Recientemente escribía Guillermo Tell Aveledo, que las democracias requieren para sobrevivir de dos moderaciones: “la moderación de la ambición, por parte de los líderes, y la moderación de las expectativas, por parte de la población. La primera, evita la instauración autocrática, y la segunda el anárquico conflicto” (http://www.proyectobase.org/que-requieren-las-democracias/).  Concluía que ambas sólo podían lograrse en un contexto de relativa prosperidad que permita hacerlas factibles. Un sistema en el que cada sector o individuo vea probable la satisfacción de sus ambiciones, ataja las tentaciones de subvertirlo.

La conversión de Venezuela de una “democracia modelo”, a algo que se parece bastante a un Predatory State, es un ejemplo bastante claro de lo que Aveledo argumenta. Hay consenso en que los sesenta años de paz y sistemática democratización que disfrutó Venezuela entre las décadas de 1920 y 1990 tienen mucho que ver con el petróleo. Aunque es falso pensar que los petrodólares en sí mismos generan democracias, sino más bien al contrario por el enorme poder que le da a las élites que los manejan en menoscabo del resto de la ciudadanía; la decisión por parte de esas elites de construir una democracia hizo que se les usaran para ello. Es decir, el petróleo fue una herramienta para democratizar, porque así se resolvió hacerlo, no la causa en sí misma de ello.  Esta habla bastante bien de los sectores dirigentes, pero también fue acarreando lastras y rezagos que las espectaculares transformaciones y la bonanza pudieron disimular por mucho tiempo. Aquella democracia, del mismo modo que las infraestructuras, las grandes políticas sociales, la creación de empresas, fue en gran medida pagada con los petrodólares, importada si asumimos que al cabo se trataba de una renta de origen internacional, que no se acompañó con un desarrollo institucional e incluso moral que pudiera sostenerla. Es decir, no había una regla de juego (usemos la categoría de Douglass North) ni unas personas con valores tan modernos como las infraestructuras y las instituciones formales que se estaban edificando.

«Había equilibrio porque las ambiciones eran sistemáticamente satisfechas por el Estado Mágico: todos los sectores participaban en las comisiones, todos tenían un representante en los gabinetes y a todos se les daba una parte de la renta.»

Veamos: ¿cómo se pagaba o, mejor, se compraba esa democracia? Pues satisfaciendo las ambiciones que idealmente habrían de estar más o menos moderadas. Fue lo que Moisés Naím y Ramón Piñango caracterizaron como la “aversión al conflicto” en su clásico El caso Venezuela. Había equilibrio porque las ambiciones eran sistemáticamente satisfechas por el “Estado Mágico”. Si un sector quería más poder, por ejemplo los empresarios participando en el diseño de la política económica; los militares en la de defensa; los sindicatos en lo laboral, a todos se les proveía de un asiento en las juntas directivas de las empresas del Estado o institutos autónomos, todos participaban en las comisiones, todos tenían un representante en los gabinetes, a todos más o menos se les oía, y al final a todos se les daba una parte de la renta. Si los ciudadanos querían cumplir sus expectativas, pues ahí estaba el “Estado Mágico” decretando mejores sueldos, asfaltándole la carretera, construyéndole una escalera en el barrio, vendiéndole a precio de remate un apartamento del Banco Obrero o, sobre todo, del INAVI, o mandándoles a sus hijos a estudiar al exterior con becas muníficas. Diego Bautista Urbaneja ha dicho que era una sociedad de rent-claimants organizada en torno a la renta.

¿Significa que el apego a la democracia era un amor comprado? No para todos, o por lo menos de forma completa en aquellos que fueron convencidos adecos y copeyanos por décadas, en parte porque sus expectativas se cumplían; pero sí explica el modo en el que el declive de la capacidad de la renta para satisfacer las expectativas terminó quebrando el sistema. Así como también explica la manera en la que en sucesivas elecciones la mayoría de los venezolanos apoyó el desmontaje que Hugo Chávez fue haciendo de la institucionalidad anterior. Los años ochenta y noventa fueron muy duros para la mayor parte de los venezolanos, cosa que el paso de un 40% de pobreza en 1979  a alrededor de un 80% en 1998 lo ejemplifica bastante bien. Que Chávez haya podido, de nuevo con la renta que providencialmente le proveyó el boom de los commodities de principios de siglo, llevar la pobreza a 40%, dice el resto.

Aunque algo así, con esos números, podría haber ocurrido más o menos en cualquier lado, la naturaleza de los consensos de la democracia venezolana le dio una dimensión mucho más gruesa. Eran unas reglas de juego en las que en última instancia todos buscaban su propio beneficio; y aunque eso en sí mismo es consustancial con los humanos, llámese al fenómeno homo oeconomicus o consciencia de clase, cuando esos homos y esas clases son rent-claimants, es decir, una versión más voraz de los rent-seekers, estamos hablando de personas y sectores que ya actuaban como depredadores. Era en gran medida una democracia depredadora. La forma en la que malgastó la renta, esa idea de “ponerse en la buena” cuando ganaban el partido al que se pertenecía, ese uso instrumental del Estado para proteger el negocio o darles empleos a los familiares, nos da  pistas claras al respecto.

«El depredador quiere su renta, piensa sólo en su beneficio: tanto el líder con sus ambiciones, como el ciudadano que lo aplaude y apoya con sus expectativas»

Para la década de 1990 ni las ambiciones de las elites ni las expectativas de los ciudadanos eran ya susceptibles de ser satisfechas. Dice James Robinson que en el momento en el que la promoción del desarrollo económico y de instituciones liberales (derechos de propiedad y burocracia eficiente) ya no es consistente con el mantenimiento del poder político, las elites tienen claros incentivos por ser “depredadoras”, es decir, de gobernar sólo para su beneficio. Aunque se trata de un modelo que hay que comparecer con una investigación histórica detenida, inicialmente parece razonable para el caso venezolano. Primero, digamos a partir de 1992, cada sector de la elite luchó para controlar el Estado y la renta, o al menos retener su pedazo del Estado y de la renta en menoscabo de los demás, hasta el momento administrados por los partidos políticos. Cuando en 2003 unos sectores se imponen a otros y los restos del viejo sistema son derrotados, quienes se unen al nuevo reconducen la lógica depredadora poseída desde antes, pero ya sin la necesidad de formalidades democráticas. A su vez, logran satisfacer las expectativas de la mayoría, repartiendo otro pedazo de la renta. No importa que la institucionalidad y los servicios públicos se vinieran abajo, hasta llegar adonde estamos hoy; no importa tampoco que mucho de lo avanzado en la modernización se haya revertido, como vemos ahora en áreas tan sensibles como la salud, la vialidad y las telecomunicaciones. No importa que en indicadores como los de libertad económica, competitividad y transparencia estemos cerca de Chad, el país al que usábamos como contraejemplo en los años ochentas. El depredador quiere su renta, piensa sólo en su beneficio. Tanto el líder con sus ambiciones, como el ciudadano que lo aplaude y apoya con sus expectativas. Es válido preguntar; ¿todo lo perdido habrá importado alguna vez para un amplio sector de los venezolanos? Lo que se dijo más arriba, ¿eran tan modernos como sus vacunas, sus carros y sus apartamentos? ¿O se trataba sólo de su uso instrumental para alcanzar ambiciones de poder y expectativas de mejoras continuas, acaso infinitas?

La historia parece darle la razón a Aveledo Coll, sin un equilibrio entre ambas cosas, una democracia es muy difícil de sostener. Sobre todo cuando esa democracia ya había venido funcionando bajo la lógica del rentismo y la depredación.

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