-536; Diamond, L. y Morlino, L. (2004): “The quality of democracy. An overview”, Journal of Democracy, 15 (4), pp. 20-31; Levine, D.H. y Molina, J.E.  (2007): “La calidad de la democracia en América Latina: una visión comparada”, América Latina Hoy, 45, pp. 17-46; Mainwaring, S. y Pérez-Liñán, A. (2008): Regime legacies and democratization: explaining variance in the level of democracy in Latin America, 1978-2004. Disponible en línea en la siguiente dirección: http://kellogg.nd.edu/publications/workingpapers/WPS/354.pdf; Morlino, L. (2007): “Explicar la calidad de la democracia: ¿Qué tan relevantes son las tradiciones autoritarias?”, Revista de Ciencia Política, 27 (2), pp. 3-22; Escobar, M. (2011): “La calidad democrática. Una propuesta para su medición por expertos”, Revista Española de Investigaciones Sociológicas, 133, pp. 59-80. Un estudio que hace un análisis de estos baremos y aporta el suyo propio puede verse en Tusell Collado, A.: “La calidad de la democracia y sus factores determinantes. Un análisis comparado de 60 países”, en Política y Sociedad, Vol. 52, Núm. 1 (2015): 179-204.

[14]Rawls, J.: Liberalismo político, F.C.E., México, 1995, pág. 91

[15]Cassirer, E.: «Kant y Rousseau», en Rousseau, Kant, Goethe, Ed. Roberto Aramayo, F.C.E., México, pp. 157-232.

[16]Rousseau, J.J. Ibid.

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