A través de dos entregas se reproduce aquí el texto que presenté en el Simposio Internacional de Ciencia Política que organizó recientemente el Instituto de Estudios Políticos de la Universidad Central de Venezuela (noviembre de 2018). Estos dos textos, por lo tanto, conforman en realidad uno solo y como partes del mismo deben ser entendidos, si bien se reproducen aquí de manera separada para facilitar su lectura. La totalidad del texto constituye un ejercicio a través del cual he querido resumir mi visión global de los principales problemas que afronta hoy la democracia, entendiendo por tales aquellos que pueden conducir a su sustitución por parte de regímenes autocráticos. A continuación se reproduce la primera parte.
1) La mengua de las democracias de nuestro tiempo
Existe hoy un consenso en torno al hecho de que la democracia viene experimentando un retroceso generalizado durante el siglo XXI. Tal percepción se sustenta en todo tipo de evidencias y argumentaciones. Por un lado, desde una perspectiva más bien cuantitativa, contamos con la información ofrecida por diversos índices de medición de la democracia, los cuales registran la evolución de diversas variables en términos observables y comparables. Estas variables abordan aspectos tales como la realización de elecciones libres, justas y competitivas, el respeto de las libertades individuales, el carácter responsable y controlado del gobierno, y diversos aspectos relacionados con el libre ejercicio de los derechos civiles y políticos. Los principales índices (Polity IV, The Economist Intelligence Unit, V-Dem, etc.) por lo general coinciden al mostrar un declive generalizado de la democracia en diversas partes del planeta. América Latina no constituye una excepción al respecto, pues de 19 democracias a principios del siglo XXI hemos pasado a 15.
«…las democracias son mucho más difíciles y complejas porque “deben ser creídas”, en tanto requieren el ejercicio efectivo de la soberanía popular.»
Por otro lado, desde enfoques más cualitativos, proliferan caracterizaciones que describen la pérdida de la calidad de los procesos políticos en los que consiste y se sustenta la democracia. Tal señalara Giovanni Sartori, mientras el poder se ejerce de forma relativamente simple en los gobiernos autoritarios (sustentados como están en la obediencia mayoritaria a unos pocos que toman las decisiones), las democracias son mucho más difíciles y complejas porque “deben ser creídas”, en tanto requieren el ejercicio efectivo de la soberanía popular. Esto pasa en la práctica por la activa participación de millones de personas mínimamente informadas, comprometidas y organizadas. Cualquier déficit que se perciba en este sentido atentará contra la democracia, pues sembrará dudas con respecto a lo que este régimen debería ser de acuerdo con sus propios términos. Hoy en día se denuncian múltiples insuficiencias en este sentido.
Ahora bien, ¿qué tipo de insuficiencias permitirían afirmar que la democracia no sólo se distancia de su situación idealmente óptima, sino que además está en una verdadera crisis? Después de todo, se viene hablando de crisis de la democracia representativa desde hace décadas. El criterio más elemental nos aconseja sostener que una democracia verdaderamente está en crisis cuando corre el riesgo de dejar de ser tal, o lo que en el contexto de la Modernidad política vendría a ser prácticamente lo mismo, cuando está cerca de convertirse en un régimen autoritario.
«… el optimismo que se expandió en Occidente tras la caída de la Unión Soviética, así como la frustración que de semejantes expectativas se ha experimentado durante las últimas dos décadas, nos han hecho redescubrir ese estatus intermedio al punto de concentrar el estado del arte en los estudios más recientes sobre la democracia en esa realidad. «
Durante la segunda mitad del siglo XX se tendió a pensar que la diferencia entre regímenes democráticos y autocráticos era nítida y transparente. No obstante, durante el siglo XXI se ha vuelto a constatar que entre democracia y autocracia puede presentarse toda una amplia gama de grises, circunstancia que ha revitalizado la discusión teórica al respecto y que ha producido una variedad de conceptos orientados a la comprensión de esos casos intermedios, hoy en día comúnmente denominados como “regímenes híbridos”. Y aunque el hecho de la “hibridez” no había pasado totalmente desapercibido en décadas anteriores (cuando ya se empleaban términos como los de “democradura” o “dictablanda”), el optimismo que se expandió en Occidente tras la caída de la Unión Soviética, así como la frustración que de semejantes expectativas se ha experimentado durante las últimas dos décadas, nos han hecho redescubrir ese estatus intermedio al punto de concentrar el estado del arte en los estudios más recientes sobre la democracia en esa realidad. Hoy son muchos los estudios dedicados a la comprensión del carácter híbrido de tantos regímenes actuales, los cuales combinan rasgos autocráticos con una legitimidad ganada hasta cierto punto ganada en las urnas.
Cabe entonces preguntarse, tal como lo ha hecho Morlino, si la denominación “regímenes híbridos” puede ser entendida como una categoría por derecho propio, en tanto se refiere a una forma política relativamente estable y permanente en el tiempo, o si se trata más bien de regímenes en transición, desde una democracia hacia una condición plenamente autocrática. La diferencia no es baladí, pues nos conduce a discusiones teóricas que necesariamente nos ayudarán a entender mejor la naturaleza de la crisis que hoy afecta a diversas democracias contemporáneas, y nos conduce a ulteriores consideraciones.
2) ¿Democracias sin libertad?
El éxito de la denominación “regímenes híbridos” se debe a la proliferación de casos que responden al fenómeno general que describe. Pero a partir de ahí es notable la diversidad de nombres adjudicados a estos regímenes híbridos, lo cual a su vez evidencia también que, si bien el fenómeno es visible para todos, no hay un claro consenso en torno a su naturaleza y orígenes. El término “autoritarismo competitivo” se ha convertido, posiblemente más que cualquier otro, en el más emblemático para para la ciencia política de nuestro tiempo, en tanto concentra la discusión en una idea medular: la realización de elecciones no constituye per sela evidencia concluyente de que estamos ante un régimen democrático, al menos en el sentido que este término ha adquirido en la Modernidad. El peso de la realidad en este sentido es contundente. Hoy se contempla por doquier la existencia e incluso proliferación de regímenes autoritarios que no sólo no evitan, sino que además promueven la realización de elecciones, aunque siempre en circunstancias más o menos controladas a su favor.
Pero no se agotan aquí las denominaciones. Se habla también de democracias electorales, plebiscitarias, mayoritarias, populares, iliberales o totalitarias. Todos estos términos intentan ir más allá de la descripción del fenómeno para adentrarse en su explicación, aludiendo de diversas maneras a las causas del desequilibrio que lleva a un régimen formalmente democrático a hacerse (o mantenerse) esencialmente autoritario. Ahora bien, desde nuestro punto de vista, lo fundamental es que todas estas definiciones conducen al hecho de que la voluntad política imperante no está limitada por un verdadero régimen constitucional en el que los derechos y libertades de las personas estén protegidos por el imperio de la ley.
Lo anterior nos recuerda una realidad fundamental en torno a la cual se articula todo el edificio de la democracia moderna: desde sus inicios durante las grandes revoluciones europeas y americanas a finales del siglo XVIII, la democracia de nuestro tiempo necesariamente reviste un carácter que es no sólo representativo, sino también liberal y constitucional. Desde los debates constitucionales sostenidos por los llamados “Padres Fundadores” de los Estados Unidos de América, preocupados como estaban en la recuperación de una forma de gobierno que había sido denostada por la tradición del pensamiento político occidental, el problema de la democracia moderna ha sido y sigue siendo el de atemperar los veleidosos dictámenes de la voluntad popular (ya sea ésta violentada o más bien implementada por los gobernantes de turno) con la puesta en práctica de principios liberales como el de la limitación y división del poder del Estado mediante su sujeción institucional al Estado de Derecho.
Pocos han tenido la capacidad de Tocqueville para organizar una línea de pensamiento que permita una cabal comprensión tanto de los puntos de acuerdo como de los puntos de fricción existentes entre la regla de la mayoría y la necesidad de sujetarla al imperio de un régimen genuinamente constitucional. Los argumentos de Tocqueville, basados en un perspicaz análisis de realidades como la francesa y la estadounidense de su tiempo, han sido luego glosados de múltiples maneras porque captan con maestría la tensión fundamental de la democracia moderna, esa tensión que media entre la soberanía popular y el régimen constitucional que salvaguarda los derechos y libertades individuales.
«Esto sucede porque con harta frecuencia al totalitarismo se lo considera por sus resultados y no por el tipo de procesos que tienen lugar a la hora de fraguar su génesis y consolidación…«
Cuando dicha tensión se exacerba al máximo en el contexto de las sociedades contemporáneas (que son sociedades de masas cuyas relaciones se encuentran mediadas por inéditos y vertiginosos avances de las técnicas de administración, producción e información), y cuando el peso masivo de la mayoría termina por reventar la idea misma de que ese poder debe ser limitado, la democracia corre el riesgo de caer en el totalitarismo, la peor de las desviaciones que ha llegado a sufrir hasta la fecha. Lamentablemente, desde cierta mentalidad historicista al totalitarismo se lo ha ido descartando como categoría de análisis en la medida en que, consciente o inconscientemente, se le tiende a considerar como una etapa superada, un fenómeno anclado a una fase determinada de la evolución política de Occidente. Reseñado en películas en blanco y negro, recordado como expresión absoluta de un mal absoluto fuera de toda escala, y analizado por pensadores angustiados que vivieron en un mundo de persecución, exilio, muerte y destrucción, el totalitarismo no parece constituir ya un hecho fundamental a partir del cual se puedan pensar los males de nuestro tiempo. Esto sucede porque con harta frecuencia al totalitarismo se lo considera por sus resultados y no por el tipo de procesos que tienen lugar a la hora de fraguar su génesis y consolidación. Se lo ve más como un tipo de régimen político que como un tipo particular de proceso político, mientras se descuida la comprensión de los elementos que se conjugan para su irrupción.
El consenso creciente sobre la aparente lejanía y anacronismo de la amenaza totalitaria comenzó con el desmoronamiento de la Unión Soviética. Si el régimen nazi había sido derrotado en los años 40, en los años 90 los regímenes comunistas parecían transitar hacia la democracia. Adicionalmente, la ausencia de un Nüremberg para el comunismo dificultó en gran medida la comprensión de los horrores del totalitarismo comunista. Más bien sucedió lo contrario: durante los “felices 90” (Stiglitz dixit) proliferaron las críticas de los antiguos simpatizantes de la Unión Soviética contra el llamado Consenso de Washington, expresión sintética de una perspectiva liberal que acompañó a las democracias en expansión.
«…en vez de identificar las actuales amenazas a la democracia con el deterioro de su componente liberal, vemos a amplios sectores de la academia y de la opinión pública global empeñados más bien en sostener que los principales problemas de nuestro tiempo se relacionan con el liberalismo…»
La importancia de este hecho no puede ser soslayada. De repente, y por insólito que parezca, durante el cambio de siglo fueron los postulados del liberalismo y no los procesos del totalitarismo comunista los llamados al estrado por parte de los sectores más críticos de Occidente. Más que la comprensión profunda de los horrores del comunismo, lo que la “tercera ola democratizadora” parece habernos dejado en mente es un terror instantáneo hacia todo lo que sea calificado de “neoliberal”. De ahí que hoy, en vez de identificar las actuales amenazas a la democracia con el deterioro de su componente liberal, vemos a amplios sectores de la academia y de la opinión pública global empeñados más bien en sostener que los principales problemas de nuestro tiempo se relacionan con el liberalismo y el orden de cosas que de él se derivan. Y así una cosa va llevando a la otra: el remoquete “neoliberal” permite cuestionar el liberalismo económico, para de ahí cuestionar al liberalismo político y finalmente llegar al extremo de atacar la idea misma de que la democracia moderna deba ser liberal.
A día de hoy, el desbalance es evidente: mientras casi nadie osa cuestionar la validez de la regla de la mayoría como esencia de la democracia, son legión quienes dirigen sus críticas al componente específicamente liberal de las democracias modernas. De acuerdo con estas voces, la democracia de hoy ha de hacerse más democrática y menos liberal, debe dar mayor fuerza al demosy restar facultades a un Estado de Derecho que, según ellos, impide el libre juego de la política y el consiguiente avance de las demandas populares. No por casualidad los “demócratas radicales” protagonizan buena parte de la vanguardia intelectual en este sentido.
Inadvertidamente hemos llegado al punto de olvidar la lección aprendida hace un siglo: la raíz del totalitarismo es el antiliberalismo. Y por lo tanto hemos olvidado también (o quizás muchos no llegaron a entender) que cuando en sociedades de masas y altamente tecnificadas permanece vigente la regla de la mayoría pero se destruye el componente liberal de la democracia moderna, lo que vemos resurgir son los mismos procesos que dieron origen al totalitarismo. No queremos con esto decir que cada vez que el entramado liberal de una democracia moderna está en crisis nos encontramos en presencia de un fenómeno totalitario, pero sí es necesario entender que los procesos totalitarios consisten en ese ataque furibundo a los presupuestos liberales de la democracia moderna. El resultado final de los mismos es impredecible, aunque sí debería estar a nuestro alcance la posibilidad de impedir sus más fatídicos resultados.