Cuando el filósofo político más influyente del siglo XX denominó a su teoría Political Liberalism conmovió a buena parte del mundo académico. John Rawls tomaba para sí un término con una gran tradición intelectual y una enorme influencia política. Lo hizo a los 72 años, en 1993, para titular su segundo libro, 22 años después de A Theory of Justice, convencido de que nadie había expuesto claramente la doctrina del «liberalismo político». «Sin embargo, no es una doctrina nueva», decía. En su réplica a Jürgen Habermas reconocía a contemporáneos que compartían algunos puntos de su visión política liberal como Charles Larmore, Judith Shklar, Bruce Ackermanm y Joshua Cohen (1998:77n). Pero Rawls estaba consciente que había alcanzado una innovación filosófica política de magnitud histórica, a riesgo de saber que ese honorable título produciría más confusiones que adhesiones. De manera semejante A Theory of Justice, hoy podríamos decir con Robert Nozick que después de Political Liberalism los teóricos tendrán que «trabajar según la teoría de Rawls, o bien explicar por qué no lo hacen», sobre todo cuando se trata de la democracia liberal.

Dos aclaraciones

Para quienes no están familiarizados con la filosofía política contemporánea, tal vez lo más confuso de su innovación es que nos invita a pensar la democracia como una «concepción política» y no como usualmente hacemos mediante un concepto o definición. La democracia es un complejo de instituciones que exige toda una familia de conceptos de diversas disciplinas. No es algo que podamos definir con unas 20 palabras al hilo ni desde una solitaria vereda disciplinaria. Esto por supuesto es incómodo para quienes aún se mantienen en la órbita de distinciones como democracia participativa y representativa, democracia de mayoría y consenso, democracia delegativa y deliberativa, democracia iliberal y liberal, y otras tantas por el estilo.

Pero en su descargo, esa incomodidad tiene justificación. Examinar la democracia por una institución o dos es mucho más aprehensible y más propicio para la ciencia empírica, que abordarla por su «estructura básica» constituida por un complejo de instituciones económicas, sociales, culturales y políticas más acorde con el temperamento de la filosofía política. Sin embargo, aunque su interés se centra en esa estructura de instituciones, Rawls es señalado como un filósofo que ha contribuido a desarrollar las tesis de la democracia deliberativa, por ejemplo, porque la deliberación pública es una institución fundamental de la democracia y como tal la examina, aunque para el profesor Emeritus de Harvard la democracia no solo es deliberación.

«La teoría de Rawls es una concepción liberal de la democracia que incorpora categorías jurídicas, morales y políticas de manera independiente, circunscritas al complejo institucional donde se conforman los procesos políticos más inclusivos de la sociedad».

Por otra parte, para quienes sí gravitan alrededor de la filosofía práctica ―jurídica, moral y política― el «liberalismo político» de Rawls también tiene la propensión a generar confusiones porque su concepción es estrictamente política y solo se ciñe al dominio de lo político, sin ninguna referencia ni dependencia doctrinal comprehensiva fuera de su campo, sea de carácter metafísico, moral o religioso, incluyendo al liberalismo comprehensivo doctrinal. La teoría de Rawls es una concepción liberal de la democracia que incorpora categorías jurídicas, morales y políticas de manera independiente, circunscritas al complejo institucional o estructura básica donde se conforman los procesos políticos más inclusivos de la sociedad. Si cabe la expresión, el liberalismo político se distancia del arquetipo tradicional de las filosofías políticas del pasado, sedimentadas en concepciones antropológicas y metafísicas, con pretensiones comprehensivas de la totalidad o casi de la vida humana.

De tal manera que el liberalismo político no procura una visión válida de la vida buena, sino un orden institucional donde cada uno pueda vivir esa vida que valora como buena, según su respectiva doctrina comprehensiva. Tampoco procura una visión verdadera sobre el mundo ni sobre las teorías que se elaboran sobre él, porque al igual que las validaciones morales, las verdades metafísicas responden a un campo de interés no sujeta a consideraciones e influencias políticas. Precisamente, las doctrinas comprehensivas que aspiran ejercer el poder político para imponer sus particulares verdades metafísicas y validaciones morales al resto de la sociedad son consideradas irrazonables y, por tanto, opresivas. Este límite irrebasable «apeliano» de las doctrinas en una democracia liberal fue el viraje filosófico que vislumbra Rawls para abandonar su propia pretensión comprehensiva en A Theory of Justice y procurar un ejercicio de la tolerancia al interior de la filosofía política.

La pregunta central

Como buen socrático, el autor del liberalismo político nos presenta su concepción a partir de una pregunta central para un propósito fundamental. Entendida como un complejo de instituciones, la concepción de una democracia liberal debe ofrecernos una respuesta de cómo ordenar las instituciones básicas de la sociedad para instaurar a) un sistema equitativo de cooperación social entre b) ciudadanos considerados libres e iguales, que c) profesan visiones del mundo y de la vida distintas e incompatibles entre sí (1993:3-4). La consideración sobre la democracia del liberalismo político está dirigida por esa pregunta central que contiene esos tres conjuntos de problemas, no determinados por criterios especulativos, sino por el trasfondo de la cultura política pública de las democracias.

En efecto, ninguna sociedad democrática está concebida bajo un sistema de explotación ni mucho menos de sumisión. El ideario cultural democrático hace suya la idea de una sociedad organizada alrededor de un robusto sistema de cooperación social, donde cada uno obtenga en retribución lo que proporcionalmente produce su esfuerzo, y esto supone reglas que mantengan esa reciprocidad en términos justos para estimular su eficiencia y la estabilidad cooperativa. Considerar los términos de esas reglas se convierte en el primer conjunto de problemas cuando nos referimos a una democracia liberal, con una amplia veta de investigación y discusión. Sin embargo, aun cuando un sistema justo de cooperación social es inherente a la tesis de una sociedad abierta de libre mercado, el liberalismo político no concibe los términos de la cooperación apelando solamente a la condición de agentes económicos o sociales que puedan tener las personas cooperantes. Para Rawls el asunto de la cooperación es principalmente un asunto político, porque quienes fijan los términos son fundamentalmente ciudadanos que se consideran libres en pie de igualdad, constituyendo así el segundo grupo de problemas.

Semejante al ideal democrático de la cooperación social, Rawls reafirma una ciudadanía libre e igual que también forma parte de la cultura democrática liberal. Libertad para concebir un plan de vida buena y para hacer lo conducente para realizarlo. Igualdad para legislar las instituciones de la justicia para dirimir controversias connaturales de la vida social. Esto supone un marco de derechos y deberes que armonizan la autonomía moral y política de las personas, en lo que Habermas identificó aquí como una pretendida síntesis entre la libertad de los modernos y de los antiguos, equiparándolo con lo que en su momento también intentaron Rousseau y Kant (1998:66). Las específicas condiciones para el ejercicio de la libertad en pie de igualdad, siempre sujetas a discusión y a revisión, que harán posibles acordar los términos equitativos de la cooperación social, invitan a examinar principios de justicia que justifiquen y regulen esa especial manera de ordenar ese complejo de instituciones de la estructura básica de la sociedad. El liberalismo político asume un punto de vista constituyente y este es quizá su mayor deuda con el contractualismo moderno. Se trata de concebir formas de ordenar instituciones que posibiliten una sociedad democrática constituida por un sistema equitativo de cooperación social entre ciudadanos libres e iguales, que puedan ser objeto de un consenso o acuerdo constitucional.

«Para que los ciudadanos libres e iguales profundamente divididos por doctrinas  puedan consentir una especial forma de ordenación institucional, los principios que la ordenan y justifican no podrán inferirse ni depender de esas doctrinas».

Esa perspectiva constituyente nos lleva al tercer grupo de problemas. La forma específica finalmente adoptada de ordenar las instituciones, según un conjunto de principios necesario para operar esa ordenación, deberá ser del común consentimiento de los ciudadanos. Aquí es donde entra en juego el pluralismo de las sociedades democráticas que Rawls reconoce como un hecho que no puede seguir soslayado por las doctrinas «comprehensivas» de la democracia. Para que los ciudadanos libres e iguales profundamente divididos por doctrinas filosóficas, morales y religiosas puedan consentir una especial forma de ordenación institucional, los principios que la ordenan y justifican no podrán inferirse ni depender de esas doctrinas. Esta condición establecida por el hecho del pluralismo hace fútil la discusión sobre «cuál doctrina democrática es más verdadera o más válida». La filosofía ni la ciencia podrán sustituir ni tampoco decidir por los ciudadanos. Lo más que el liberalismo político se propone es ofrecer un marco idóneo para que esa discusión pueda realizarse bajo condiciones de equidad entre las partes. También ofrece un conjunto de principios que considera políticamente consistentes con el trasfondo de la cultura política pública democrática y admisibles por una amplia gama de doctrinas comprehensivas razonables, porque son independientes de todas ellas.

Un propósito fundamental

La democracia entendida como un conjunto complejo de instituciones que constituye un sistema justo de cooperación social entre ciudadanos considerados libres e iguales con visiones incompatibles del mundo y de la vida, ha conformado ese telón de fondo que permite seguir buena parte de la discusión política contemporánea de los últimos 30 años. El primer grupo de problemas cautivó a especialistas como Kenneth Arrow, James Buchanan, Michael Walzer, Philippe Van Parijs y Amartya Sen; el segundo grupo de problemas fue atendido por H.L.A. Hart, Ronald Dworkin, Charles Larmore, Joseph Raz, Judith Shklar, Bruce Ackermanm y Jeremy Waldron; y al tercero se sumaron Will Kymlicka, Jean Hampton, Thomas Nagel, Amy Gutmann, Joshua Cohen, Richard Rorty y Jürgen Habermas, para mencionar solo los más destacados. Brian Barry, Norman Daniels, Samuel Freeman, Chandran Kukathas y Philip Pettit, Martha Nussbaum, Michael Sandel y Thomas Pogge han dedicado libros completos a estos problemas. La democracia liberal de este tiempo, formulada dentro de la órbita del liberalismo político, ya ha dejado de ser un asunto estrictamente rawlsiano. Es más bien un «corpus» de autores y textos que conforman una familia de conceptos y categorías, principios y valores, sobre la democracia que sigue expandiéndose vertiginosamente en nuevas investigaciones y discusiones.

Ese rotundo despertar de la teoría política democrática liberal, que algunos ubican incluso desde la década de los 70’s del siglo XX, conmovió los pilares de la función de la filosofía política que desde Platón había quedado delineada en la tradición política de occidente. Formular órdenes políticos perfectos o ideales para que cumplan el papel de paradigmas, para evaluar los imperfectos y reales existentes, daba paso a otras funciones exigidas por esta discusión liberal. Unos papeles mucho más modestos y más a la mano de legisladores, jueces y políticos que a la postre son los beneficiarios inmediatos de los hallazgos académicos de la teoría política. En Justice as Fairness, su último libro antes de fallecer en el 2002, John Rawls expuso 4 funciones de la filosofía política que explica ―justifica― la envergadura de su concepción de la democracia liberal y del corpus filosófico del liberalismo político. Destacaré aquí solo la función que me parece la mejor cumplida y la más urgente para nuestras incipientes debilitadas democracias, en palabras de Rawls: «fijar la atención en las cuestiones profundamente disputadas y ver si, pese a las apariencias, puede descubrirse alguna base subyacente de acuerdo filosófico y moral. O si no puede encontrarse dicha base…, pueda limitarse la divergencia de opinión filosófica y moral que está en la raíz de las diferencias políticas divisivas, de tal modo que todavía pueda mantenerse la cooperación social entre ciudadanos sobre la base del respeto mutuo» (2001:2).

«La preferencia académica por las instituciones de la ciudadanía como el sufragio o la representación son muy importantes, pero no bastan».

Si algo permite el liberalismo político es identificar en las controversias más profundas los nudos problemáticos que requieren clarificación pública, porque son potencialmente gravosos para las pautas que preservan la cooperación social. Cualquier modificación en esas pautas que debiliten la cooperación y se desplacen hacia sistemas predominantes de explotación y sumisión social, cambiará radicalmente la relación de ciudadanía libre en pie de igualdad, estimulando el surgimiento de movimientos opresores que aspirarán imponer visiones hegemónicas para perpetuar su dominio político. La preferencia académica por las instituciones de la ciudadanía como el sufragio o la representación son muy importantes, pero no bastan. Debemos hacer el esfuerzo de ampliar el horizonte teórico de la investigación, en las academias y universidades, sobre esos tres grupos de problemas que nos invita el liberalismo político, porque en sus entramados institucionales se juega la persistencia de las democracias.

Referencias

(1971) Rawls, J.: A Theory of Justice, Belknap Harvard University Press, Cambridge.

(1993) Rawls, J.: Political Liberalism, Columbia University Press, New York.

(1998) Habermas, J. y Rawls, J.: Debate sobre Liberalismo político, Paidós, Barcelona.

(2001) Rawls, J.:  Justice as Fairness, Belknap Harvard University Press, Cambridge.

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