En un artículo previo repasamos los primeros experimentos humanos con el autogobierno, con la democracia y con la República. Vimos emerger estos artefactos y los vimos desaparecer. Ahora veremos lo que pasó con la pasión por el autogobierno en los siglos posteriores, buscaremos ese hilo de Ariadna para salir de nuestro laberinto. Una pasión adormecida pero no muerta sobrevivió en urbes y corporaciones, para luego reaparecer bajo la forma de rebeliones y rupturas revolucionarias.

El interludio y la dispersión del poder

Los experimentos de autogobierno ciudadano, la democracia griega, y la república romana, sucumbieron tanto por tensiones internas como por dinámicas externas. La literatura fue mucho más dura, durante casi dos milenios, con el experimento democrático, al considerarlo anárquico y peligroso, mientras que Roma era percibida más como la constructora de una paz unificada, el Imperio, que como un espacio de vida común en libertad.

Durante el milenio siguiente el poder fue dispersado en una multitud de señoríos feudales, con reyes débiles y señores fuertes, con una población sumida en relaciones de vasallaje, al tiempo que las nociones del ciudadano y del autogobierno yacían olvidadas. Las corporaciones medievales creaban, en medio de esta dispersión, una especie de ordenamiento con vocación armónica y con una teatralidad del poder relacionada con la legitimidad que otorgaba el discurso cristiano. Pero lo público había desaparecido, el populus y la ciudadanía no tenían como desarrollarse, aplastados los siervos bajo el vasallaje, desaparecida la autonomía y la igualdad bajo un sistema de jerarquías cerradas que se reproducían a sí mismas.

En torno al año 1000 algo empieza a removerse. En algunas villas, protegidas por fueros, habían sobrevivido fragmentos de una sensibilidad distinta, de una vida en común que se desarrollaba con rutinas más libres. Será en las ciudades medievales, sobre todo en el norte de Italia y en el área bañada por el Báltico y el Mar del Norte, donde la vida urbana permitió la emergencia de un nuevo actor entre las rendijas abiertas por corporaciones y gremios: el individuo moderno.

Alrededor de la vida comercial y de los gremios artesanales una nueva sensibilidad parecía abrirse paso, la pasión por la autodeterminación, por una nueva forma de autonomía humana, empieza a expresarse en el arte, la literatura y la filosofía humanista. La expansión económica vinculada a una nueva economía mercantil permite una vida más libre y autónoma en las ciudades que renacen de un largo letargo.

Dentro de muchas ciudades también aparecen conflictos, bajo la presión externa del Imperio y de los señores feudales, así como de las estructuras de la Iglesia, el patriciado urbano tradicional, como rentistas de la tierra, junto a gremios comerciantes y artesanales se disputan el control de las urbes, tanto de las rutinas de producción e intercambio, como de las relaciones de poder. Apelan las facciones urbanas a apoyos externos, bien sea el poder eclesiástico, al dominio de un gran señor, o al poder del príncipe o rey, para mover la balanza a su favor.

«De gobierno más aristocrático que popular reconocerán la legitimidad de la existencia de corporaciones, gremios, con privilegios, fueros especiales, y con incidencia desigual en el funcionamiento de estas ciudades comerciales»

De entre estos conflictos emergerán nuevos experimentos republicanos urbanos, las ciudades-estado italianas del Medioevo tardío y del Renacimiento. De gobierno más aristocrático que popular reconocerán la legitimidad de la existencia de corporaciones, gremios, con privilegios, fueros especiales, y con incidencia desigual en el funcionamiento de estas ciudades comerciales, así como aparece como actor el popolo menor. Génova y Venecia, Florencia y Milán, experimentarán con los particulares dominios de Duques y Condes, con familias burguesas que hegemonizaban la vida urbana de una manera más libre y plural que sus pares señoriales o que el emergente absolutismo de las monarquías.

Debemos prestar atención a la emergencia de una nueva manera de pensar la sociedad y el poder. En la medida que la vida urbana hace posible pasar de un pensamiento teocéntrico a una antropocéntrico (el humanismo es una expresión clara) las respuestas al funcionamiento de la sociedad ya no se encuentran exclusivamente en fuentes bíblicas ni en tradiciones feudales. Empieza a aparecer la idea de que el ordenamiento de la sociedad no es algo que viene dado, que no es producto divino sino humano, y que es al ser humano al que corresponde innovar sobre las cosas del mundo. Acá la aparición del pensamiento utópico, bien sea Moro, bien sea Campanella, abre un universo mental de posibilidades, al igual que el realismo político con Maquiavelo. El hombre vuelve a andar sobre sus propios pies, el orden futuro derivará de las decisiones humanas. He aquí el prólogo de una revolución.

Las ciudades compiten entre sí mientras se establece una nueva alianza, que se hará estable, entre dos poderes emergentes: la corona y los comerciantes urbanos. Lo que abre paso a la construcción de un nuevo aparato de poder que será determinante durante el milenio siguiente: el Estado moderno.

Un nuevo artefacto: el Estado

Las fuerzas que disolvieron las formas tradicionales de ordenamiento social y político, los señoríos feudales, condujeron a un proceso de centralización novedoso alrededor de la figura del príncipe, del Rey y su corona. El ascenso del Estado implicó una lucha contra la nobleza feudal, para convertirlos en sumisos cortesanos, contra la Iglesia, contra el Imperio y, finalmente, contra el fuero de las ciudades y las libertades de los pueblos, conquistadas en luchas previas o preservadas desde tiempos antiguos.

Este nuevo artefacto, el Estado Moderno, acumula poder pero tiene un muy alto costo, por lo que solo sobrevivirán los que sean capaces de pagar la construcción de un aparato burocrático y la monopolización de la violencia legítima, lo que implica una carrera armamentista para aplastar internamente a los señores feudales y para impedir que otro príncipe competidor conquiste las tierras. El nuevo Estado necesitó construir nuevas infraestructuras y un aparato fiscal para recaudar rentas de sus súbditos.

¿Qué relación tiene este nuevo aparato de poder concentrado con nuestra historia de la pasión por el autogobierno y la autonomía? Mucho, en la medida en que comprendemos que será este Estado el espacio privilegiado del ejercicio del poder político y social, será el espacio de la nacionalización de las comunidades, la construcción de las naciones, y será también el espacio de la lucha por los derechos de los ciudadanos y, finalmente, será el espacio del proceso de democratización. Ha sido tal el dominio del Estado como espacio privilegiado de la vida social que hoy nos cuesta pensar la democracia sin dicho constructo.

El Estado, sus enemigos y las revoluciones

La centralización y concentración del poder alrededor del príncipe y la Corona no se realizó sin resistencia interna. Esta resistencia podía provenir de dos tipos de fuentes, o bien de la reivindicación de antiguos fueros y privilegios, como la resistencia de la nobleza feudal, la de las libertades de las ciudades y sus corporaciones, o bien de la progresiva emergencia de una nueva sensibilidad moderna.

De este escenario de contención y tensión conflictiva emergerían distintos tipos de Estado, o no emergería ninguno, como en el caso del norte de Italia o Alemania. Hay una temprana contención en Inglaterra, de parte de la nobleza tradicional, que obligaría a la Corona a comprometerse a no traspasar los límites de los privilegios nobiliarios establecidos en la Carta Magna firmada en 1215. La concentración del poder en la Península Ibérica implicó, por lo menos hasta el siglo XVIII, el reconocimiento de la pluralidad de las instituciones de sus reinos y de los fueros de las ciudades, Castilla, León, Aragón, Navarra, las vascongadas, tenían su corpus institucional específico, que los reyes debían jurar respetar. La revuelta de las Comunidades de Castilla en 1521 contra Carlos V puede ser un ejemplo de una resistencia tradicional contra el ejercicio centralizador.

En el siglo XVII este proceso de concentración y centralización de poder entró en un momento crítico. Treinta años de guerra devastaron las tierras alemanas dispersando el poder en el centro de Europa. Holanda, con su propia y particular tradición republicana y comercial, había conquistado su independencia frente a los Austria, creando su propio imperio mercantil. Los mismos Habsburgo debieron enfrentar dos escisiones simultáneas en la Península Ibérica, los portugueses y los catalanes reivindicaron su derecho a autogobernarse.

En Francia e Inglaterra estallaron grandes revoluciones casi en simultáneo, que tendrían profundas implicaciones para el funcionamiento del poder. En 1648 los nobles franceses se levantaron en defensa de sus libertades, entendidas como privilegios nobiliarios, contra el absolutismo borbónico, en la rebelión conocida como La Fronda. El Rey francés finalmente aplastó a la nobleza reafirmando la construcción de un Estado absolutista centralizado. Durante más de un siglo la pasión por la libertad estaría aplastada en tierras galas.

En 1642 el afán del monarca inglés, Carlos I, por aplastar cualquier resistencia al absolutismo derivó en un enfrentamiento directo contra el Parlamento. La institución parlamentaria estaba dirigida fundamentalmente por sectores de una pujante burguesía comercial puritana. La guerra civil atravesó diversas etapas, la más cruenta de las cuales, entre 1648 y 1649, terminó con la decapitación del monarca y la instauración de la única República inglesa, que se extendió hasta 1660.

«Los poderes limitados para preservar los derechos individuales, la institución de la representación, para asegurar la legitimidad del ejercicio del poder, para controlarlo y dirigirlo…»

En medio de los fragores de la guerra civil hubo debates de trascendental importancia para el pensamiento republicano y democrático, como lo fueron los realizados en la Abadía de Putney, donde se reivindicó el poder del hombre común para dirigir su destino y los de la comunidad. Los levellers, o niveladores, quienes sostenían que todos los hombres nacen libres y que los derechos residen en el individuo, impulsaron reformas radicales reflejando un pensamiento novedoso y moderno. Los más radicales fueron derrotados en esa ocasión. El experimento republicano inglés fue seguido por una restauración monárquica y el Parlamentarismo británico se consolidó luego de 1688. Los poderes limitados, como parte del legado republicano, para preservar los derechos individuales, la institución de la representación, para asegurar la legitimidad del ejercicio del poder, para controlarlo y dirigirlo, avanzó en la Inglaterra más que en cualquier parte del mundo. Hasta ese momento.

La Ilustración radical y la resurrección del autogobierno

A lo largo del mismo siglo XVII el racionalismo y el empirismo se abrían paso en el escenario intelectual europeo dejando atrás el antiguo dominio de las tradiciones escolásticas. Hubo un debate de ideas que acompañó las rupturas y los conflictos políticos. En ocasiones el debate de las ideas precedió al cambio en el funcionamiento y correlaciones de poder en las sociedades, en otras ocasiones la reflexión intelectual era posterior a la ruptura y trataba de explicarla, de darle un sentido, una racionalidad.

Los principios tradicionales de autoridad estaban siendo cuestionados, y las bases de estos cuestionamientos pasaban a asumir un ropaje, unos códigos, un lenguaje moderno racionalista. Jonathan Israel ha sido particularmente claro al escudriñar el desarrollo de una Ilustración radical desde su aparición, casi clandestina, a fines del siglo XVII, en oposición a un pensamiento ilustrado, más moderado, que fue dominante durante gran parte del siglo XVIII. Los radicales sostenían que todos los hombres tienen iguales necesidades básicas, derechos y condiciones. Las conclusiones derivadas de su visión del hombre llevaron a sostener ideas como la democracia, la igualdad racial y sexual, la reivindicación de la libertad para escoger el estilo de vida, la libertad en el pensamiento y expresión, la separación de la Iglesia y del Estado, incluyendo la expulsión de la autoridad religiosa del sistema educativo y legislativo. Una “revolución de la mente” que crearía un terreno intelectual fructífero para el ciclo de revoluciones políticas, sociales y económicas que se desarrollaría desde finales del siglo XVIII.

El ciclo revolucionario y el nuevo mundo

Nuestro mundo contemporáneo es fruto de una doble revolución, nos señalaba Eric Hobsbawm en La era de la revolución. Por un lado, es producto de una revolución tecnoeconómica, la Revolución Industrial, que tiene su eje en la Inglaterra de mediados del siglo XVIII. Y por el otro, en una Revolución político-ideológica, que se expresa en el inicio de la Revolución Francesa en 1789.

Respecto a la revolución política sería interesante poner un matiz en la perspectiva, acercarnos al otro epicentro del terremoto cultural, el laboratorio político americano. Podemos seguir el hilo de Ariadna de la lucha por la autodeterminación entre los revolucionarios ingleses de 1648. Lo observamos en las posturas intelectuales de pensadores radicales desde la segunda mitad del siglo XVII. Y podremos verlo reaparecer entre los colonos a finales del siglo XVIII, derivando en la Revolución de independencia de 1776 y en el nacimiento del experimento civilizatorio más interesante del mundo contemporáneo: los Estados Unidos de América.

Esta revolución política, derivada del cataclismo francés y de la ruptura americana, nos legó un universo de ideas y de conceptos, unos nuevos, otros renovados. El mundo que emerge tras estos hechos debate en torno a la democracia, el liberalismo, el socialismo.

«La tradición liberal dará sus primeros pasos a partir de las reflexiones sobre los límites del ejercicio del poder, y podríamos hablar de la consolidación de los Estados liberales en el siglo XIX.»

La tradición republicana será distinta luego de 1776, y será el continente americano el escenario primordial para su experimentación. La tradición democrática será recuperada y reconfigurada por completo, no sin polémica, no sin resistencias, y se iniciarán las famosas olas democráticas identificadas por Huntington. La tradición liberal dará sus primeros pasos a partir de las reflexiones sobre los límites del ejercicio del poder, y podríamos hablar de la consolidación de los Estados liberales en el siglo XIX. De igual manera, a partir de 1789, se inicia también el desarrollo de una nueva tradición socialista, de la mano de la aparición de un actor social nuevo, el obrero, que parecía emerger como el dominante del nuevo mundo.

Todas estas tradiciones se mezclarán en tensión a lo largo de los siglos XIX y XX, en medio de un proceso de transformación vertiginoso de todo el planeta. Alexis de Tocqueville señalaba que dos grandes pasiones movían al hombre, la pasión por la libertad, poderosa pero inestable, a la que identificaba con la lucha de los nobles para defender sus privilegios –no olvidemos que la libertad era un privilegio nobiliario, no un derecho–, y la pasión por la igualdad, que identificaba con la democracia –siendo la igualdad el valor definitorio de la democracia en su sentido clásico–, a la que consideraba indetenible, permanente, y que el mundo estaba destinado a la democracia, aunque no necesariamente a la libertad. Podemos acercarnos a estas dos pasiones identificadas por Tocqueville como una sola y poderosa pasión humana, la de la autodeterminación, que se expresa bajo la forma de la pasión democrática que hemos recorrido.

La pasión democrática, la pasión por la autodeterminación, reaparece con fuerza una vez que se han deslegitimado o parecen haberse desplazado las fronteras que la habían encadenado, y eso coincide con la era de la revolución. El escenario de su expansión coincidió con otros procesos: la unificación del planeta en una sola economía-mundo hiperindustrializada, la “nacionalización” de la experiencia política, la universalización del Estado nación, que será el espacio de ejercicio de la democracia, y un desarrollo tecnológico como nunca antes se había visto. A la interacción de las diversas tradiciones políticas con la democracia nos acercaremos en próximas entregas.

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