Entre abril y junio de 1819 trecientos venezolanos firmaron el Manifiesto de las Provincias de Venezuela a todas las naciones civilizadas de Europa. Eran los representantes de los ayuntamientos controlados por los realistas, es decir, los defensores del Rey y de la unión con España en medio de la Guerra de Independencia, que estaban muy indignados por el Congreso que en Angostura acaba de reunirse bajo el liderazgo del “sedicioso Simón Bolívar, nacido en ella [Venezuela] para ser la causa de todos sus males…”, como espetan en las primeras líneas del Manifiesto. La lista incluye un amplio espectro del país, y va desde los munícipes de grandes ciudades como Caracas, Calabozo, Barquisimeto y Maracaibo, hasta los de localidades como Petare, Agua de las Culebras, Humocaro, Cocorote y la Villa del Rosario de Perijá. Como declaraban en el documento, sumaban la mayor parte del territorio y de la población del país. Por eso, a su entender, el Congreso que se había reunido en Angostura desde febrero era ilegítimo y advertían a “las naciones civilizadas de Europa” (el resto no les importaba), que cualquier trato con el mismo era írrito. No se trataba de cualquier cosa si reparamos en que Bolívar comenzaba a recibir cierto reconocimiento del exterior. Aún no era del todo oficial, pero ya se manifestaba en préstamos y venta de armas por parte del país más poderoso del mundo, Gran Bretaña.
Aunque el Manifiesto dio mucho de qué hablar entonces, la marcha final de los acontecimientos lo relegó al olvido. En cosa de tres años, no sólo la república que se había reconstituido en Angostura tenía la guerra fundamentalmente ganada, haciendo que casi todos aquellos ayuntamientos quedaran bajo su control; sino que la idea misma de representatividad a la que se opusieron aquellos munícipes se había impuesto, tanto en Venezuela como en la misma España. Es en ella en la que quiere centrarse el presente artículo. En momentos en los que Venezuela vuelve a enfrentarse a una crisis de legitimidad profunda, no está demás repasar sobre qué criterios se construyó la república, en especial el papel que el voto y lo que hoy se consideran los principios fundamentales de la democracia jugaron en el proceso. A doscientos años de la polémica por el Congreso de Angostura, aquellos principios que enarboló siguen estando en el centro de los conflictos políticos actuales, demostrando su proyección histórica.
«La diferencia fundamental estaba en lo que cada bando entendía como pueblo y en la forma en la que éste ha de ser representado».
En efecto, uno de los núcleos fundamentales de la Independencia como proceso político e ideológico, estuvo en esa confrontación entre dos ideas de representatividad (y, con ello, de legitimidad), la del Antiguo Régimen, y la moderna; confrontación que en pocas ocasiones quedó tan clara como en el debate que suscitó el Congreso de Angostura. Las dos ideas de representatividad partían de un mismo principio, firmemente enraizado en la tradición hispánica y de allí catapultado al pensamiento moderno: que la soberanía está en el pueblo. Es éste el que la delega en el Rey o quien sea que ejerza el gobierno. La diferencia fundamental estaba en lo que cada bando entendía como pueblo y en la forma en la que éste ha de ser representado.
En el Antiguo Régimen, el pueblo estaba formado por los padres de familia y propietarios, por decirlo de forma reducida. El resto era “la multitud promiscual”. Ese reducidísimo pueblo se expresaba a través de las corporaciones, siendo la municipal la más importante, que entonces se definía como la “república”. De tal modo que los firmantes del Manifiesto eran elpueblode Venezuela, los padres de familia de los cabildos de españoles o de indios, de acuerdo a si se trataba de una ciudad o una villa, es decir, una localidad de blancos, o de un pueblo de indios, o doctrina. Los firmantes por Nuestra Señora del Rosario de Baruta o por el Dulce Nombre de Jesús de Petare, eran de un cabildo de indios; los de Caracas o Maracaibo, de dos cabildo de españoles. El resto de los habitantes, eran multitud y lo que pensaran no era, inicialmente, asunto digno de tomar en cuenta. Dios había decidido que algunos nacieran privilegiados (hombres, propietarios), a esos se le debía obedecer, aunque no como un cheque en blanco: ellos también debían velar por el bienestar (eso es en síntesis lo que dictaminaban las Constituciones Sinodales de Caracas, de 1688). Además, así había sido la representación popular desde Grecia y así más o menos siguió siéndolo por mucho tiempo, en la mayor parte del mundo, hasta entrado el siglo XX.
Ya en un artículo anterior en este mismo portal hablábamos de los cabildos y su función como entidades de la representación popular en Venezuela. Hasta 1945, el pueblo se expresaba fundamentalmente en los concejos municipales, donde los cabildos eran conformados y elegidos por hombres y alfabetos, lo que dejaba por fuera a las mujeres (la mitad de la población) y a los pobres, que por lo general eran analfabetos. Aunque desde la instauración de la república ya no había más criterios de raza o propiedad, tan pronto esta comenzó a desdemocratizarse en la década de 1870 (quitando el paréntesis de 1893 a 1898), esos cabildos fueron los que elegían a los diputados que a su vez elegían al presidente. Aún siendo en elecciones tan fraudulentas como las del gomecismo, las formalidades por lo general se cumplieron.
Ahora bien, si decimos que la república comenzó a desdemocratizarse en la década de 1870, es porque hubo un tiempo en que fue más democrática. Con lo que llegamos a una categoría algo complicada en términos históricos: democracia. Durante la Independencia se habló indistintamente de gobierno popular o representativo, como un equivalente a república, siendo más bien evitada la palabra. El sentido de igualdad social, más que de modelo político de libertades que entonces era común, hizo que casi todos sintieran prevención por ella.
«… la república, desde sus mismos antecedentes, encaminó la representatividad hacia lo que hoy entendemos como democracia».
En el marco de los conflictos socio-raciales que ensangrentaron a Venezuela, cualquier cosa que pudiera dar pie para la anarquía era eludida. Basta leer la propuesta constitucional que hizo Simón Bolívar ante el congreso de Angostura en su famoso discurso, para compulsar sus temores ante la democracia. Pero que eso no nos despiste: la república, desde sus mismos antecedentes, encaminó la representatividad hacia lo que hoy entendemos como democracia. Es lo que Germán Carrera Damas ha llamado “la larga marcha hacia la democracia”. Por muy anti-demócrata que nos parezca hoy Bolívar, si lo comparamos con las otras alternativas del momento, por ejemplo los firmantes del Manifiesto, es evidente que empujaba las cosas hacia una democratización política moderna. Si bien la Junta Suprema de 1810 surgió de un acto del cabildo caraqueño enmarcado en la representatividad tradicional, ya la convocatoria de elecciones para el Congreso que finalmente proclamó la independencia en 1811, se hizo bajo los criterios de la representatividad moderna.
El Reglamento de elecciones y reunión de diputados que han de componer el Cuerpo Conservador de los derechos del Sr. D. Fernando VII en las Provincias de Venezuela (1810), es uno de los documentos más revolucionarios de la historia venezolana: demolió todo lo referente a la raza y las corporaciones, para establecer la representación por jurisdicciones y número de habitantes. Aún era de carácter censitario (es decir, definido por las propiedades o ingresos) y limitado a los hombres libres, pero si lo medimos desde lo que hoy entendemos por democracia, pocos en el mundo eran entonces más democráticos. Cosa que manifiesta otra arista, no irrelevante: significa que nada menos que la república independiente tiene como base unas elecciones legislativas modernas, es decir, que desde el principio se ha tratado de una república democrática.
«Un gobierno republicano necesitaba una legitimidad basada en la representación popular, no en la sola conquista de las armas».
Por ello, tan pronto la república se reorganizó en Guayana en 1818 surgió el problema sobre la legitimidad del gobierno que encabezaba Simón Bolívar. Y surgió planteado en gran (aunque, claro, no única) medida por él mismo. Un gobierno republicano necesitaba una legitimidad basada en la representación popular, no en la sola conquista de las armas. La Asamblea de la Villa del Norte, en Margarita, en 1816, más o menos había cumplido con ciertas formas, pero era evidente que no iba más allá de una reunión de líderes revolucionarios que ratificaron a Bolívar como su jefe.
El Congreso de Cariaco -llamado despectivamente Congresillo por los bolivarianos-de 1817 duró, como lo dijo el mismo Bolívar, “como un casabe en caldo caliente”, por las divisiones entre los líderes patriotas que aspiraban a la presidencia. Al final, Bolívar, con su enorme sagacidad política, controló la situación y optó por reunir un congreso en Angostura, la casi destruida y despoblada capital de Guayana, entonces recién conquistada después de un largo sitio. Pero el Congreso, para ser creíble, necesitaba de unas elecciones para elegir unos diputados. Elección que no era fácil por dos razones: primero, porque no había electores, comoquiera que casi todo el país estaba controlado por los realistas (ahí a los del Manifiesto no les faltaba razón); y porque no había candidatos, ya que la mayor parte de los posibles estaban presos, en el exilio o muertos. Sin electores ni candidatos es difícil hacer unos comicios creíbles, pero no quedaba otra alternativa que seguir adelante.
En un libro reciente y erudito, Los inicios del gobierno representativo en la República de Colombia, 1818-1821, del historiador venezolano Ángel Rafael Almarza (Madrid, Marcial Pons, 2017), hace una reconstrucción del proceso. Con lo mejor que había, se creó una comisión para organizar unas elecciones, presidida por Juan Germán Roscio (el mismo que había redactado el reglamento de 1810 y redactado el Acta de Independencia), e integrada por Fernando de Peñalver, Juan Martínez, Ramón García Cádiz, Luis Peraza y Diego Bautista Urbaneja, un conjunto de abogados con diversos cargos en la Corte y los otros tribunales republicanos que se habían formado.
Ellos redactaron un nuevo reglamento electoral: el Reglamento para la segunda convocatoria del Congreso de Venezuela, fechado el 17 de octubre de 1818. Con base en él, Bolívar, hizo una proclama convocando a elecciones el día 22:
“Nuestras armas han destruido los obstáculos que oponía la tiranía á nuestra emancipación. Y yo, á nombre del Exército Libertador, os pongo en posesión del goze de vuestros imprescriptibles derechos. Nuestros Soldados han combatido por salvar á sus hermanos, esposas, padres, é hijos; mas no han combatido por sugetarlos. El Exército de Venezuela solo os impone la condición de que conservéis intacto el depósito sagrado de La Libertad; yo os impongo otra no menos justa y necesaria al rompimiento de esta preciosa condición: elegid por Magistrados á los mas virtuosos de vuestros Conciudadanos y olvidad, si podéis, en vuestras elecciones, á los que os han libertado”.
A pesar del expreso llamado de Bolívar a que los ciudadanos no votaran por los militares, ni las circunstancias ni el Reglamento hacían eso posible. Los ayuntamientos que firmarían el Manifiesto unos meses después son una buena radiografía de cómo estaban las cosas entonces: todo el centro, el occidente y los Andes se encontraban dominados por los realistas. Oriente y los Llanos eran zonas en disputa. Con sólo Guayana en poder de los republicanos, ¿cómo elegir a la representación nacional? Pues, según el nuevo reglamento, en los cuarteles, salvo que se tratase de localidades ya liberadas. Así, el resultado fue que los jefes militares fueron mayoritariamente electos por sus soldados y que muchos, incluso entre los mismos republicanos, verían aquello como unos comicios poco menos que turbios.
Sin embargo, el principio de la representatividad moderna se terminó de consagrar. Incluso, se amplió con los militares, a los que se les dejó de solicitar propiedades para ejercer el derecho (aunque se limitó sólo a los oficiales y suboficiales). Las elecciones de convocadas en enero de 1820 para elegir el siguiente congreso, no ya sólo de Venezuela sino de la Gran Colombia, que se reunió en Cúcuta; así como las presidenciales de 1825, marcaron la ruta que los países que surgieron de la unión colombiana seguirían a partir de 1830. Entre tanto, el triunfo de la Revolución Liberal en España en 1820, hizo otro tanto.
«La tradición republicana que se funda en aquellos días ha hecho del voto libre la base de todo gobierno que se precie de legítimo».
Desde entonces, la idea de legitimidad defendida por los munícipes que firmaron el Manifiesto de las Provincias de Venezuela a todas las naciones civilizadas de Europa, quedó definitivamente atrás. La tradición republicana que se funda en aquellos días ha hecho del voto libre la base de todo gobierno que se precie de legítimo. En otras palabras, del núcleo esencial de toda democracia. Esa que con tanto esfuerzo reorganizó en Angostura la república dos siglos atrás.