La tentación de un retorno autoritario, y el desgaste de nuestros contratos sociales democráticos, imponen que sean revisada la relación entre el Estado y la democracia liberal que aspiramos como ideal, enfrentando su esencial contradicción.
En épocas de crisis histórica, la teoría política es una revulsivo. Los conceptos que habían acompañado al status quo tienden a debilitarse, tanto en su significado como en su ímpetu prescriptivo. Aún no contamos con una teoría política comprehensiva hacia este nuevo tiempo -y dados los antecedentes, quizá sea para bien-, pero sabemos que nuestras propias nociones son objeto de polémica.
Pero más allá de la divergencia de opiniones, hay nociones cuyo conflicto hemos dejado de lado al establecerlas en el léxico ordinario, asumiendo arreglos que describen situaciones imperfectas. Tal es el caso de la relación entre la noción de Estado y la noción de Democracia. Podemos explicar esta contradicción enunciando la que a nuestro juicio es la -muy simplificada- regla de oro del pensamiento político: si el teórico atribuye a la naturaleza humana características positivas, esto resultará en reglas abiertas e instituciones que respeten su autonomía; mientras que si se le atribuye lo contrario, resultará en reglas restrictivas e instituciones interventoras. El grado de tanta intervención o tanta autonomía, y los orígenes de la condición humana que impone tales matices, aplica para la miríada de variaciones en el pensamiento político.
«Hablamos hoy de Estados Democráticos, con cierto desparpajo, sin advertir que las nociones tienen su propia lógica, y las contradicciones suelen resolverse a favor de la ruta de menor resistencia.»
Dicho así, el Estado es un concepto que -como refleja el contexto de su aparición teórica y efectiva en el siglo XVII- parte de una noción negativa de la humanidad. Mientras tanto, podemos presumir que la diversidad del pensamiento democrático tiene como raíz la pretensión según la cual a los seres humanos se les puede confiar el gobierno de sí mismos. Hablamos hoy de Estados Democráticos, con cierto desparpajo, sin advertir que las nociones tienen su propia lógica, y las contradicciones suelen resolverse a favor de la ruta de menor resistencia.
Una confusión accidental
Esa ruta de menor resistencia es la claudicación del ideal democrático ante la lógica estatal.
No se trata de una torpeza de nuestros antecesores: a fin de cuentas, estamos renovando -con enormes complejidades y pretensiones de generalidad mucho más ambiciosas- una idea política de hace milenios con instituciones forjadas en los horrores de la modernidad. Es decir, llegamos a la democracia a través del Estado, no como un hecho planificado, sino como un accidente histórico.
Cuando emergió el modelo republicano-democrático de las ilusiones de las revoluciones atlánticas, el Estado-Nación era el agente dominante de la política de Occidente. La primera democracia duradera -los Estados Unidos de América- ha intentado zafarse algunas de las pretensiones del modelo político europeo, y en esta contradicción hemos pasado dos siglos. Dicho modelo político implicó la conculcación creciente de competencias de entidades políticas que rivalizaban a lo que se concebiría como el Estado, y que eran el eje de la anarquía europea de los siglos XVI y XVII, en un proceso que no era inevitable, pero que ya estaba asentado con el advenimiento contemporáneo de la democracia. Y esta forma es o que hemos llamado el Estado Absoluto, o el Estado por antonomasia. No es casual que son los teóricos del absolutismo los que dotan al Estado de su vocabulario irreemplazable.
Cuando a inicios del siglo XX definió el Estado con ese concepto que repetimos los científicos sociales y humanos como letanía -«asociación humana de dominación con carácter institucional que ha tratado, con éxito, de monopolizar dentro de un territorio la violencia física legítima como medio de dominación sobre un territorio determinado…”- solemos dejar de lado que el sociólogo erfurtés añadía de inmediato que esto implicó adquisiciones y expropiaciones. El Estado impuso su fuerza, su pretensión de soberanía, ante alternativas históricas disgregadoras.
Así, se nos olvida que en su origen el Estado, es la acumulación de poderes, ordenándose en una autoridad colectivamente vinculante sobre una sociedad diversa. ¿Por qué y cómo habría de devolverlos a los individuos que la conforman dicha sociedad? Aún más, ¿cómo es que es posible que hubiésemos logrado recurrir al al Estado para posibilitar un orden democrático?
La contradicción esencial entre Estado y Democracia
Presumíamos que el Estado era como un telón de fondo, un escenario neutro en el cual se interpretaba la obra diseñada por los estadistas dominantes: con ideólogos democráticos, el Estado sería democrático, y así lo mismo con ideólogos absolutistas, liberales o totalitarios.
Una elaboración importante de esta idea está en las obras del politólogo venezolano Pedro Guevara, quien indicaba que Estado y democracia partían de nociones de soberanía contradictorias: la primera, anclada en el poder, y la segunda, en el consentimiento. En ese sentido, el Estado tendía a encontrarse en una contradicción esencial, puesto que la actividad de éste se encontraba dictada por una racionalidad intrínseca al mantenimiento de tal poder, incluso a costa de los derechos individuales: la razón de Estado.
«En suma, el Estado tenderá a priorizar su supervivencia por encima de los demás objetivos que se le intentan imponer desde fuera, lo cual contrasta con el esencial azar democrático».
La razón de Estado impone que éste vea a la sociedad como una suma amorfa de intereses que tienden al desorden y al conflicto, siendo el pluralismo social una debilidad. Así, el Estado tiende a jerarquizar, imponer subordinaciones, prevenir el disenso. En suma, el Estado tenderá a priorizar su supervivencia por encima de los demás objetivos que se le intentan imponer desde fuera, lo cual contrasta con el esencial azar democrático.
Los trabajos del profesor Guevara fueron polémicos, pero tienen el gran mérito de haber aparecido en el contexto de la crisis democrática venezolana de los noventas, que hay podemos ver como preludio de la crisis global de este tipo de gobiernos, y que era evaluada por el politólogo como consecuencia del celo en beneficio de la autoridad, propio de la autocomplacencia de la lógica estatal.
El Estado contra la Democracia
Identificar esta contradicción sirve para advertir el modo en que la razón de Estado ha afectado a las democracias. En primer lugar, forja alrededor de la clase política un criterio conservador, enmarcado en una retórica de aversión al riesgo contra el status quo (tal era el temor weberiano a las burocracias no-electas). El consenso alrededor de los objetivos democrático ha sido así anquilosado por el temor al abuso de sus reglas, lo que lleva a la paradoja de imponer destruirlas para salvarlas, vaciándolas así de contenido.
En términos prácticos, esto ha significado la creciente apelación a los objetivos de seguridad del Estado (y no desdeel Estado), autorizando crecientemente la vigilancia no judicialmente controlada, y la apelación a la violencia legítima sin -e incluso contra- el consentimiento popular. Los escándalos de espionaje global y la existencia de agencias secretas fuera de los canales de inteligencia supervisados (que cuentan con medios tecnológicos de recolección masiva de datos), la militarización de las policías (expandida por el temor a la delincuencia urbana, y luego exacerbada por los temores ante el terrorismo global) y la capacidad de hacer guerra sin vigilancia parlamentaria (ya no hace falta ni el reclutamiento de tropas ni la negociación fiscal con la sociedad para armar o financiar un conflicto).Los líderes de algunas potencias en Occidente tienen un poder no limitado que no habríamos autorizado al más encumbrado de los viejos monarcas.
Nos horrorizan estos fenómenos en los países autoritarios, pero solemos tener un punto ciego ante las tendencias dentro de las democracias, las cuales sólo nos alarman cuando quedan en manos de un liderazgo que no encontramos responsable, cuando lo cierto es que esto ocurre incluso antes de la emergencia populista, y posiblemente sea una de sus causas.
La democracia a través del Estado
¿Debe ser entonces la solución el desmontar el Estado? No debemos ser ingenuos, y hay que asumir que cierto grado de violencia, vigilancia y control es necesario en casi toda sociedad civilizada, que no puede renunciar a los medios de imponer sus valores y objetivos.
Por otro lado, hay que decir que sin el empuje estatal, y la enorme capacidad de recursos que su ingeniería permite, posiblemente no habría sido posible establecer algunos de los impulsos políticos, sociales y económicos de la democracia: las normas que establecen la defensa de la procura existencial que forjan a nuestras instituciones asistenciales, así como los grandes esfuerzos en infraestructura que dan base material a la aspiración igualitaria, y en última instancia, la victoria de la democracia como sistema ante sus alternativas totalitarias requirió del ejercicio del poder por parte de unas élites convencidas de esos valores democráticos. El gran riesgo es que esa extraordinaria fuerza se haya convertido en un fin-en-sí-mismo, y no en un medio para la promoción de aquel proyecto.
«Hoy, eso implica recuperar el sentido propio de la soberanía popular, resignificando al demos de acuerdo a la exigencia de un mundo globalizado, y con la concepción progresiva de sus derechos».
Debemos entonces des-estatizar la democracia, haciendo de su doble propósito -la libertad y la igualdad-, la medida de las acciones que estamos dispuestos a tolerar y cuyo valor esencial nos define. Hoy, eso implica recuperar el sentido propio de la soberanía popular, resignificando al demos de acuerdo a la exigencia de un mundo globalizado, y con la concepción progresiva de sus derechos. Que nuestro temor hacia el exceso popular no aturda nuestra necesaria sospecha al atrincheramiento de las élites.
¿Qué significa esto para una política de centro democrático?