3) Todos contra el “sistema”
Los cuestionamientos a la democracia liberal (o más concretamente, al componente liberal de la democracia moderna) no provienen ya de grandes sistemas ideológicos como los que imperaron en el mundo durante mediados del siglo XX. Provienen hoy de una multiplicidad de discursos y fuerzas políticas que, debido a su carácter tendencialmente antisistémico, se esfuerzan sistemáticamente en cuestionar lo que ellas mismas suelen denominar el “sistema”, entendido como un orden más bien conservador, un mecanismo formal y funcional en manos de poderosas cúpulas que hacen valer su ley, por lo general asociadas con grandes grupos económicos.
La extrema variedad de estos cuestionamientos al “sistema” es consecuencia y expresión de lo que Habermas ha llamado el “factum del pluralismo” (y a menudo también de la multiculturalidad) que tiende a florecer precisamente en las democracias liberales. Quienes enarbolan esta crítica sistemática van desde quienes aseguran que los mecanismos representativos son expresión de intereses oligárquicos hasta los que acusan a la democracia liberal de encarnar un sistema patriarcal y excluyente que requiere ser profundamente revisado, pasando por los que cuestionan sus capacidades reales para luchar contra la pobreza y la desigualdad, por quienes consideran que el Estado es un mero instrumento de saqueo o por los que opinan que sirve más a los extranjeros que a los propios nacionales.
De este modo, un aspecto novedoso que revisten las críticas a la democracia liberal es su carácter notablemente fragmentario. Durante el siglo XX el auge de los totalitarismos y la prolongación de ese estado de cosas durante la Guerra Fría implicaban claras diferencias entre diversas ideologías y proyectos políticos, los cuales por lo general tendían a producir grandes sistemas de ideas bien articuladas en torno los principales problemas de la política. Con la derrota del nacionalsocialismo en un primer momento y la debacle de la Unión Soviética cuatro décadas después, no sólo deja de ser el fenómeno totalitario un referente esencial para cerrar filas en torno a la democracia liberal y comprender sus principales amenazas, sino que además las distintas críticas que recibe desde adentro pierden referencias externas, tendiendo a reformularse, fragmentarse y hacerse mucho más diversas.
«Para decirlo en los términos planteados por Linz, no siempre queda del todo clara la lealtad que estos grupos profesan en la práctica a la democracia liberal y a sus postulados fundamentales».
Ahora bien, dentro de este conjunto de críticas cabe distinguir entre las que estructuralmente cuestionan al “sistema” porque genuinamente pretenden su “ampliación” o una “mayor inclusión” de las que directamente proponen su “erradicación y sustitución”. Las primeras tienden a mantenerse, a veces no de forma totalmente consciente, dentro del lenguaje y el ethos de la democracia liberal, en tanto pretenden ampliar a nuevas colectividades los derechos contemplados por el régimen demoliberal. El problema con estas iniciativas es que a menudo terminan incurriendo en cuestionamientos que terminan por socavar las bases mismas del “sistema” que pretendidamente desean ampliar, sobre todo cuando las soluciones que plantean pasan por un proceso progresivo de intervención y regulación de la vida social por parte del Estado. Para decirlo en los términos planteados por Linz, no siempre queda del todo clara la lealtad que estos grupos profesan en la práctica a la democracia liberal y a sus postulados fundamentales.
En cuanto al segundo grupo de críticos, los que desean la erradicación y sustitución del “sistema”, éstos con frecuencia pertenecen a tradiciones ideológicas que ya en el pasado se plantearon un conflicto existencial con respecto a la concepción misma de la democracia liberal, sean éstas de carácter ultraconservador y reaccionario o bien de raigambre marxista. En el primer caso, dentro del cual se alinean fuerzas políticas y sociales de extrema derecha, por lo general no se da la presencia de ideologías omnicomprensivas y profusamente elaboradas; más bien se imponen mitos y corrientes de opinión de corte usualmente nacionalista y xenófobo. En cuanto a las críticas de raigambre marxista, éstas van desde posiciones ortodoxas que abogan por la progresiva implantación de algún tipo de régimen neocomunista o extremadamente estatista hasta las más heterodoxas, por lo general articuladas en torno a complejas argumentaciones postmodernas que, a pesar de su talante públicamente progresista, siguen abogando por la sustitución del régimen demoliberal.
Procede entonces hablar de crisis de la democracia propiamente dicha cuando la presencia de este segundo grupo de actores es notoria e influyente. Mientras la acción de los primeros puede ser una expresión de la vitalidad de una sociedad plural en el marco de una democracia liberal, las iniciativas de los segundos efectivamente pueden conducir a un cambio de régimen político y, paradójicamente, dentro de los mecanismos formales del régimen demoliberal. El problema particular de nuestro tiempo con respecto a este punto tiene que ver con el hecho de que la notable diversidad de grupos críticos y la gran dispersión que se aprecia entre sus distintos discursos se prestan para que actores esencialmente contrarios al “sistema” puedan, en un marco de generalizada confusión y oportunismo, aglutinarlos para aprovechar sus fuerzas y hacerse con el poder. Desde nuestro punto de vista, no cabe duda de que la gran multiplicidad de las críticas, aunque relativamente consustancial a la democracia, también pudiera eventualmente potenciar las amenazas que ésta sufre desde sus entrañas.
4) De la revolución al populismo
Entre los aspectos que requieren ser analizados para comprender las crisis de las democracias contemporáneas están los principales métodos de acción que pregonan y practicanquienes las ponen en riesgo de fenecer. En tal sentido,su relación con la violencia parece ser, al menos por ahora, distinta a la de los dos siglos anteriores. Así, la idea de revolución en hoy más una narrativa que un plan de acción, más un ideal que una técnica para la toma del Estado. Los golpes de Estado, por su parte, son menos numerosos (al menos en Iberoamérica). Durante las últimas tres décadas han sido más bien las elecciones y las campañas de movilización los métodos empleados por los críticos de la democracia liberal para intentar llegar al poder.
El carácter “antisistémico” y en esencia no violento de este tipo de actores que se orientan a la búsqueda de victorias electorales los hace casi inevitablemente populistas. El populismo, esa práctica política emparentada con la demagogia, es el inicio de la vía democrática hacia la potencial muerte de la democracia; constituye su amenaza interna más típica y por ende una gran preocupación de nuestro tiempo. Pero aunque la preocupación generalizada en torno al mismo esté más que justificada, es posible que quien ve en el populismo la raíz del problema esté apuntando en la dirección incorrecta. Después de todo, en donde hay democracia la demagogia siempre estará presente, ya que, tal como comprendieron los antiguos griegos, es inherente a la misma; de ahí que la Modernidad sólo haya encontrado factible revivir esa vieja forma de gobierno con la condición de sujetarla a principios básicos desconocidos en la Antigüedad clásica, como son la división de poderes, el estado de derecho, la representación política y el régimen de libertades. El populismo sólo se convierte en un verdadero problema cuando olvidamos la necesidad de preservar a toda costa el principio fundamental del gobierno limitado.
5) En torno a la recuperación del sentido común
Señala Daniel Innerarity que el principal problema que afronta la democracia de nuestro tiempo es el del aumento indetenible de las complejidades a las que se enfrenta. Resulta difícil pensar lo contrario. Precisamente la democracia liberal nos ha permitido contar hoy con mejores niveles de vida, sociedades más plurales, ciudadanos más poderosos e impresionantes avances técnicos al alcance de grandes mayorías. Pero también nos hemos hecho cada vez más inconformes y ambiciosos, lo que constituye un gran reto para alcanzar consensos y mantener la gobernabilidad democrática. Demócratas radicales, comunitaristas, republicanistas cívicos y liberales mantienen un apasionante debate en torno a estos asuntos. Sólo pretendemos apuntar aquí un problema que, en nuestra opinión, subyace a todas sus posturas. Nos referimos a la dificultad creciente que se presenta hoy en día para la existencia de un sólido sentido común.
«…la locura, según Kant, consistiría precisamente en la pérdida del sentido común, en tanto el loco no pierde la capacidad de expresarse, pero sí de comunicarse y de ponerse en el lugar del otro».
Siguiendo las consideraciones hechas por Arendt con respecto a lo que denomina la “filosofía política de Kant”, entendemos el sentido común como la facultad de discernir entre lo correcto y lo que no lo es, como el ejercicio de la facultad del juicio, una facultad que según ambos autores (siguiendo a Baltazar Gracián) se funda en el sentido del gusto y se desarrolla siempre desde la pertenencia a una comunidad. El sentido común nos permite pensar por nosotros mismos mientras comprendemos los puntos de vista de los demás, y por lo tanto depende de nuestra capacidad para comunicarnos. Esta dependencia es tan profunda que la locura, según Kant, consistiría precisamente en la pérdida del sentido común, en tanto el loco no pierde la capacidad de expresarse, pero sí de comunicarse y de ponerse en el lugar del otro. De ahí que el autor prusiano señalara (tal como nos recuerda Arendt) que “una mentalidad amplia” sea conditio sine qua non del juicio correcto. Según la autora judeoalemana, gracias a la práctica del juicio que permite el sentido común los seres humanos podemos encontrar aquello que no es subjetivo en el plano de un ejercicio intersubjetivo.
Ahora bien, el ejercicio de esta facultad es mucho más factible en condiciones similares a las que permitieron el nacimiento de la democracia, tales como una población reducida, la deliberación cara a cara, la philia (amistad) como fundamento de la comunidad, y la escasa complejidad de las tareas públicas si las comparamos con las actuales. Tales condiciones permitían el desarrollo de la intersubjetividad en términos que se nos hacen hoy cada vez más difíciles y lejanos. En nuestras populosas sociedades contemporáneas la comunicación (y con ella la posibilidad de la intersubjetividad) está cada vez más mediada por medios técnicos, en tanto las distancias se alargan y el tiempo se acelera. El otro se nos aparece cada vez menos como un sujeto semejante porque lo que percibimos de él es cada vez más su expresión abstracta, la cual no llega ya ni siquiera a una opinión razonada por escrito; es ahora más bien un número, una noticia, un video, un tuit, un meme. Cuando más compleja se nos ha hecho la sociedad, más simple parece habérsenos hecho la idea y la vivencia del otro.
El ciudadano promedio no es ya aquel para quien el único espacio público era la plaza o el foro, el que existía cuando la res-publica pasaba por la reunión de todos los puntos de vista en un espacio suficientemente reducido como para permitir el ejercicio de una vigorosa intersubjetividad. En las condiciones actuales, el ciudadano promedio no cuenta ya con un conjunto de creencias y valores profundamente compartidos capaces de re-ligare a los miembros de una comunidad; por el contrario, ve mediado su ejercicio político por representantes que no siempre ha elegido, está alejado de los centros de decisión, mantiene un contacto esencialmente virtual con su realidad política, forma parte de sociedades multiculturales que ponen en entredicho su identidad grupal, está bombardeado por una cantidad de datos que no permiten su adecuada asimilación y experimenta un notable desasosiego con respecto a su destino.
«Parece claro entonces que el fortalecimiento de la democracia pasa por todas aquellas prácticas que permitan la recuperación del sentido común».
Tales condiciones propician que la emocionalidad, el desconocimiento, el engaño y la irresponsabilidad incidan poderosamente en los procesos de construcción de la voluntad política de las democracias de nuestro tiempo. No extraña entonces que el populismo y los extremismos se vayan convirtiendo en moneda de curso corriente con la llegada de las redes sociales virtuales. Proliferan interpretaciones muy disímiles en la férrea pugna por acceder a una posición central desde la cual hacer prevalecer su narrativa política. Se constata así que en la medida en que las condiciones societales de nuestro tiempo dificultan las prácticas verdaderamente intersubjetivas, el desarrollo de un genuino sentido común se ve entorpecido, y con él la capacidad para ejercer el juicio, para pensar en y desde el mundo. Parece claro entonces que el fortalecimiento de la democracia pasa por todas aquellas prácticas que permitan la recuperación del sentido común. Sin descanso en la opinión pública, y sin que ésta se asiente en una discusión racional a partir de ciertas realidades comunes que nos resulten naturales a todos o casi todos, la democracia cuenta con menor probabilidad de perpetuarse. En palabras de Arendt,sólo en esa dimensión es posible dar con lo no subjetivo en el marco de lo intersubjetivo, facilitando así que los mecanismos deliberativos nos permitan llegar a consensos operativos.
A ello ayudará siempre cierta identificación con determinadas tradiciones culturales, al igual que la recuperación de algunas de las condiciones que dieron origen a la democracia directa, si bien a estas alturas no tenga ningún sentido prescindir de lo que el liberalismo ha aportado a la democracia moderna. No obstante, lo fundamental para el fortalecimiento del sentido común en términos racionales vendría a ser la recuperación de la interpelación socrática como práctica discursiva generalizada para los asuntos públicos. Sócrates, sabiendo que no sabía nada, procedía desde el sentido común compartido con sus conciudadanos. No avanzaba desde la afirmación, sino desde la interrogación, desde una llamada al pensamiento. Pensaba con los demás porque sabía que el pensamiento requiere del otro, especialmente cuando de los asuntos públicos se trata. Y apelaba a la razón de cada quien, sin necesidad de contravenir de entrada tradiciones, creencias ni leyes. En suma, más y mejor política.