No hay acto humano que pueda ser inteligible, comprensible o justificable al margen de una regla. Diría incluso, como premisa provocadora, que solo actuamos cuando lo hacemos según reglas. Esta premisa que parece una verdad de Perogrullo, por lo general se busca preterir o sencillamente se ignora. Las visiones «realistas» de la política que hacen énfasis en el conflicto, la violencia y el poder soslayan las visiones éticas de la política porque hacen de la regla su premisa filosófica fundamental. Algunos dirán que los «idealistas» ponen demasiado empeño en la moralidad de las reglas, entendiendo que la política tiene sus propias reglas. Un «realista» podrá argüir que il principe nuovo de Nicolás Maquiavelo también tiene sus reglas. Aquí no hay lugar para la duda. Pero tal vez el florentino tiene que dar cuenta de esos arrivisti asemejándolos a zorros y a leones porque son tan «nuevos» que cuesta descifrar la naturaleza de sus actos a la luz de las reglas disponibles, y hasta entonces reconocidas y admitidas. Son puro deseo y capacidad: é cosa veramente molto naturale e ordinaria desiderare di acquistare; e sempre, quando li uomini lo fanno che possano, saranno laudatti o non biasimati; ma, quando e’non possano e vogliono farlo in ongi modo, qui è lo errore e il biasamo[1]. Luigi Russo califica de «instintiva» esa moralidad de Maquiavelo porque reduce la justificación ética de la política a mera eficacia «instrumental», a esa capacidad de lograr con certeza aquello que se propone, mediante esa especial combinación de astucia y fuerza que solo tiene la prudencia de un príncipe con virtú[2]. Las reglas de los principados hereditarios y eclesiásticos quedan desfasadas ante la irrupción de esta innovación política.
El contraste con la manida tesis de la separación entre política y moral en Maquiavelo, desde su época tan fascinante como terrible, permite distinguir el papel fundamental de las reglas en la vida política. Una distinción no sólo en actuar según las reglas o hacerlo a contrapelo de ellas, sino en la comprensión y justificación de la vida política desde las reglas que rigen los actos humanos porque ―insisto― no hay posibilidad de hacerlo al margen de ellas. Con la excepción de El Príncipe de Maquiavelo, no conozco otro clásico del pensamiento político donde se haya realizado un esfuerzo teórico para inferir, en un mundo «sin reglas», algún reglaje para la comprensión y justificación de la política. Podríamos señalar algunos casos donde la ruptura de las reglas del orden político influyó decisivamente en algunos teóricos, pero a diferencia del florentino, lo que formularon gracias a esa experiencia fueron fascinantes andamiajes normativos. La teoría política es un campo de reflexión que dirige su atención al orden reglado de la vida pública, sea para comprenderlo, sea para recomponerlo o sea incluso para descubrirlo como hacía Maquiavelo, yendo de llanuras a montañas y viceversa o de pasados gloriosos a presentes peligrosos. Al ser ineludible el asunto de las reglas, valga reiterar que la investigación en la teoría política se basa en ese orden reglado que denominamos «político» porque dentro de sus ejes y coordenadas se comprenden y se justifican los actos que por lo general identificamos con la «política».
«Krátos pasa a designar el poder político, es decir, el poder de tomar decisiones colectivas, y, por tanto, el poder atribuido a ese sujeto que en una comunidad establece las decisiones públicas, y por ello es supremo y soberano»»
Esos órdenes políticos los identificamos y distinguimos entre sí precisamente por la composición y significado de sus reglas. Los clasificamos principalmente en «democráticos» y «autocráticos», estableciendo a partir de ellos una gama de mixturas de realces y matices según sus reglas, con denominaciones híbridas como «democradura» o la reciente «autocracia competitiva». Lo que no podemos eludir es el valor de krátos en esas clasificaciones con el significado griego que Michelangelo Bovero destaca de «superioridad, capacidad de afirmarse, y por lo tanto parece indicar una fuerza sobreabundante, preponderante, que se impone: podríamos decir la fuerza del más fuerte; pero como componente de palabras como democracia o aristocracia, krátos pasa a designar el poder político, es decir, el poder de tomar decisiones colectivas, y, por tanto, el poder atribuido a ese sujeto que en una comunidad establece las decisiones públicas, y por ello es supremo y soberano»[3]. La segunda acepción de krátos entendida como «el poder de tomar decisiones colectivas» es la efectivamente política porque supone tomar decisiones «en una comunidad» o koinonía politiké, es decir, ordenada institucionalmente hacia un propósito o finalidad superior entre todos los fines particulares, para decirlo con Aristóteles[4]. El estagirita comprendió siempre que la cuestión política es un asunto que requiere de nomoi: reglas o leyes.
Luego, cuando un realista afirma que «la política corre libre ante consideraciones éticas sobre las reglas», nos está diciendo también que no le concierne epistémica ni éticamente la naturaleza moral de la koinonía politiké, esto es, el marco de reglas que permiten la comprensión y la justificación del régimen político, máxime cuando un autócrata regenta al régimen. El realista sólo tiene interés en la mera conquista del poder y presume ―al igual que Maquiavelo― que esa conquista tiene sus propias reglas que deberán ser descubiertas o inferidas ante ese rival que suponemos con krátos, capaz de imponerle al resto de sus coterráneos su eficiente forma de proceder, siempre imprevisible por arbitraria, como i principati del tutto nuovi del renacimiento italiano de finales del siglo XV. Si nos toca enfrentar a un autócrata eficiente, ese razonamiento realista puede ser pertinente cuando se trata de conquistar el poder «mano a mano» en la arena de un duelo o en el campo de batalla. En esos escenarios no hay nada que pueda asegurar que las «reglas» ahí serán atendidas o respetadas por el autócrata, y, por tanto, «todo vale». Pero si debemos enfrentarlo en la arena pública mediando la participación de un tercer elemento, digamos la natura dei popoli, los realistas deberían saber con Maquiavelo que esa naturaleza «es tan diversa» que, si no se cuenta con la «fuerza» para obligarlos a «mantener esa idea», no queda más que la «persuasión» para alinearlo a favor de esa conquista. Sabemos que el florentino es escéptico ante la capacidad de la persuasión para tales propósitos por su celebérrimo pesimismo antropológico. Hoy, cinco siglos después, sabemos que nada es más poderoso para mantener una idea que la persuasión.
«Debemos considerar el papel de las reglas que afectan a la «obligación política» de las mayorías de seguir un curso de acción o de cimentar un orden político, porque requerimos mantener ideas y creencias, no miedos y terrores.»
En efecto, la relación entre fuerza y persuasión tiene una proporción funcional, esto es, según el grado de persuasión alcanzado dependerá el grado de fuerza necesaria para «mantener esa idea», porque ahora con la incorporación del gran público ya no alcanza ver el asunto como una disputa «al margen de reglas morales» entre príncipes o élites opuestas. Debemos considerar el papel de las reglas que afectan a la «obligación política» de las mayorías de seguir un curso de acción o de cimentar un orden político, porque requerimos mantener ideas y creencias, no miedos y terrores. Esa proporción funcional ha generado en nuestro tiempo no pocas dificultades para comprender la naturaleza política entre persuasión y fuerza. And covenants, without the swords, are but words, and of no strength and art, for caution against all other man, afirma Thomas Hobbes en su célebre Capítulo 17 de Leviathan[5]. Una afirmación que lamentablemente ha sido magnificada en menoscabo de la persuasión y que ha alimentado con mayor finura el mito del pesimismo antropológico maquiaveliano. Es verdad que sin la espada son inútiles los contratos. Empero, para que la espada sea útil se requiere primero un buen contrato. Lo que quiero decir aquí es que la fuerza nunca fue considerada por Hobbes un recurso para ser usado «en masa». Hay otros recursos masivos que deben ser considerados prima facie y sin los cuales el mero uso de la fuerza es tan inútil para preservar las reglas del orden, como la palabrería que alude el oriundo de Wesport.
En efecto, el filósofo de la coerción política lo admite en tantos pasajes de su extensa obra que basta acuñar aquí solo uno: The passions that incline men to peace, are fear of death; desire of such things as are necessary to commodious living; and hope by their industry to obtain them. And reason suggesteth convenient articles of peace, upon which men may be draw to agreement[6]. Hay pasiones y razones de mucho peso para ponernos de acuerdo en cómo hacer posible la vida común bajo un orden político debidamente reglado. La mayoría de los hombres, para no decir todos, somos lo suficientemente sensatos para admitirlo y reconocerlo. Sin embargo, siempre hay quienes piensan que vivir al margen de las reglas puede ser más beneficioso para su propio interés, cuando todos los demás las siguen y acatan. Nos advierte el mismo Hobbes: The fool hath said in his heart, there is no such thing as justice and sometimes also with his tongue; seriously alleging, that every man’s conservation, and contentment, being committed to his own care, there could be no reason, why every man might not do what he thought conduced thereunto: and therefor also to make, or not make; keep, or not keep covenants, was not against reasons, when it conduced to one’s benefit[7]. Un tipo de razonamiento quizás muy semejante de aquellos arrivisti que llegaron al poder devastando reglas en principados hereditarios y eclesiásticos italianos, convirtiéndose en los protagonistas del speculum maquiaveliano de 1513.
No obstante, esa preocupación de Hobbes por el «insensato» que antepone su interés propio por encima de la justicia, encuentra su mejor respuesta en esa propensión «connatural» de la mayoría que comprende que nada sirve mejor al propio interés que cumplir con las reglas. Por consiguiente, la coerción no es un recurso masivo porque se ejerce específicamente sobre los insensatos, siendo la garantía final que necesitan los sensatos para preservar acuerdos y reglas. Siempre existirán esos seres poco razonables haciendo de la suyas en el mundo social y lo seguirán haciendo. Pero si los sensatos se tropiezan un free rider no sólo confiarán que serán reparados en el agravio y aquél recibirá su merecido castigo, sino todos aquellos que «igualmente» se sientan capaces y con expectativas de violar reglas también se inhibirán de hacerlo. De este modo podemos comprender mejor la naturaleza de la relación entre la persuasión y la fuerza que sugería Maquiavelo a los príncipes. Considerando la obligación política como fundamento del orden, Hobbes la expresa en una tríada compuesta de pasiones o «maneras» que tienden a la obediencia, razones o «leyes naturales» que nos indican preceptos de sensatez y la coerción para los que no tienen manera alguna de comprender que sus transgresiones a las reglas son la mayor amenaza a sus propios intereses y a los nuestros. La estabilidad del orden basado en «mantener esa idea» de la obligación política ya no podrá sustentarse, como indica Macpherson, sólo desde «las capacidades y deseos de los hombres a unos supuestos designios de la naturaleza o la voluntad de Dios, y de ahí a los derechos y obligaciones humanos»[8]. Completo añadiendo que tampoco por la astucia del «príncipe nuevo» que hace reglas a su medida para luego romperlas a voluntad. Ni el linaje ni la divinidad ni la astucia son suficientes para fundamentar la obligación política. En adelante, esa obligación necesitará «buenas razones» ancladas en la propia condición humana para convencernos apasionadamente el valor de obedecer las reglas del orden político o desacatarlas. La persuasión es la clave si queremos la participación del gran público en esa tarea.
«Si el gran público es el único recurso para enfrentar autocracias, no hay que desestimar ni soslayar la crítica moral contra las «reglas autocráticas», ni mucho menos la comprensión y la justificación moral de las reglas democráticas.»
Desde este punto de vista, creo que tenemos un saldo a favor de las consideraciones éticas sobre las reglas que rigen la acción política. El realismo puede presentarnos una gama fascinante de opciones estratégicas para conquistar el poder, pero si necesitamos movilizar a la ciudadanía como supone la política democrática requerimos mucho más que razones estratégicas. Necesitamos razones que conmuevan la conciencia e inspiren corazones. En otras palabras, necesitamos razones morales. Si el gran público es el único recurso para enfrentar autocracias, no hay que desestimar ni soslayar la crítica moral contra las «reglas autocráticas», ni mucho menos la comprensión y la justificación moral de las reglas democráticas. Solo la persuasión pública por la obligación política a las reglas democráticas otorga esa sensación de consistencia e integridad moral que estimula la adhesión masiva de principios y valores de la democracia, más aún cuando estamos ante la repulsión que nos producen las autocracias de corte socialista, caracterizadas por la pauperización y envilecimiento de la vida humana. Los realistas políticos deben entender que en nuestra era ya no es posible contratar condottieri para que derroquen tiranos o defiendan plazas, ni tampoco pretender que la gente se comportará con la disciplina militar de una soldadesca que sigue a su capitán «porque es astuto y sabe lo que hace». El secreto democrático de las reglas es que el gran público se alinea en una acción política cuando quedó persuadido de la regla que le hace comprender y justificar esa acción. Más aún cuando le toca enfrentar tiranías. Estar consciente de ese secreto y manejar el arte de esa persuasión son cualidades inherentes del liderazgo democrático. Un liderazgo y unos atributos que merecen un tratamiento aparte.
[1] Maquiavelo, N.: De Principatibus, Trillas, México (Ed. Bilingüe), 1993, p. 79.
[2] Cfr. Russo, L.: Machiavelli, Laterza & Figli, Bari, 1949, p. 57, n.186.
[3] Bovero, M.: Una gramática de la democracia, Trotta, Madrid, 2002, p. 15.
[4] Cfr. Aristóteles: Política, Libro I, 1252a 1-7.
[5] Hobbes, Th.: Leviathan, Collins-Fontana, Glasgow (Edt. John Plamenatz), p. 171.
[6] Hobbes, op. cit., p. 145.
[7] Hobbes, op. cit., p. 157.
[8] Macpherson, C.B.: La teoría política del individualismo posesivo. De Hobbes a Locke, Trotta, Madrid, 2005, p. 83.