El 21 de agosto se cumplió medio siglo de la invasión soviética a Checoslovaquia. La imagen de los tanques T-54 aplastando (literalmente) al “socialismo con rostro humano”, ponía punto final, como un policía que acaba una juerga a porrazos, a uno de los años más revolucionarios del siglo XX. Tal vez sólo en 1918, cuando se derrumbaron los imperios alemán y austrohúngaro, como coletazo de la guerra y de lo que ya le había pasado al ruso; y 1989, cuando el bloque soviético se vino abajo, la humanidad creyó estar tan cerca de la utopía de una revolución mundial; pero a diferencia de estas dos ocasiones, en 1968 la derrota llegó tan vertiginosa como había subido la ilusión.
En pocos meses los poderes que se quisieron derrocar habían logrado recuperar el control: los tanques del Pacto de Varsovia ahogaron a la Primavera de Praga; De Gaulle ganó de manera aplastante las elecciones en Francia, con lo que la ciudadanía le dio un espaldarazo a su gobierno y no a los estudiantes; el ejército chino sometió a los envalentonados Guardias Rojos; el ejército mexicano hizo lo propio con los estudiantes de Tlatelolco; el Acta de los Derechos Civiles promulgada por Lyndon Johnson logró embridar al movimiento por los derechos civiles después de la muerte de Luther King y del horror de los disturbios Chicago; y así sucesivamente, en todas partes, los jóvenes alzados fueron reprimidos o vieron a sus rebeliones apagarse solas.
«Aunque en Occidente los muchachos que protestaban creían hacerlo por una revolución más o menos comunista, en realidad estaban protagonizando una liberal, una revolución burguesa, como lo hubieran dicho entonces».
A primera vista, todos estos movimientos parecen muy variopintos: ¿cómo meter a los checos que ser rebelaban contra el comunismo en el mismo saco de los Guardias Rojos o de los estudiantes que en América Latina soñaban con emular a la Revolución Cubana? No obstante si les quitamos los ropajes izquierdistas de casi todas las rebeliones, nos daremos cuenta que en el fondo la checoslovaca fue la que mejor interpretó el sentido de lo que se buscaba; por algo es la única que hoy se recuerda de una manera verdaderamente heroica. Aunque en Occidente los muchachos que protestaban creían hacerlo por una revolución más o menos comunista, en realidad estaban protagonizando una liberal, una revolución burguesa, como lo hubieran dicho entonces.
La libertad, que era lo que reclamaban los checos sin evasiones, también era lo que en todas partes se buscaba, aunque la llamaran con otros nombres y la mayor parte la creía posible justo en el sistema que enviaba sus T-54 a Praga; y además, la buscaban sobre todo en Occidente, burgueses. Si sumamos a eso que las principales conquistas perdurables del 68 fueron las que se asocian a las libertades individuales, tal vez José Revueltas o Daniel Conh-Bendit se espantarían, ¡pero ellos estaban contribuyendo a la expansión del liberalismo, aunque su propósito era justo lo contrario!
«Todos los que estaban bajo la “opresión” de la sociedad patriarcal, machista, burguesa, deberían alcanzar los derechos que hasta el momento sólo gozaban los hombres blancos de la burguesía».
En efecto, los movimientos del 68 fueron más el resultado de las transformaciones que había experimentado la sociedad después de la Segunda Guerra Mundial, que los desencadenantes de una nueva revolución. Si las vemos en su naturaleza última, todas aquellas rebeliones persiguieron la expansión de la libertad y los beneficios del boom económico que siguió a la Segunda Guerra Mundial, a todos los sectores sociales. Las mujeres, los negros, los países colonizados, los homosexuales, los pobres, los jóvenes; todos los que estaban bajo la “opresión” de la sociedad patriarcal, machista, burguesa, deberían alcanzar los derechos que hasta el momento sólo gozaban los hombres blancos de la burguesía.
El eje de todas estas demandas era una juventud que había crecido en un clima de bonanza y de paz que no conocieron sus padres, y que en general estaba también mejor educada que ellos. En todas partes, de Estados Unidos a China, solía tratarse de la primera generación que en muchas familias había ido a la secundaria o a la universidad. Esto, apartando lo que de arrogancia adolescente pudo haber en los movimientos, hizo relativamente fácil que consideraran a los valores y las estructuras de la sociedad de sus padres como esencialmente anticuados, injustos y opresivos, todo, en el mejor de los casos, producto de su ignorancia.
¿Cómo cambiar todo aquello? La respuesta parecía fácil: pues, acabando con la sociedad burguesa. ¿Y qué poner en lugar de ella? Sus profesores marxistas, el romanticismo del Che Guevara, mucha propaganda comunista, un montón de manuales y la moda; lo explicó rápidamente: estableciendo en su lugar un socialismo en donde todos seríamos iguales, todos tendríamos para vivir bien, habría libertad de amor y sexual, cada quien podía seguir su vocación y sus sueños sin someterse a los prejuicios y las normas sociales. En una palabra, la utopía del “cielo por asalto”, más cercana a la de los falansterios del siglo XIX que a lo que pasaba al otro lado de la Cortina de Hierro.
Obviamente, no resultó así, no podía resultar así. Primero, porque dichos jóvenes no parecían tener una idea clara de aquello en lo que se había convertido el socialismo real o, en todo caso, despacharon como propaganda de la CIA (que sí, muchas veces lo era) lo que se decía al respecto. De modo que mientras los muchachos universitarios de clase media en México o París enarbolaban pancartas con la foto del Che Guevara de Korda, popularizada poco antes, en el mundo comunista gran parte de las banderas por las que luchaban hubieran sido consideradas, como mínimo, cosas propias de la burguesía degenerada. Una locura, en el sentido literal digna de a los psikhushka, esos famosos psiquiátricos soviéticos adonde internaban por esquizofrénicos (sí, por esquizofrénicos) a los disidentes.
«Esa glorificación de las libertades individuales, ese deseo de igualdad ante sus profesores y padres, esa oposición al servicio militar y a los grandes valores del patriotismo, ¡ser objetor de consciencia frente a la guerra!».
Si quitamos sus arengas contra el capitalismo, aquellos muchachos estaban más cerca del movimiento hippie que de lo que el Che Guevara hubiera creído como correcto. Esa glorificación de las libertades individuales -vestirse como quisieran, amar a quien les diera la gana, vivir donde se les antojara, trabajar según sus ganas-; ese deseo de igualdad ante sus profesores y padres, esa oposición al servicio militar y a los grandes valores del patriotismo, ¡ser objetor de consciencia frente a la guerra!, esa licencia para experimentar con alucinógenos, hubieran dejado boquiabiertos a Brezhnev, a Guevara, tan espartano en la moral que pregonaba, o a Ho Chi-Minh. Desde la libertad sexual hasta la creación de universidades donde los alumnos tuvieran una relación horizontal con los profesores, aquello era simple moral burguesa, un orden en el que se había perdido la brújula, ¡una locura, sí, digna de psiquiátricos y granjas de reeducación!
En el otro extremo, los Guardias Rojos también querían demoler estructuras socioculturales inveteradas, pero para imponer un comunitarismo radical. Prohibido prohibires exactamente lo contrario que impulsaban aquellos jóvenes con actitud de posesos o iluminados que se encargaron de prohibir todo, del confusionismo al Kung Fu y de hacerlo sin importarles cosas que hoy son sagradas para la izquierda, como las culturas de la resistencia o los valores de los pueblos originarios. La suya era una forma de occidentalización masiva, de incorporación por la fuerza a la modernidad occidental (versión soviética-maoísta) a quienes estaban remisos a hacerlo.
Por eso se destaca lo de Checoslovaquia, aunque el país también venía de disfrutar una temporada de relativa estabilidad después de los muy traumáticos años que fueron del desplome austrohúngaro a la invasión nazi, la generación que se estaba levantando tenía más motivos para suspirar por la prosperidad y libertad de sus abuelos, que por lo que estaban viviendo. La consecuencia es que sin llamarse a engaños, llamaron a sus búsquedas por su nombre: democracia, libertad.
«En el fondo, era una ampliación de libertades en el sentido de lo que los muchachos de París y sus imitadores del resto del mundo pregonaban; pero con una dirección distinta.»
Alexander Dubček quiso impulsar, con el apoyo de una nueva generación de políticos e intelectuales, un socialismo real, un poco más democrático y permisivo con el pensamiento individual. En el fondo, era una ampliación de libertades en el sentido de lo que los muchachos de París y sus imitadores del resto del mundo pregonaban; pero con una dirección distinta: mientras muchos de los franceses y émulos de Occidente creyeron que el guevarismo, el maoísmo y en general el modelo soviético era un camino para alcanzarlas, los checos sabían que justo debían escapar de él para ser libres; y si quedaron dudas al respecto, el 21 de agosto los tanques del Pacto de Varsovia hicieron el resto.
No, con gente como la Brezhnev no es posible la democracia y la libertad, fue una lección que la izquierda de Occidente leyó según su conveniencia o, simplemente, prefirió obviar. No en todas partes hubo excomandantes guerrilleros como Teodoro Petkoff que gritaran que eso no era la utopía que querían; o incluso como el entonces renovador Nicolae Ceaușescu, que tuvo el coraje de condenar a la invasión soviética para ganarse la admiración de todos.
«La parte liberal que, salvo en Checoslovaquia, se encerraba en banderas más o menos comunistas, a la larga se impuso y lo hizo gracias a las oportunidades que el Estado de Derecho, la libertad y la democracia burguesa permiten».
Para finales del 68 ya la rebelión había sido sofocada en todas partes, incluso el desastre de la economía rumana de los 70s, esto llevó a que Ceaușescu se convirtiera en un comunista más ortodoxo que los soviéticos. ¿Qué queda entonces de todo aquello a cincuenta años? ¿Fue todo un fracaso?, no, los checos tuvieron razón. La parte liberal que, salvo en Checoslovaquia, se encerraba en banderas más o menos comunistas, a la larga se impuso y lo hizo gracias a las oportunidades que el Estado de Derecho, la libertad y la democracia burguesa permiten. El Acta de los Derechos Civiles es, en este sentido, la contracara de los T-54.
La sociedad no pudo seguir siendo la misma después del 68, aunque de momento parecía que seguiría siendo así; y la ampliación de los derechos civiles para los afroamericanos, la igualdad para las mujeres (lo que se ha avanzado en eso, porque aún queda mucho pendiente) y los derechos de las comunidades LGBT son hoy realidades en casi todo el mundo, aunque, claro, en grados desiguales según los casos. La lección de Checoslovaquia también parece estar esencialmente aprendida, salvo en un puñado de lugares (Venezuela es uno, infortunadamente), ya no hay duda de quién es el héroe y quién el villano entre los T-54 y los que protestaban con banderas.
La siguiente gran ola revolucionaria, la de 1989, fue en la dirección de Dubček, e incluso más allá, y hombres y mujeres como Valclav Havel y Milan Kundera, Miriam Makeba y Muhammad Alí, Teodoro Petkoff, Mary Quant, Rudi Dutschkey Hans Küng, representan hoy un legado mucho más importante del 68 que Conh-Bendit o que los guevaristas y maoístas europeos.