La globalización, comprendida como el flujo masivo de ideas, personas y bienes a través de las viejas fronteras estatales cuya solidez se ha desvanecido por las magnitudes del comercio y la capacidad tecnológica de trascender el espacio con inmediatez y a bajo costo, es el gran fenómeno-fuerza del comienzo del siglo. Las utopías tecnocráticas alrededor de las redes y los desarrollos en inteligencia artificial, se hicieron suspendidos de la realidad ideológica y política a su alrededor. La expectativa de establecer un mundo de intercambio libre e independiente de las presiones del mercado, ha creado una paradójica situación, a la vez creando un intercambio impresionante de bienes y servicios, presionando hacia el abaratamiento tecnológico y legal de costes de trabajo.
En su seminal trabajo The Information Age: Economy, Society and Culture, el sociólogo español Manuel Castells define a la actual sociedad humana como una sociedad red, como un conjunto desagregado de redes de intercambio globales por medio de medios electrónicos. La tendencia general de esta sociedad está en la disolución de instituciones mediadoras cuyo control se ubicaba en el viejo mundo fabril y la difusión de ideas por los viejos medios. Así, los entes que concitaron la autoridad nacional en las sociedades modernas, son dejados de lado por conexiones más localizadas y conglomerados globales que nos son fieles a una sociedad particular. El centro se desvanece, y con ello las certezas de los individuos en su ubicación y pertenencia dentro del nuevo esquema global.
En términos concretos, la orientación general de la economía en la sociedad red está en la creación de valor trasladada desde las manos del mundo laboral occidental hacia la nueva servidumbre de las economías emergentes -éticamente flexibles en sus estándares- y la creciente automatización de trabajos. Se estima que antes de mediados de siglo, buena parte de los trabajos de entrada al mundo laboral habrá desaparecido, sobrecargando algunas posiciones y dejando de lado a millones de individuos aún preparados para la vieja economía.
«El trabajo que efectivamente existe se hace más precario e inestable, lo que lleva a cambiar los patrones de consumo, y a su vez a preferir productos elaborados por mecanismos más baratos»
Pese a que muchos puestos de trabajo permanecen, la redundancia de algunas funciones, y la presión hacia un mayor abaratamiento de costos, pone en jaque la aspiración tradicional de las clases medias a avanzar por medio de su pericia y mérito. Mientras tanto, la base económica de los negocios a los que podía recurrir está sometida a la competencia de empresas de comercio y servicios globales mucho más eficientes en su estructura de costos. El trabajo que efectivamente existe se hace más precario e inestable, lo que lleva a cambiar los patrones de consumo, y a su vez a preferir productos elaborados por mecanismos más baratos, en un ciclo que se retroalimenta. Es no sólo racional, sino mucho más fácil gracias a la telemática, lidiar con contratistas a medio mundo de distancia, con trabajadores anónimos y desprotegidos -ya en otros países, ya como inmigrantes subempleados-, que asumir las fricciones económicos, políticos y reputacionales locales y tradicionales.
Este proceso, fue además potenciado ideológicamente. Recordemos cómo las élites políticas del final del siglo XX asumieron la eficiencia, y el desmontaje del estado de bienestar y reglas favorables al intercambio, como banderas contra el populismo y el nacionalismo. La opinión dominante, y la crisis de los diversos socialismos, invitó a una conclusión que pareció entonces definitiva y próspera, en superación del Estado de Bienestar.
«El llamado modelo chino de desarrollo no busca la competencia con las democracias en igualdad de condiciones económicas regulatorias, sino el predominio de un modo de ser político que se propone superior al esquema occidental.»
Irónicamente, este proceso de auge económico escondía dos factores: el desarrollo de una mayor desigualdad -también ideológicamente promovida- dentro de las sociedades democráticas occidentales, a la vez que el crecimiento del mundo democrático no Occidental, cuyas mejoras podían trascender como muestra de la desconexión entre democracia y prosperidad. El llamado modelo chino de desarrollo, por ejemplo, no busca la competencia con las democracias en igualdad de condiciones económicas regulatorias, sino el predominio de un modo de ser político que se propone superior al esquema occidental. Es una narrativa perfectamente coherente, si aceptamos sus mendaces premisas, incontestables en su propio terreno al tratarse de sistemas no pluralistas donde las consultas populares son escasas o dudosas.
«Mientras el malestar en las dictaduras es vehementemente reprimido por la fuerza y ocultado por la propaganda, las normas de Occidente permiten que aflore, sin que nuestros regímenes tengan la capacidad de enfrentar las causas estructurales que lo alimentan.»
El liderazgo del Occidente democrático, al abandonar el compromiso con su base política tradicional, sin abandonar los elementos de consulta popular que le dan su fundamento de legitimidad, tiene que enfrentar un flanco de decepción que no toca a las aparentemente prósperas dictaduras tecnocráticas de las potencias en ascenso. Mientras el malestar en las dictaduras es vehementemente reprimido por la fuerza y ocultado por la propaganda, las normas de Occidente permiten que aflore, sin que nuestros regímenes tengan la capacidad de enfrentar las causas estructurales que lo alimentan. A la vez, la decepción con el liderazgo político y económico refleja un cambio cultural más profundo: puesto que durante décadas la seguridad económica no estaba en juego, se desconectó entre los individuos la necesidad de reconocerse en el mundo público y las responsabilidades que el mantenimiento de ese Estado de Bienestar implicaba. Así, la dinámica colectiva que tuvo su reflejo institucional en partidos, sindicatos y gremios modernos, dio paso a un mayor individualismo y políticas de identidad.
Lo más grave de esta circunstancia para la democracia es que esa misma sociedad red, que facilita las transacciones económicas y financieras post-materiales, es también un abrevadero de opiniones radicalizadas. Pero esto no sólo funciona para la promoción de derechos individuales, avances en igualdad racial o sexual, sino también para manifestaciones no pluralistas. En las redes, los inmigrantes decepcionados de su trato pueden coquetear con posiciones extremistas, mientras que también lo logran adolescentes locales, obteniendo lenguajes comunes, modos de acción y hasta financiamiento. Y estos grupos, que a nivel físico son minúsculos, potencian su alcance e influencia gracias a las herramientas de comunicación contemporánea, haciendo virales sus mensajes contra el sistema.
Al final, la sociedad red ha diluido el compromiso con la democracia. Facilitando la oligarquización de las normas de distribución económica, y potenciando el radicalismo de amplios sectores sociales: el fin de este ciclo histórico de doble moderación de élites y masas. En nuestros próximos dos artículos revisaremos cómo la tolerancia y el relativismo han potenciado este fenómeno, y cómo circula este malestar gracias a los nuevos medios.