La libertad en tiempos de cuarentena

Dos imágenes sirven para marcar los extremos con los que se ha abordado la pandemia del COVID-19: la de las protestas en algunas ciudades de los Estados Unidos, con gente con armas en el cinto o terciadas en el pecho, que reclama por lo que considera una violación de sus derechos civiles; la de los funcionarios del gobierno venezolano tomando el control de diversas plantas de alimentos.  Cada una refleja un forma muy distinta de entender el rol del Estado y su relación con los individuos.  Para los libertarios extremos, prácticamente cualquier intromisión es un abuso. Para los funcionarios del socialismo bolivariano, el Estado puede meterse en todo, tiene el derecho de disponer de los bienes de los demás, de fijar el precio a las mercancías producidas por otros, de establecer a qué clientes vender.  Entre ambas, hay un universo de gradaciones, pero a todas remiten a un mismo fenómeno: el de los alcances legítimos de la intervención del Estado en la vida de los individuos. Es un problema del que se habla y escribe mucho, pero la situación límite a la que nos ha sometido el COVID-19, la ha puesto sobre el tapete, sacándola del ámbito de los especialistas para ponerlo en el del ciudadano común.  Cosas como la biopolítica y la bioética nos demuestran en la cuarentena sus aplicaciones prácticas e inmediatas.

En efecto, si el aborto o la eutanasia son asuntos de complejas implicaciones éticas y políticas, en general inquietan a muy pocos. La mayor parte de las personas no debe enfrentarse a los dilemas que producen.  Ni siquiera con el aborto, más allá de que todo el mundo conoce a alguien que ha abortado, de lo difícil que fue su situación e incluso de las consecuencias que tuvo en su salud física y emocional.  Pero salvo entre los inmediatamente involucrados, suele no afectar (o eso creemos) a los demás. Basta con encogernos de hombros, juzgar según nos parezca o voltear a otro lado, para seguir con nuestros asuntos.  Lo del distanciamiento social es distinto. Sí nos ha afectado a todos, o a prácticamente a todos en el mundo, cambiándonos la vida por completo, y poniendo en peligro a millares de negocios y empleos.  Tal vez quienes vivimos en lugares azotados por epidemias, como el zika, la chincungunya o la malaria, entendemos mejor el vínculo de la acción estatal con la salud pública, pero para quienes tienen un siglo desde la última peste y están amparados por sistemas de sanitarios capaces de hacer del HIV una enfermedad crónica, es distinto.

Así, cosas como el derecho del Estado a obligarnos a permanecer en casa, a prohibirnos abrir nuestro establecimiento, a usar un salvoconducto para trasladarnos, comienza a generar preguntas sobre los peligros que esto pudiera acarrear para la democracia, o en sentido más amplio en el respeto de los Derechos Humanos.  Son todas preguntas que en el fondo se dirigen a lo que se ha definido como biopolítica y, con ella, un poco más allá, a la bioética: ¿hasta qué punto el Estado puede tener derecho a controlar la vida de los individuos en nombre de la biología? ¿En qué momento su acción para salvaguardar la salud deja de ser ética? ¿Es ético limitar las libertades en nombre de la salud? Son asuntos que encierran cosas muy importantes, en muchos casos literalmente de vida o muerte. Cuando nos enfrentamos a movimientos como los de los anti-vacuna, la respuesta parece sencilla: los individuos no tienen derecho a poner en peligro a toda la sociedad.  Así como no puede considerarse una legítima “decisión individual” conducir ebrio o no dejar dormir a los vecinos por la libertad de querer ser baterista, tampoco puede nadie ser libre de convertirse en un foco de contagio. O, de forma todavía más compleja, de poner en peligro la integridad de sus hijos.  Pero eso no está ni remotamente resuelto en Estados Unidos, donde el tema de los derechos del individuo reviste una radicalidad casi superior a la de cualquier otro lado. 

Para el resto de la humanidad los dilemas aparecen en aspectos en los que no tenemos aún claros consensos, como los nombrados del aborto y la eutanasia, o la donación de óvulos o esperma para que parejas homosexuales tengan hijos.  O incluso antes cosas tan caras para muchos venezolanos como las peleas de gallo y las corridas de toros.  ¿Es legítima la donación de óvulos o esperma? Eso dependerá de lo que se entienda por maternidad y paternidad. ¿Tiene alguien derecho a decidir cuándo quitarse la vida? Eso dependerá de la radicalidad con la que nos opongamos a la interrupción deliberada de la vida. ¿Es legítimo azuzar a unos animales para que se maten sólo para divertirnos y apostar? Y si lo es con los gallos, ¿por qué no lo es con los perros? ¿Es legítimo abortar? Eso dependerá de la respuesta que se dé a cuál es el momento en el que una persona comienza a serlo.

Y así llegamos a nuestro punto: ¿hasta dónde son legítimas las acciones del Estado en la cuarentena? ¿De qué manera esta biopolítica puede afectar a la democracia y la libertad?  Un poco de historia nos puede explicar de qué estamos hablando.

La triste historia de la biología en la política.

Volvamos al caso del aborto.  Qué es y qué no es un humano ha sido una de las claves fundamentales de la biopolítica. Desde la famosa polémica entre Ginés de Sepúlveda y Bartolomé de Las Casas sobre la naturaleza humana de los aborígenes americanos, ha corrido mucha agua, aunque el núcleo de la cuestión sigue siendo el mismo: como pasa hoy con los debates en torno al aborto, ¿qué es un humano y posee por eso una dignidad particular?  Cuando en 1876 murió Truganini, supuestamente la última aborigen de Tasmania, no fue incinerada como expresamente solicitó, sino que sus huesos fueron salvados para la ciencia y, de hecho, expuestos en un museo hasta 1976.  Los blancos tenían tantas dudas sobre la humanidad de los aborígenes de Australia, como las que tenían sobre los aborígenes americanos muchos de los conquistadores a los que se enfrentó Bartolomé de Las Casas.  Por eso la última voluntad de Truganini no podía competir contra la “ciencia”.  Algún día, esperaban, sus huesos podrían decirnos algo acerca de su “especie”.   No fue un caso aislado.  Los “zoológicos humanos” fueron comunes en todas las grandes ferias europeas del siglo XIX.  Aborígenes africanos o americanos eran exhibidos como una especie de curiosidad.  De ahí a pasar a considerarlos francamente animales había sólo un paso.  Pasó que en 1906 se dio finalmente cuando a Ota Benga, un pigmeo del Congo, se le expuso en un zoológico del Bronx junto a los simios.  No llegó a afirmarse que no fuera completamente humano, pero sí se consideró, desde las ideas de ciertos antropólogos de la época, un ejemplo de la evolución del mono al hombre.  Pigmeos y aborígenes australianos podían aspirar, en el mejor de los casos, a ser el eslabón perdido.

Como vemos, la antropología decimonónica, llena de lo que hoy sabemos era pseudo-ciencia, tuvo mucho que ver con eso.  Pero era pseudo-ciencia que entonces se consideraba ciencia en todo el sentido, es decir, un conocimiento que había descubierto cómo es que funciona la naturaleza.  Y eso, desde ciertas perspectivas, es lo que da la legitimidad: lo correcto es actuar de acuerdo a lo que es natural, más allá de que lo natural pueda ser, por ejemplo, la ley de la selva… Se consideraba, por poner un caso, que entre humanos hay razas superiores a otras, del mismo modo que hay purasangres o perros de pedigrí, y hay perros y caballos mezclados.  Aun los que aceptaban que los pigmeos y los australianos originarios son humanos, los veían como unos humanos, por decirlo de algún modo, biológicamente de menor calidad que los blancos.   De allí que la exclusión fuera sustentada en ideas de higiene:  nadie quiere un padrote descastado, pero muy vigoroso, en una manada de yeguas purasangres. De hecho, la eugenesia, es decir, las políticas para preservar y si es posible mejorar la raza fueron muy populares hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. Había centenares de estudios antropológicos que ayudaban a cada gobierno a sostener que la raza de su nación (o al menos la de su élite), era superior.  O incluso, como pasó en toda América Latina, que no lo era y por eso había que mejorarla. 

Y el paso de la exclusión a la masacre fue rápido.  Fue por motivos eugenésicos, o en todo caso alegando razones eugenésicas para racionalizar miedos y odios más profundos, que se justificaron, en este orden: primero la ejecución de los niños con retardo mental en los hospitales del III Reich, después la esterilización forzada de millares de mujeres, más adelante la conculcación de los derechos de los judíos, a los que se les veía como especialmente peligrosos por su capacidad para mimetizarse con los “arios”, y finalmente su confinamiento y ejecución industrializada.  Hay que entender que el trato a los presos de los campos de concentración es básicamente el mismo que hoy le prodigamos a los animales en ciertas granjas industriales.  Explotarlos al máximo, sacrificarlos cuando ya no dan más y, si es posible, usar lo que queda como materia prima.  A algunos ejemplares se les empleó como conejillos de indias.  La máquina de genocidio nazi fue sobre todo un asunto de médicos, ingenieros y hábiles planificadores. Científicos que negaban cualquier dignidad humana en los judíos, los gitanos, los homosexuales, los niños con retardo mental y los que no estaban de acuerdo con ellos, desde los comunistas a los Testigos de Jehová.

Los nazis fueron los más extremistas, pero no estaban solos. La lista de otros ejemplos es larga.  La masacre de Ruanda comenzó con la promoción del odio basada en la idea de que los Tutsi son de una raza inferior, y además extranjera, frente a los Hutus.  El poder de las ideas pseudo-científicas sobre las razas quedó confirmado otra vez con la obra del historiador Ferdinand Nahimana, quien le dio soporte “histórico” al racismo anti-Tutsi.  Que un historiador haya sido encarcelado por incitación al odio y al genocidio es un dato que no puede pasarse por alto.  Sin embargo, cerremos con tres casos que sin llegar a la espectacularidad homicida del III Reich y Ruanda, probablemente ha afectado a más personas en cifras absolutas: las leyes raciales contra la migración, que en sus sistemáticas prohibiciones de entrada a chinos y negros, solían basarse en ideas eugenésicas (la igualitaria Venezuela derogó lo último de esta legislación en la década de 1960); la criminalización de los homosexuales, por sus prácticas contra la natura; y la inferioridad “natural” de la mujer.  Cosas como la diferencia de tamaño entre el cerebro del hombre y de la mujer, fueron argumentadas para legitimar el control jurídico de la mujer estuviera en manos de su padre, de su hermano o de su esposo.  O para no “exponerla” a cosas para las cuales supuestamente no tenía capacidad, como por ejemplo ciertos estudios y responsabilidades.

Cuando hoy los chinos se espantan porque al Sars-Cov-2 lo llamen algunos “Virus Chino”, saben de lo que están hablando.  Desde las Leyes de Indias españolas a la Immigration Act australiana, desde las masacres de chinos perpetradas por Pancho Villa a las leyes de inmigración venezolanas de inicios del siglo XX, los chinos fueron sistemáticamente considerados inferiores e indeseables.  Y, salvo en las Leyes de Indias, alegando razones biológicas. Asociando su nacionalidad a un virus saben muy bien lo que puede venir con eso: la idea de segregación.  Afortunadamente, ni lo del Virus Chino prosperó, ni la, verdad, quienes los que lo llaman así parecen estar pensando en campos de concentración, pero eso no significa que con el COVID-19 la biología deje de tener peligrosas consecuencias para la libertad.

Ética y Libertad en tiempos de Coronavirus

Como vemos, la biopolítica no es cosa de juego y el COVID-19 lo ha vuelto a demostrar.   No porque se ponga en tela de juicio la legitimidad de las cuarentenas, como hacen los libertarios armados que protestan en EEUU; sino por los filones que con base en ellas puedan aprovecharse con otros fines.  Muchos han alertado sobre los peligros de que la pandemia sea usada como una excusa para profundizar la ola de autocratización que ya vive el mundo.  En nombre de la salud, se han establecido estados de excepción en casi todas partes, lo que en sí mismo es discutido por muy pocos.  Pero que de allí se llegue al cierre del parlamento en Hungría, ya pone las cosas en otro punto. En Venezuela, y aunque no directamente por razones sanitarias, la pandemia está demostrando hasta dónde pueden llegar sus coletazos: la caída en picada de los futuros de petróleo, hasta el increíble -37%, disparó el precio del dólar y con eso el de todo lo demás.  El impacto de ello para una economía ya en hiperinflación es previsiblemente malo, lo que ha llevado al gobierno a implementar (¡una vez más!), la política de establecer el control del precio de algunos productos y la supervisión directa del funcionamiento de algunas industrias, y sobre todo sus líneas de distribución.  O por lo menos eso alega el gobierno. Es una política que ya ha probado su fracaso antes, por lo que hay que ver si se implementa con algunas modificaciones, o si simplemente es un sacrificio de la economía por objetivos políticos de otro alcance.  

Naturalmente, las implicaciones éticas y políticas de este confinamiento planetario ya han hecho reflexionar a muchos intelectuales.  Yuval Harari lleva rato insistiendo sobre los peligros que corre la democracia.  Slavoj Žižek ya sacó un libro, Pandemic! COVID-19 shakes the world, en el que se anuncia, por enésima vez, la muerte del capitalismo.  Byung-Chul Han ha logrado llegar al gran público desmintiéndolo.  Tratando de alejarse de la cresta de la polémica y metiéndose en el núcleo del asunto, los filósofos y juristas del Nuffield Council of Bioethics han producido una Guide to the ethics of surveillance and quarantine for novel coronavirus, al alcance de cualquiera en Internet. Reconoce el deber del Estado de tomar las medidas que sean necesarias para garantizar la salud de los ciudadanos, pero las medidas que tome, especialmente si son coercitivas, deben tomarse de la forma más transparente posible.  Es el punto medio de la democracia, en la que las restricciones se explican sobre bases éticas y los individuos tienen derecho a discutirlas, y sobre todo tener supervisión sobre lo que hace el Estado.   Es ético que el Estado actúe así en defensa de garantizar la libertad de todos, es decir, de impedir que el derecho a la movilidad de unos sea la muerte de otros; pero siempre en el entendido de que el ciudadano tiene derecho de conocer las acciones del Estado y de actuar ante ellas.  Otras organizaciones de Derechos Humanos han subrayado que esa acción del Estado debe estar bien reglamentada y ha de acotarse a la atención del problema y mantener siempre la proporcionalidad de sus acciones.

La buena noticia es que es posible hacerlo.  Las democracias que han actuado siguiendo ese enfoque de transparencia y educación, se encuentran entre las más exitosas para enfrentar la pandemia, como Alemania, Islandia, Suecia, Taiwán y Corea del Sur, cada una con particularidades distintas. La mala noticia, es que eso no significa que cualquiera puede imitar sus políticas, especialmente si no cuenta con la fortaleza institucional de estos países.  De hecho, hay serios indicios de que las tentaciones autoritarias estén avivándose con una nueva excusa biopolítica en otras partes.  Por eso es que la pandemia y su manejo representan desafíos de implicaciones éticas tan importantes.  Las decisiones que sobre esas bases tomemos en lo inmediato, no sólo definirán el éxito en controlar la situación, sino, probablemente, el futuro de cosas tan esenciales como los Derechos Humanos, la democracia y la libertad.  Repetimos: la biopolítica y la bioética no son asuntos de filósofos metidos en sus burbujas universitarias, sino de todos nosotros, todos los días, en nuestra vida cotidiana.  Nuestro encierro planetario, los millares de muertos y sus implicaciones políticas lo están demostrando.

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