Podemos interpretar la historia a partir de la noción de una lucha humana por la autodeterminación o el autogobierno, como un hilo de Ariadna que podemos seguir hasta la actualidad. Esta pulsión de voluntad implica un enfrentamiento fundamental contra todo aquello que limite, o determine externamente, el desarrollo de la libertad humana con autonomía. Esta lucha humana por la afirmación y expansión de la propia voluntad frente a las determinaciones externas es un proceso social que vemos aparecer a través del tiempo, bien sea en el desarrollo de la técnica como en la acción colectiva en el seno de las comunidades y en la interacción entre las sociedades.

El primer episodio de esta lucha existencial no es otro que nuestra relación conflictiva con la naturaleza. Pocos animales son más frágiles que el hombre para hacer frente a los retos de la naturaleza. Sin poseer afiladas garras y dientes nuestro carácter predador no viene dado por nuestros atributos físicos. De igual manera, tampoco somos grandes corredores ni contamos con una coraza que nos proteja del ataque de un fiero carnívoro, por lo que tampoco somos una presa difícil de atacar. Al no poseer una gruesa capa de grasa o de pelaje también somos particularmente vulnerables a los elementos climáticos adversos. Por ende, nuestra supervivencia podría constituir una sorpresa evolutiva si no fuera por esa herramienta fundamental que es nuestro binomio cerebro-mano, de donde se desprende la clave de toda nuestra historia: el nacimiento de la técnica.

«El ser humano no se adapta a la naturaleza, adapta la naturaleza a sus necesidades: por ende, somos creadores de cultura.»

La técnica, como realización social e histórica, define una relación conflictiva con la naturaleza, quien fue nuestra primera enemiga, la primera fuerza que insistía en determinarnos desde fuera a través de sus depredadores o de la hostilidad climática. El conocimiento de la naturaleza, de sus ritmos y ciclos, es la primera herramienta que perfeccionamos para levantar nuestra civilización. La creación de nuestros artefactos primigenios, un cuchillo, una lanza, una flecha implican el ejercicio de una violencia contra la naturaleza, en la piedra no se encuentra naturalmente un cuchillo, dentro del árbol no se encuentra inserta una lanza definida por su genética. Es nuestra voluntad la que le va a imponer esas formas y esos usos a un material que se nos resiste. El ser humano no se adapta a la naturaleza, adapta la naturaleza a sus necesidades: por ende, somos creadores de cultura. Cultura, finalmente, es todo aquello que no es natura.

Pero esa técnica no solo define una relación con la naturaleza, también determina una relación con otros hombres. La técnica emerge en el seno de sociedades concretas, primero para enfrentarse con la naturaleza resistente, para domarla, para hacerla suya, luego, en la medida en que estas sociedades interactúan con otras, se desarrolla la técnica para enfrentarnos a nuestros pares. Dentro de las comunidades, en su complejización técnica, surgen las relaciones de poder, en su relación con otras comunidades humanas, surge tanto el intercambio como la guerra. Y la guerra tendrá también su técnica.

En su estructuración interna las comunidades construyen relaciones de poder caracterizadas por el dominio de unos sobre otros, en muchos casos este dominio parece descansar en la fuerza, en la tradición, o en la especialización que deriva de la complejización de la comunidad. El surgimiento de los especialistas se combina con la construcción estable de las relaciones jerárquicas dentro de la sociedad, especialistas en la guerra, en la relación con las deidades, en la administración simbólica del poder, tienen un control total sobre campesinos o artesanos. Alrededor de los grandes ríos, como el Nilo, el Tigris y el Éufrates, el Ganges, el Indo, el Yangtsé y el río Amarillo, por ejemplo, se desarrollaron enormes civilizaciones urbanas, centralizadas, jerárquicas, donde la mayor parte de la población se encontraba sumida bajo el férreo control de una minoría. El control sobre las grandes obras hidráulicas se convierte en un dominio despótico sobre la población, quien tiende a naturalizar su condición de sumisión, porque quien controla el agua tiene el poder sobre la vida y la muerte.

El artefacto griego y la pasión por la autodeterminación

Pero en otros espacios vemos emerger una opción distinta. Las tierras bañadas por el Mediterráneo oriental, por el Adriático y el Egeo, tenían una topografía distinta, y eso pudo permitir una variación trascendental. Sin caer en determinismos geográficos podemos pensar que la inexistencia de grandes masas de agua que pudieran ser controladas de manera centralizada fue un factor que dificultó la formación de una gran unidad política que controlara de manera estable a la población a través de prácticas despóticas.

Las poleis helénicas constituyeron un artefacto interesante y novedoso de organización. Con una población dispersa geográficamente, separada por montañas que tendía a aislarla en comunidades, sin una fuerza unificadora, prosperaron con mucha autonomía. Muchas polis tenían reyes en sus primeros tiempos, pero estos coexistieron en tensión con estructuras clánicas familiares que desarrollaban instituciones, conteniendo una religión plagada de mitos que asumían formas distintas de polis en polis. El poder no solo se constituía sino que se contestaba internamente en términos de tensión y conflicto, estas tensiones se expresaron en la institucionalización, rutinización, de distintas formas de asambleas, la constitución del ágora como espacio político, más o menos amplias, como fuente legítima de poder. Podríamos decir que muchas polis se constituían como una comunidad de ciudadanos, iguales entre sí, con derechos y deberes inherentes a su condición de miembros libres de dicha ciudad.

Las distintas olas de colonización, que implicaron la aparición de polis griegas desde Crimea hasta Sicilia, fueron debilitando las estructuras tradicionales, incluyendo a los clanes familiares, impulsaron la navegación, el comercio y la economía mercantil, generando nuevos grupos sociales que entraron en pugna con quienes dominaban las antiguas ciudades.

«La aparición de la figura de los grandes legisladores, así como la de los tiranos, constituyeron intentos de organizar a la sociedad para superar o evitar la guerra civil…»

Los conflictos sociales eran frecuentes en las polis griegas, a través de ellos cayeron los antiguos reyes, emergió el dominio de la aristocracia tradicional, que también fue contestada y enfrentada por nuevos sectores emergentes, comerciantes, artesanos. Eran comunidades en ebullición y en disputa por derechos y privilegios. Había una comunidad que se percibía a sí misma con derecho a exigir cambios, en medio de esa dinámica el “ciudadano” empieza a tener valor. La aparición de la figura de los grandes legisladores, como Dracón, Licurgo y Solón, por ejemplo, así como la de los tiranos, constituyeron intentos de organizar a la sociedad para superar o evitar la guerra civil, perfeccionando espacios colectivos de decisión, contención o legitimación, como la Ekklesia creada por Solón o la Boulé. En el ágora o plaza pública tenía la palabra el ciudadano que constituía el eje fundamental del funcionamiento del poder.

De esta manera, el experimento de la democracia, el trascendental artefacto griego, no emergió completo y formado de la mente luminosa de Solón o de Clístenes, sino que fue fruto de una lucha social interna entre diversos sectores, con tiempos de dominio aristocrático o tiempos de tiranía, como la de Pisístrato en Atenas. Tanto Solón como Clístenes tuvieron capacidad de darle forma efectiva a ese artefacto de autogobierno ciudadano, modificando las prácticas de la construcción del poder, pero fue el resultado de un proceso de confrontación social que se hizo necesario encausar, la búsqueda de la armonía en la comunidad, el bien común, sería la prioridad.

«…el gobierno de los iguales, la isocracia, requería establecer tanto la isonomía, igual norma para todos, y la isegoría, igual derecho a usar la palabra en la asamblea pública.»

La democracia es la respuesta a una búsqueda de un orden que garantizara ese bien común, lo que requería la construcción de un “consenso” entre los grupos que hacían vida en la ciudad y que podían efectivamente disolver la armonía interna, los artesanos, los campesinos, los aristócratas terratenientes, eupátridas, los nuevos ricos y comerciantes. Pero esa construcción, el gobierno de los iguales, la isocracia, requería establecer tanto la isonomía, igual norma para todos, y la isegoría, igual derecho a usar la palabra en la asamblea pública. Esta igualdad se hizo entonces un valor consustancial a la democracia, lo que sigue siendo hoy.

Atenas no fue la única polis democrática, su prestigio contribuyó a extender la democracia entre otras ciudades, en confrontación con el modelo aristocrático de ordenamiento del poder o las tiranías. La literatura que nos ha llegado sobre esas democracias fue escrita por sus adversarios, la versión crítica es dominante, tanto en filósofos como Platón y Aristóteles, como en Tucídides. Las críticas se dirigían fundamentalmente a la incapacidad de las grandes mayorías de la polis para decidir sobre lo público, sobre el destino de la ciudad, prefiriendo más un gobierno de especialistas, el rey-filósofo, o una forma de Constitución mixta, que detuviera el eterno retorno entre formas virtuosas y degeneradas de orden político, la anaciclosis, que hacía derivar a la democracia en oclocracia, a esta en monarquía, que se pervertía para transformarse en tiranía, que impulsaba una reacción aristocrática, que degeneraba en oligarquía, hasta llegar nuevamente a una democracia.

«La democracia ateniense sucumbió ante la presión, interna y externa, hasta desembocar en una restauración aristocrática y en nuevos tiranos.»

La democracia ni fue mayoritaria en el mundo griego, ni garantizó su estabilidad. Superado su famoso siglo V, la edad dorada, pareció entrar en decadencia a partir del siglo IV. Enfrentamientos entre polis, y cambios en la hegemonía helénica entre Atenas y Esparta la señalaron como un experimento frágil. La democracia ateniense sucumbió ante la presión, interna y externa, hasta desembocar en una restauración aristocrática y en nuevos tiranos. La autonomía de las polis se derrumbó tras la invasión de Filipo de Macedonia quien unificó al mundo griego bajo un solo mando imperial, heredado por Alejandro. Así terminó el primer experimento democrático.

El artefacto romano y la pasión republicana

En el siglo VIII antes de nuestra era fue fundada, en el centro de la península italiana, la ciudad de Roma. De un original pueblo de pastores emergería una ciudad que llegaría a unificar el mundo mediterráneo. La dominación de los reyes de Etruria sobre la ciudad finalmente hubo de enfrentarse a esa pasión por el autogobierno, protagonizada en esta ocasión por los patricios, herederos de los fundadores de la ciudad, los paterfamilias.

En el año 509adC estalló la Revolución y nació la República, tras expulsar al último de los reyes etruscos. Sobre las virtudes republicanas, la libertad como no-dominación, el horror a la tiranía y la igualdad ante la ley se constituyeron un conjunto de instituciones, empezando por la ciudadanía romana. Al Senado dominado por los patricios, y los Comicios Curiados, se agrega el Cónsul con mandato anual. Pero es importante mencionar las asambleas que son inherentes a la República, como representación del Populus Romanum, los Comitia Tributa y los Comitia centuriata.

Gran parte de la literatura escrita sobre la República romana es tardía y tiene un aire de nostalgia por las instituciones perdidas, nostalgia que tiende a idealizar su formación y estabilidad. Entre la Revolución del 509 y la Constitución del siglo III la vida romana está marcada por dos procesos, primero, el asegurar la seguridad de la ciudad frente a las amenazas externas, que implicó el inicio del expansionismo romano, y la construcción de un nuevo equilibrio interno, lo que se expresó en el dilatado conflicto entre patricios y plebeyos.

«La pasión por la igualdad es una expresión de esa voluntad de no ser dominado por otro. De este conflicto emergieron unas instituciones republicanas perfeccionadas…»

El conflicto de los órdenes se extendió, por lo menos, entre el 494 y el 287adC, alrededor de tres grandes cuestiones, la lucha de los plebeyos por acceder a las magistraturas que dominaban exclusivamente los patricios, la cuestión agraria y el problema de la carga de las deudas. La pasión por la igualdad es una expresión de esa voluntad de no ser dominado por otro. De este conflicto emergieron unas instituciones republicanas perfeccionadas, se formó una aristocracia patricio-plebeya que dominó la República durante los siglos posteriores. Los nuevos Concilium Plebis, Concilio de la Plebe, y el Tribuno de la Plebe emergieron de estas luchas. Las XII Leyes pusieron por escrito la estructura de derechos que amparaban a los ciudadanos romanos y la reglamentación de sus relaciones, esto reducía la posibilidad de que el poder actuará de manera arbitraria y despótica.

Pero los conflictos no desaparecieron. La expansión romana por el Mediterráneo occidental trajo consigo nuevas tensiones internas y externas sobre la República. La concentración de la propiedad de la tierra en unas pocas manos, dominadas por los sectores senatoriales, generó tensiones sociales, sobre todo entre las legiones que volvían empobrecidos a Roma luego de luchar por la gloria de la República. Los intentos de Reforma impulsadas por los tribunos de la plebe, Tiberio Graco y luego Cayo Graco, fueron la expresión pública de un conflicto latente. Su aplastamiento y asesinato por parte de los sectores senatoriales derivaron en el inicio de la Guerra Civil, entre optimates y populares, que sentenciaría el final de la República. Desde el enfrentamiento entre Mario y Sila, el de Julio César y Pompeyo, hasta el de Augusto y Marco Antonio, la institucionalidad republicana va vaciándose de su sentido primigenio.

La República romana no resistió las tensiones generadas por la conversión de la ciudad de Roma de una urbe al centro de dominio del orbe mediterráneo. Las instituciones creadas para administrar el autogobierno de una ciudad, la República, con mucha dificultad podían manejar un Imperio sin desnaturalizar las estructuras de poder, sus asambleas y magistraturas.

La caída del Imperio romano de Occidente en el 476 de nuestra era terminó de sentenciar los últimos atisbos de las instituciones republicanas que le habían dado expresión institucionalizada a esa pasión por el autogobierno. Los fantasmas de la República y de la democracia deambularían ocultos por muchos siglos más.


 

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