Hannah Arendt produjo, en 1963, una de sus más célebres obras, titulada “Sobre la revolución”[1], el resultado de una amplia investigación auspiciada por la Fundación Rockefeller. El trabajo contiene los originales argumentos de la pensadora de origen judeo-alemán en torno al concepto moderno de revolución, las causas de su éxito en el contexto estadounidense y de su colosal fracaso en el caso francés, y la tajante distinción entre los conceptos de ‘liberación’ y ‘libertad’. Siendo posterior a “Los Orígenes del Totalitarismo”[2] y a “La Condición Humana”[3], “Sobre la revolución” complementa las ideas allí expuestas, y demuestra una sorprendente continuidad en el hilo del pensamiento arendtiano.

El concepto de revolución

Para Hannah Arendt, el concepto de revolución es propio de la modernidad y aplica a un fenómeno que se distingue, por su amplitud, de una mera insurrección exitosa. Aunque frecuentemente identificada con ésta última en virtud del denominador común de la violencia, la noción de revolución alude a un evento político trascendental y único que, lejos de producir simples cambios en la esfera pública, implica una absoluta novedad, un nuevo comienzo.

En términos arendtianos, puede hablarse de revolución únicamente en la presencia de dos elementos esenciales: (i) la percepción y experiencia de la novedad (que se traducen en el acto de fundación de un nuevo cuerpo político), y (ii) la búsqueda y posterior instauración de la libertad, mediante el establecimiento de un espacio público para la acción y la pluralidad. La revolución descansa, pues, sobre la conexión entre las ideas de novedad y libertad. La violencia puede ser utilizada en el marco de una revolución pero, en este caso, persigue la finalidad de constituir una forma de gobierno totalmente diferente y novedosa, y un cuerpo político en cuyo seno brille la luz de la esfera pública: cada uno de los miembros ha de tener el derecho a actuar, presentarse y revelarse frente a otros.

Mientras el fin de la rebelión es la liberación, el fin de la revolución es la fundación de la libertad. En consecuencia, para que una revolución sea considerada tal, a juicio de Arendt, no basta el establecimiento de un gobierno limitado por la ley, ni la protección del individuo frente a la opresión, sino que se requiere la constitución de un nuevo sistema que garantice los espacios necesarios para la participación política de todos (el ejercicio de la libertad en términos positivos), y para la generación de poder, entendido como la capacidad de acción concertada.

«Según Arendt, el éxito de la Revolución Americana no se debió únicamente a la sabiduría de sus fundadores (quienes establecieron una república federal duradera, con instituciones completamente novedosas), sino también a la ausencia de miseria generalizada».

Para Arendt, la independencia de los Estados Unidos encarna el significado de una revolución porque, a pesar de que sus protagonistas iniciaron el proceso sin conocimiento de la novedad que alcanzarían, y con la pretensión “conservadora” de restablecer las libertades de los antiguos (se destaca, sobre todo, la influencia de la Antigüedad Romana), lograron eventualmente la constitución de un nuevo cuerpo político, y la fundación de la libertad. Al margen de las críticas que la autora formula en torno a las fallas en la preservación de los espacios públicos con posterioridad a la Revolución, señala que, en el caso estadounidense, se mantuvo firmemente la libertad como objetivo y, a diferencia de lo sucedido en el contexto francés, la necesidad no irrumpió en la esfera de la política, y no forzó, en consecuencia, un cambio de rumbo hacia la búsqueda de la felicidad.

Según Arendt, el éxito de la Revolución Americana no se debió únicamente a la sabiduría de sus fundadores (quienes establecieron una república federal duradera, con instituciones completamente novedosas), sino también a la ausencia de miseria generalizada. Así, la ‘cuestión social’ no jugó rol alguno en la independencia de Estados Unidos y, por ende, no se pretendió la solución de la necesidad a través de fines políticos. La fuerza de la compasión no logró anular el espacio público.

El éxodo de los primeros colonizadores del territorio estadounidense ofreció una maravillosa oportunidad para el nacimiento de un contrato social entre iguales, cargado de promesas mutuas y basado en la plena confianza de los individuos en sus propias capacidades de consenso y acción concertada. La creación y organización de las colonias (y sus respectivas asambleas) ofrecieron la experiencia de la libertad y la felicidad públicas o políticas en tiempos anteriores a la Revolución. En consecuencia, los fundadores –auténticos hombres de acción- aspiraban a constituir un cuerpo político que garantizara, no la liberación de la necesidad, ni la felicidad privada, sino el continuo derecho de acceso a la esfera pública, es decir, la posibilidad de la participación de cada ciudadano en la generación de poder.

La Revolución Americana logró el establecimiento de una república estable, a partir del entendimiento de la distinción entre las fuentes de la ley y el poder, y de la experiencia colonial de la organización de cuerpos políticos autónomos. Produjo una Constitución que ejerció una suprema autoridad desde su aprobación y que, lejos de limitarse a la protección de derechos civiles, instituyó una libertad pública que ya se practicaba.

Arendt sostiene que la mayoría de las revoluciones posteriores han seguido, lamentablemente, el ejemplo francés. Han permitido que la liberación de la necesidad suplante a la libertad como objetivo y han confundido los orígenes de la ley y el poder; alzando la bandera de una supuesta voluntad nacional, han aplastado todo espacio público que permita el despliegue de la autonomía y la libertad. Evidentemente, en sus cursos no se ha logrado el establecimiento de instituciones duraderas, capaces de ejercer autoridad, por cuanto toda estructura que se construya sobre un piso movedizo y eternamente cambiante (tal como la voluntad general) es necesariamente inestable.

La apuesta por el sistema de consejos

Ahora bien, en el sexto y último capítulo de la obra, Arendt apuesta por el sistema de consejos como la única forma de organización de una comunidad política numerosa que asegura el derecho a la participación de todos sus miembros en la esfera pública. Los consejos, a su juicio, constituyen verdaderos espacios políticos, aptos para fungir como escenarios de la acción. Como órganos deliberativos nacidos directamente de la iniciativa de los ciudadanos, ofrecen admisión a todos los individuos, al margen de la adopción de ideologías y de la pertenencia a partidos políticos. Su surgimiento espontáneo es un fenómeno común a todas las revoluciones, y su naturaleza como centros de poder que aspiran integrar un nuevo orden político les ha convertido en enemigos de todo gobierno centralizado, y del también moderno sistema de partidos. Así, la autora explica la liquidación de las sociedades y consejos franceses, y de los soviets, respectivamente, a manos de Robespierre y de Lenin.

Según Arendt, el sistema de partidos (que es también fruto de la modernidad, y opuesto al sistema de consejos) ha prevalecido en nuestras sociedades de laborantes, imponiendo la representación como única forma de gobierno. Los partidos, a diferencia de los consejos, presentan programas políticos definidos, y exigen de sus militantes la ejecución, no la acción. En dicho sentido, reservan el espacio político para una élite, compuesta por los representantes, quienes gozan del derecho exclusivo de aparecer frente a otros y deliberar junto a ellos sobre asuntos públicos. Los ciudadanos quedan condenados a vivir en la oscuridad de la vida privada, pudiendo manifestarse únicamente al ser convocados, en calidad de votantes, a una elección popular. En dicho caso, sin embargo, ni siquiera actúan (en términos arendtianos), puesto que son forzados a elegir entre opciones diseñadas por otros, e impedidos de ejercer sus capacidades para formar y expresar una opinión propia.

«El sistema de partidos, en cambio, en ningún caso permite tal participación. El ciudadano, bajo dicho sistema, únicamente puede aspirar a ver representados sus intereses, pero jamás a revelarse frente a los demás».

El principio federal, en palabras de la autora, está íntimamente relacionado con el espíritu de la revolución. Únicamente la alianza establecida entre distintas unidades autónomas (en su obra, los consejos) puede dar paso a la acción individual, y en consecuencia, a la libertad -entendida como participación en la esfera pública- que constituye el fin de toda revolución. El sistema de partidos, en cambio, en ningún caso permite tal participación. El ciudadano, bajo dicho sistema, únicamente puede aspirar a ver representados sus intereses, pero jamás a revelarse frente a los demás. Arendt nos ofrece la imagen del espacio público como una isla, habitada únicamente por los representantes, y rodeada por un mar de necesidad.

En consecuencia, la filósofa alemana considera que los partidos, lejos de ser órganos populares, son instrumentos para el control del poder del pueblo. El gobierno representativo se ha tornado oligárquico: la libertad y la felicidad públicas han pasado a ser el privilegio de unos pocos. Desde la perspectiva de Arendt, la representación se opone a la acción. Incluso en el caso estadounidense, el “tesoro perdido de la revolución” es precisamente la participación ciudadana, cuyos espacios no fueron incorporados a la Constitución, ni garantizados por ella. Arendt lamenta que la política se ha transformado en una profesión, y que los miembros de las élites que participan en ella son elegidos siguiendo criterios apolíticos (en especial, las habilidades de venta y promoción).

El sistema de consejos, que Arendt defiende, no admite el sufragio. A su entender, el fin de la representación significaría también el fin de la sociedad de masas. Las élites no serían elegidas, sino constituidas espontáneamente por hombres que valoran y disfrutan la libertad pública. Aquellos ciudadanos excluidos de la política (y por ello, de la acción) lo serían por su propia voluntad.

¿Debemos culpar a la representación?

Ahora bien, tal criterio parece fundarse en la consideración del sufragio como único mecanismo de participación política, en el marco de un sistema de partidos. Sin embargo, la mayoría de las constituciones modernas reconocen otras formas para la acción individual, entre las que se cuentan: las libertades de reunión y de asociación con fines políticos (que incluyen la potestad de crear partidos propios), el derecho a la manifestación pacífica, los referendos, las iniciativas legislativas y constitucionales, las asambleas públicas, y las revocatorias de mandato, entre otras. En consecuencia, la participación del ciudadano no se limita, necesariamente, al día de las elecciones, sino que puede ejercerse en muchas otras formas compatibles con el sistema de partidos (incluidas, por cierto, las reuniones públicas). El ciudadano representado no está, propiamente, condenado a la oscuridad de la vida privada: la representación y la acción no tienen que contradecirse.

Arendt parece concebir los partidos políticos como partes de un sistema estático y petrificado; no obstante, tales instituciones podrían entenderse también como espacios para la acción de aquellos interesados en experimentar la felicidad pública (nada impide que estos ciudadanos funden partidos propios, dedicados a la discusión de asuntos públicos). No hemos de negar el valor de la crítica arendtiana; sin embargo, hemos de afirmar que aparentemente responde a la degeneración práctica del sistema de partidos, y no a su esencia. Si aceptamos esta última premisa, quizás, una propuesta más saludable y más adaptada a la complejidad y el tamaño de las comunidades políticas actuales, sea la renovación de los partidos políticos, con el fin de incrementar y preservar sus canales de diálogo con los ciudadanos y de estructurarles como verdaderos espacios disponibles para la interacción libre.

«Arendt ha reconocido que el hombre moderno ha perdido la capacidad para la acción y el discurso y que la glorificación del trabajo le ha sumido en la sombra de la intimidad, convirtiéndole en parte de una masa».

El sistema de partidos (y en términos generales, la figura de la representación) no necesariamente implica el establecimiento de un gobierno oligárquico; no es su naturaleza, sino su aplicación, lo que le ha merecido la caracterización como enemigo de la acción. Los amantes de la libertad pública pueden, a través de la conformación de partidos, pasar a formar parte de las llamadas “élites” de la política y, en todo caso, pueden también ejercer tal libertad a través de los demás mecanismos citados supra. Cabe sospechar, en consecuencia, que la exclusión de la política en nuestros tiempos, quizás, no sea una injusta imposición, sino el producto de una falta generalizada de interés. Después de todo, Arendt ha reconocido que el hombre moderno ha perdido la capacidad para la acción y el discurso y que la glorificación del trabajo le ha sumido en la sombra de la intimidad, convirtiéndole en parte de una masa. ¿Debemos, entonces, culpar a la representación?

[1]Arendt, H. (2006, original 1963). Sobre la revolución. Madrid: Alianza.

[2]Arendt, H. (2006, original 1948). Los orígenes del totalitarismo. Madrid: Taurus.

[3]Arendt, H. (2003, original 1958). La Condición Humana. Buenos Aires: Editorial Paidós.

 

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