Al hablar de democracia, y de los presupuestos necesarios para su existencia, con frecuencia se alude, en primer lugar, al sufragio. En efecto, no puede considerarse democrático un sistema político en ausencia de elecciones competitivas entre actores independientes. Sin embargo, en el contexto de una sociedad democrática, los mecanismos para la participación ciudadana son numerosos, y en consecuencia, la intervención del individuo en la esfera pública no se limita –al menos no desde una perspectiva formal- al día de los comicios. Incluso en caso de querer centrarse la atención en el voto, para que la participación del ciudadano en un proceso electoral sea informada, y por ende, verdaderamente libre, han de reconocerse y respetarse diversos derechos de naturaleza civil y política, y entre ellos ocupa un lugar primordial el derecho a la libertad de expresión. El objetivo de este breve ensayo es recordar la íntima relación entre tal derecho y el principio democrático.

La libertad de expresión ha sido reconocida como derecho humano por numerosos instrumentos del Derecho Internacional, y su contenido ha sido desarrollado ampliamente por la doctrina jurídica y la jurisprudencia internacional. La Declaración Universal de Derechos Humanos, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, la Convención Americana sobre Derechos Humanos y el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales, por citar los más relevantes ejemplos, coinciden -aunque en términos ligeramente diferentes- al definir la libertad de expresión como un derecho de doble vertiente: por un lado (quizás, el más evidente), consiste en la facultad de exteriorizar las propias ideas y opiniones, al tiempo que protege la libertad de recibir información y opiniones de otros[1]. Así, el décimo noveno artículo del segundo de los referidos instrumentos afirma que

(…)Toda persona tiene derecho a la libertad de expresión; este derecho comprende la libertad de buscar, recibir y difundirinformaciones e ideas de toda índole, sin consideración de fronteras, ya sea oralmente, por escrito o en forma impresa o artística, o por cualquier otro procedimiento de su elección. (subrayado añadido)

El reconocimiento de este derecho en diversos tratados internacionales y en la mayoría de las constituciones modernas no implica la inexistencia de límites a la expresión de ideas. De hecho, los propios instrumentos jurídicos suelen prever una serie de restricciones (en todo caso, excepcionales e idealmente sujetas a una interpretación restrictiva), que velan por los derechos de terceros, la estabilidad del orden público y la seguridad nacional. A la luz del principio de la seguridad jurídica, tales límites deben ser claramente establecidos por la ley, y únicamente ha de producirse la responsabilidad de forma ulterior a la expresión (prohibiéndose así, tradicionalmente, la censura previa).

«Para Mill, adicionalmente, la libertad de expresión es esencial para la búsqueda de la verdad; su prohibición equivale a la afirmación de nuestra infalibilidad».

Desde la teoría política, harto se ha analizado el concepto de la libertad de expresión y su vínculo con la democracia. La concepción moderna de esta libertad frecuentemente se atribuye a John Milton y a John Stuart Mill, quienes destacaron su naturaleza como mecanismo de protección del individuo frente al poder del Estado. Para Mill, adicionalmente, la libertad de expresión es esencial para la búsqueda de la verdad; su prohibición equivale a la afirmación de nuestra infalibilidad.En el trabajo pertinentemente titulado “On Liberty”(“Sobre la Libertad”), el autor diría:

La maldad particular del acto de silenciar la expresión de una opinión consiste en privar a la especie humana, tanto a las futuras generaciones como a la presente, y a aquellos que disienten de ella todavía más que a quienes la comparten. Si la opinión es correcta, se les priva de la oportunidad de intercambiar error por verdad; si es incorrecta, pierden un beneficio igual de importante: la percepción más clara y la impresión más intensa de la verdad, producida por su contraste con el error.”[2].

Tal opinión sería compartida por Hannah Arendt, quien se opuso a los sistemas filosóficos que favorecen la contemplación aislada e inmóvil como camino para alcanzar la verdad, proponiendo, en cambio, su búsqueda a través de la interacción de ciudadanos que despliegan su libertad[3].

«La libertad de expresión tutela nada menos que la potestad de individualización. Sin ella, quedamos condenados a una vida de aislamiento, convirtiéndonos en miembros de una masa uniforme, predilecta de regímenes anti-democráticos».

Así pues, a tono con el citado lenguaje utilizado por instrumentos jurídicos para definir las dos caras de su contenido, la libertad de expresión cumple una doble función en el seno de una sociedad. En primer lugar, permite que el individuo se revele ante otros en ejercicio de su natural autonomía, constituyéndose como límite al poder público. En “La Condición Humana”, Arendt definió la acción como la actividad a través de la cual se revela el individuo frente a otros seres libres e iguales. Cumpliendo la función de explicar y exponer la identidad de quien actúa, a juicio de la autora, se trata de la actividad pública y política por excelencia, puesto que no es posible sin la otredad. En el marco de una sociedad plural, los seres humanos construimos nuestra identidad a partir del conocimiento de otros, al tiempo que nos revelamos frente a ellos, introduciéndonos así en el universo humano. Tanto el conocimiento de otros como la propia acción son posibles únicamente a través de la expresión. En otras palabras, la libertad de expresión tutela nada menos que la potestad de individualización. Sin ella, quedamos condenados a una vida de aislamiento, convirtiéndonos en miembros de una masa uniforme, predilecta de regímenes anti-democráticos. En ausencia de expresión, no pueden si quiera determinarse con certeza los intereses que constituyen el cimiento de la vida política.

«La participación se hace posible mediante la expresión de las propias ideas, y únicamente podrá considerarse libre si se ha tenido acceso a las opiniones ajenas.»

En segundo lugar, el derecho en cuestión garantiza el intercambio de ideas propio de un sistema democrático. El contraste de opiniones, que únicamente puede generarse a la luz de la libertad de expresión, constituye el soporte sobre el cual se edifica la democracia. Si entendemos esta última, en términos muy generales, como un sistema político cuyas reglas de juego garantizan una libre participación ciudadana, de la cual deriva la legitimidad de sus instituciones, la vital importancia de la libertad de expresión luce evidente: la participación se hace posible mediante la expresión de las propias ideas, y únicamente podrá considerarse libre si se ha tenido acceso a las opiniones ajenas (incluyendo aquellas indiferentes o favorables a la gestión gubernamental, pero también, y sobre todo, las críticas formuladas en su contra).

«No ha de extrañarnos, pues, que la expresión, en cuanto vehículo de la libertad humana, se haya constituido históricamente como –y sea todavía hoy- enemigo principal de los sistemas no democráticos.»

En consecuencia, la relación entre la libertad de expresión y la democracia es una de dependencia: no puede existir una en ausencia de la otra. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos así lo ha afirmado, caracterizando a la libertad de expresión como “piedra angular en la existencia misma de una sociedad democrática”[4]. De allí que un Estado regido por el principio democrático deba cumplir, en esta materia, principalmente, con la obligación jurídica de respetar: no ha de impedir, entorpecer o disuadir la natural expresión de sus ciudadanos. No ha de extrañarnos, pues, que la expresión, en cuanto vehículo de la libertad humana, se haya constituido históricamente como –y sea todavía hoy- enemigo principal de los sistemas no democráticos.

 

[1]Remitimos al lector interesado en consultar los citados instrumentos jurídicos a los artículos números 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, 19 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, 13 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, y 10 del Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales.

[2]Mill, J.S. (1859). On Liberty. Londres: Parker. P. 33, traducción propia.

[3]Ver Arendt, H. (2003). La Condición Humana. Buenos Aires: Editorial Paidós.

[4]Informe Anual de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, 1994, Capítulo V, Sección III. Disponible en http://cidh.oas.org/annualrep/94span/cap.V.htm.

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