La convergencia de la conexión en redes, desregulación de medios y acceso a la tecnología, ha permitido la emergencia de una nueva cultura de medios de comunicación. Las redes sociales, espacios caracterizados por los insumos de contenido y la interacción de sus usuarios, han roto aparentemente con la vieja barrera que significaba el acceso a los medios tradicionales. De este modo, aunque la teoría política iba abordando lentamente los problemas que esto traía para las democracias, seguíamos analizando a los nuevos medios con herramientas derivadas de la relación establecida entre la sociedad de masas y la comunicación durante casi todo el siglo pasado.
Pero la disrupción ha sido demasiado grande. La red, dejando de lado la difícil adaptación de las plataformas tradicionales a las demandas de consumo instantáneo y aparentemente gratuito, se convirtieron en el nuevo espacio público. Esto, claro, es parcialmente un accidente de la comunicación, y no se deriva de un diseño planificado por sus creadores; pero, tal como ocurrió con la emergencia de los medios masivos, lo que se establece como criterio funcional y lo que los usuarios descubren que pueden permitirse con esa tecnología, es muy distinto. En una interesante conferencia sobre el tema (“How Software shapes Democracy”), el activista y diplomático canadiense Ben Roswell nos recuerda cómo los medios 2.0, pretendidos como herramientas complementarias de comunicación, tuvieron efectos no esperados: dada su capacidad para introducir comentarios propios, facilitar el rechazo de interacciones no voluntarias y permitir evaluaciones positivas inmediatas, a la vez que generaban espacios con sentido de comunidad y pertenencia, también enfatizaron la búsqueda de validación de opiniones propias, facilitando la remoción de perspectivas críticas y resaltando la expresión de los sentimientos más urgentes en lugar de opiniones razonadas.
«Zygmunt Bauman, Umberto Eco y Giovanni Sartori advirtieron que las redes exacerbarían las conductas antidemocráticas e irracionales de la sociedad de masas…la falta de criterio crítico para cotejar informaciones se sumaría a la elevación de las opiniones particulares.»
Así, si la vida ciudadana de las democracias liberales tiene como presunción de conducta la tolerancia al otro y la deliberación racional entre posiciones encontradas, el temor hacia los efectos de las redes no parece infundado. Algunos pensadores contemporáneos como Zygmunt Bauman, Umberto Eco y Giovanni Sartori advirtieron, ante el optimismo inicial sobre la libertad digital, que las redes exacerbarían las conductas antidemocráticas e irracionales de la sociedad de masas, donde la falta de criterio crítico para cotejar informaciones recibidas se sumaría a la elevación de las opiniones particulares. No era una profecía falaz, como lo reflejan la prevalencia de las “Fake News”, la crisis del Brexit, la elección del empresario-celebridad Donald Trump como presidente de EEUU, o la compra y uso de datos por Cambridge Analytica: la crispación de la opinión pública, la pérdida de prestigio de la vieja comunicación, la coordinación y saliencia de extremismos antes censurados por el consenso del status quo, y la segmentación en el consumo de entretenimiento e información, parecen tener efectos reales en el actual resurgir del populismo. No nos encontramos ante la mera emergencia de resultados adversos a la opinión de las élites, lo cual puede ocurrir en cualquier democracia, sino que estos resultados reflejan corrientes de extremismos políticos, económicos, sociales y raciales que muestran la vulnerabilidad axiológica de nuestros sistemas.
Sin embargo, los llamados apocalípticos a desvincularnos de las redes, como si fuera posible desactivar sus implicaciones políticas rompiendo sus lazos, abundan. Por un lado, las herramientas que proporciona la red están ya entretejidas con casi todas las rutinas civilizadas y nuestros patrones de consumo culturales e intelectuales. Por otro, constatado el poder de las redes, aún contando con la inestabilidad de sus plataformas, no es imposible de ser reconducido hacia potencialidades positivas para el ideal democrático. Piénsese cómo hace apenas una década atrás eran elogiadas como mecanismos de innovación y apertura política.
Entre los grandes aportes que las redes sociales pueden hacer hacia la democratización se encuentra uno de esos fenómenos que más alarma al comentario conservador: la pérdida de barreras entre el público y las élites (culturales, políticas y burocráticas, mediáticas, deportivas, corporativas…). Aunque esto puede prestarse al simulacro populista de una falsa horizontalización, y distraer con cosas intrascendentes, también permite la posibilidad de un mayor escrutinio hacia las figuras públicas, sus actividades, declaraciones y responsabilidades. La transparencia es ahora una exigencia general, lo cual puede ayudar a incrementar la confianza institucional.
«El efecto del internet en las acciones que llevaron a la Primavera Árabe es un recordatorio permanente de que los efectos disolventes de la red sobre la política son una posibilidad real que puede emplearse en la promoción de la democracia.»
Otro rasgo aparejado a los nuevos medios es la posibilidad de coordinar sin necesidad de grandes costos organizativos, en torno a causas de interés público. El uso de etiquetas interactivas como el signo almohadilla o numeral (#), puede no sólo generar tendencias de opinión y apoyar causas (#BringBackOurGirls, #PrayforJapan), sino dar cuerpo a movimientos enteros, como fue el notorio caso de la ola de reclamo feminista y de denuncia en contra al acoso sexual en torno al #MeToo. En este sentido, y especialmente en entornos autoritarios, las redes sociales pueden ser herramienta para acercar a individuos a coordinar acciones más allá de su interés particular. El efecto del internet en las acciones que llevaron a la Primavera Árabe, independientemente de su imperfecta conclusión, es un recordatorio permanente de que los efectos disolventes de la red sobre la política son una posibilidad real que puede también emplearse en torno a la promoción de la democracia. De otro modo, no habría tal preocupación entre los regímenes autoritarios en mitigar o incluso censurar el acceso a la redes entre su población.
Hay que recordar que la democracia liberal no es un vacío relativista donde, bajo la guisa de tolerancia, todo es permitido. No hay espacio ni medio neutro: la tensión dinamizadora permanente en estos regímenes es la tensión entre libertad e igualdad, frente a los abusos de los poderosos. Así las cosas, la crispación de los medios es producto del declive de las democracias liberales, y no su causa. Promover en torno a la dignidad humana las herramientas de alfabetismo digital y los parámetros de derechos y deberes cívicos e individuales que regulen estas interacciones, será inútil si la estructura social está condicionada a servir de terreno fértil al extremismo.
Las redes siguen proveyendo con oportunidades para la acción cívica y políticamente orientada hacia la democracia, tanto en su participación como en su orientación ideológica. Queda en nosotros la posibilidad de crear más y mejor contenido dirigido a este propósito, y podernos plantear, con Jürgen Habermas, la esperanza de un internet civilizado, actuando en consecuencia.