Se afirma con frecuencia que «no hay democracia sin partidos», con tono de sentencia irrefutable, en círculos académicos e intelectuales de Hispanoamérica. Una sentencia inspirada en el papel de los partidos en la participación política y el liderazgo para la consolidación y estabilidad de las democracias, en respuesta de lo que se conoce como «antipolítica». Nadie podría negar, efectivamente, que los partidos políticos cumplen una función insustituible en la articulación de expectativas y demandas sociales, al tiempo que constituyen límites y contrapesos en la influencia y el poder del liderazgo. Tampoco nadie podría negar que hay tendencias no democráticas inherentes a los partidos. Desde las advertencias oligárquicas de Robert Michels hasta nuestros días, es mucho lo que se ha escrito y advertido sobre esas propensiones de una organización diseñada para la conquista y mantenimiento del poder[1]. La democracia implica riesgos y contar con partidos políticos es sin duda uno de los mayores. Las legislaciones sobre partidos expresan esas preocupaciones y los estudios sobre sus riesgos se han multiplicado en los últimos treinta años.

Pero no sólo la calidad de los partidos representa un riesgo para las democracias. Podríamos acuñar otra frase con tono más irrefutable, «sin ciudadanos no hay democracia», en vista de las emergencias populistas en las recientes quiebras de algunas democracias. Esa sentencia, sin embargo, carece del éxito promocional de la anterior porque ―a diferencia de los partidos― nadie propone o discute la conveniencia o relevancia de la ciudadanía. En efecto, aunque el ciudadano debería ser el sujeto político por excelencia de la democracia, en el mejor de los casos se estudia como si se tratara de un concepto analítico que requiere definición[2] y en el peor, cuando se pretende una justificación sintética de su relevancia política, se reitera una concepción de ciudadanía muy riesgosa porque abre las compuertas para movimientos populistas y autocráticos. En las líneas que siguen mostraré una de esas concepciones de ciudadanía, quizás la más influyente en nuestras sociedades hispánicas, para indicar sus peligros y promover la discusión alrededor de un ideal de ciudadanía que sustente las democracias constitucionales.

La inspiración aristotélica

Aristóteles ocupa el sitial originario en Occidente de la noción de ciudadanía. Su Libro III de Política es el más comentado a la hora de establecer distinciones conceptuales de un término tan multívoco y contextual. Sin embargo, mi interés en el polites de Aristóteles es por dos atributos muy familiares y presentes ―para decirlo con Gadamer― en nuestra tradición política. El primero se refiere a ese derecho que le atribuye al ciudadano: «llamamos, en efecto, ciudadano al que tiene derecho de participar en la función deliberativa o judicial de la ciudad»[3]. Un atributo que le permite distinguir a los politai de los metecoi o extranjeros, pero que no le permite distinguirlos según los regímenes políticos. El rigor científico de Aristóteles se centra en encontrar un atributo distintivo de su función pero lo suficientemente general para identificarlo así en cualquier ciudad. Sean muchos o pocos quienes gobiernen, sean indeterminados o determinados quienes ocupen magistraturas, solo será polites quien delibere o juzgue las cosas de una ciudad. Luego, fiel a su etimología, «ciudadano» es un término que se inaugura en la teoría política sin asociación alguna con un régimen político en especial, incluso el considerado perfecto para Aristóteles: politeia[4].

«…el progreso y futuro de la política dependerá de las virtudes o vicios de los hombres que sirven al Estado, esto es, de quienes participan en las deliberaciones políticas y funciones judiciales de la sociedad»

Esa disociación entre ciudadanía y régimen político es especialmente notoria en nuestra tradición política. Por ejemplo, es muy común que dictadores como Rafael Leonidas Trujillo usara «ciudadanos» con notable frecuencia en sus discursos[5]; Francisco Franco, en la «Proclama de Alzamiento del 18 de julio de 1936», termine garantizando la «convivencia entre los ciudadanos»[6]; la Constitución venezolana de 1953, en plena dictadura de Marcos Pérez Jiménez, obligara en su Art. 35 ordinal 8vo el uso de «ciudadano» para todos los efectos oficiales[7];  Augusto Pinochet, el 11 de octubre de 1973, salude a los chilenos con un exclamativo «conciudadanos» en su alocución «A un mes de la constitución de la junta de gobierno»[8]; y que incluso Raúl Castro, el pasado 21 de diciembre de 2017, se jacte de la «ciudadanía cubana» cuando da cuenta de la confianza del pueblo en la revolución[9].

El segundo atributo aristotélico de ciudadano se refiere a una cualidad más gravosa. La apunto in extenso: «Debemos considerar a continuación si ser hombre bueno y ciudadano cabal consiste en la misma excelencia (…) puesto que hay varias formas de régimen, es evidente que no puede haber una virtud perfecta y única del buen ciudadano; en cambio del hombre bueno decimos que lo es por una virtud perfecta única. Es claro, pues, que un ciudadano que sea bueno puede no poseer la virtud por la cual es bueno el hombre»[10]. Pues sí, para el filósofo de las virtudes, una polis no requiere que sus hombres sean buenos sino ciudadanos cabales. Será la ciudad quien establecerá los términos de la virtud «perfecta y única» del ciudadano y eso dependerá del tipo de régimen imperante. Ese desdoblamiento entre la virtud del hombre y la virtud del ciudadano creará una escisión entre ética y política que recogerá el neoclasicismo renacentista, y se extenderá gracias a los republicanos cívicos hasta nuestros días con el denominado republicanismo moderno[11]. Desde esa tradición, el progreso y futuro de la política dependerá de las virtudes o vicios de los hombres que sirven al Estado, esto es, de quienes participan en las deliberaciones políticas y funciones judiciales de la sociedad. Aquí son prolíficas las teorías, discursos y relatos «progresistas» que hacen énfasis a la necesidad de contar con hombres probos y honrados en la vida pública, de ciudadanos comprometidos con el Estado y la Sociedad ­―en mayúsculas―  incluso con sacrificios sobre su bienestar privado o familiar, hasta quienes conciben la necesidad de un hombre nuevo definido según los requerimientos de la res-pública[12].

En síntesis, ambos atributos nos muestran que la concepción de ciudadanía de inspiración aristotélica admite una tensa independencia de la ciudadanía con respecto a la ética, pero mantiene una dependencia política de la ciudadanía con respecto al régimen. El régimen político puede establecer algunas obligaciones que deberán atender los ciudadanos, so pena de ser multados o incluso perder la condición misma de ciudadanía. Esos deberes y obligaciones no podrán ser objetados por razones no-políticas en la medida que responden a la naturaleza del régimen, preservando la prioridad de la obligación política por encima de cualquier otro tipo de obligación, sea filosófica, moral o religiosa. Es una concepción ciudadana que otorga primacía a lo político porque se nutre de ideales donde lo público tiene preeminencia sobre lo privado y el ciudadano se hace con, por y para el régimen político[13]. Intuyo que las concepciones de ciudadanía más arraigadas en Hispanoamérica se aproximan en demasía a esa inspiración aristotélica. Hay rasgos notables en el pensamiento de la emancipación y del republicanismo posterior del siglo XIX, rasgos que se extienden durante el siglo XX con diversos matices y en distintos regímenes políticos llegando prácticamente hasta nuestros días.

«La libertad lockeana es la expresión del propio interés. Pero un interés propio que no es sinónimo de egoísmo ni tiene raíces doctrinales con él, sino que está «dentro de los límites de la ley de la naturaleza»»

Considerando los dos atributos de la inspiración aristotélica, escapar a esa concepción de ciudadanía requerirá cambiar los términos en sus contrarios. Se hace necesaria una concepción ciudadana que admita una dependencia política con respecto la ética, pero que mantenga una autonomía política con respecto al régimen. La dependencia política con la ética exige justificar una concepción ciudadana concebida con, por y para la libertad. A su vez, ese compromiso político con la ética le conferirá una autonomía política ante cualquier régimen que pretenda corromper sus posibilidades de ejercer la libertad. A diferencia de la inspiración aristotélica donde el régimen político determina la calidad de la ciudadanía, aquí la ciudadanía se convierte en instauradora y garante del orden político, independientemente de la dirección que tomen las fuerzas políticas y grupos de interés a favor de otro tipo de régimen. La consolidación y estabilidad política no requiere de virtudes extraordinarias de hombres y mujeres al servicio del Estado. Antes que propugnar virtudes políticas para príncipes, voy tras una concepción que formule fundamentos éticos para una ciudadanía celosa de su libertad y, por tanto, comprometida con el régimen político más propicio para su pleno ejercicio. Una concepción liberal de ciudadanía.

La inspiración lockeana

Sin más referencia a la curia papal o al linaje de los reyes, los modernos se preocuparon por establecer algún fundamento seguro que pudiera legitimar la política. Ya no podían exigir obediencia política por mandato vaticano ni tampoco por designio sanguíneo. Los principados eclesiásticos y hereditarios que tanto aburrían a Maquiavelo entraban en decadencia. El fascinante principato nuovo, donde consistono le difficultá, no podía seguir justificado mediante la astucia, la fuerza y las virtudes del príncipe. Era preciso una nueva legitimación política y los modernos la encuentran en sí mismos: en la naturaleza humana. Indagar de qué estamos hechos, cuáles son los atributos que nos atavían y las facultades humanas que permiten la vida política, transforman profundamente los postulados tradicionales de inspiración aristotélica que aún sobrevivían el final de la escolástica tardía. Thomas Hobbes, quien no pierde ocasión para reiterar su enojo con esa escolástica, es aristotélico y mucho, aunque fue titánico su exitoso esfuerzo por quebrar su académica influencia. Es célebre su premisa epistemológica en la «Introducción» de su formidable Leviatán: «Lo que ese dicho nos enseña es que, por la semejanza entre los pensamientos y pasiones de un hombre, y los pensamientos y pasiones de otro, quien mire dentro de sí mismo y considere lo que hace cuando piensa, opina, razona, espera, teme, etcétera, y por qué, leerá y conocerá cuáles son los pensamientos y pasiones de todos los hombres en circunstancias parecidas»[14]. Ese dicho es el mismo que engalanaba el pórtico del Templo de Delfos, gnothi seauton, y que los latinos tradujeron nosce te ipsum: conócete a ti mismo. Sólo el hombre, tal y como la naturaleza lo pone ante nosotros, en su más íntima proximidad, encierra todo lo que debemos saber para fundamentar el orden político.

Para concebir una concepción liberal de ciudadanía no hay mejor inspiración que la teoría política de John Locke. Comparte la misma premisa epistémica de su paisano, pero su visión «para entender qué es el poder político» es éticamente muy dependiente, en un doble sentido. El primer sentido lo encontramos en su concepción de la «perfecta libertad». La concibe como una facultad «para que cada uno ordene sus acciones y disponga de sus posesiones y personas como juzgue oportuno, dentro de los límites de la ley de naturaleza, sin pedir permiso ni depender de ningún otro hombre». El segundo sentido está en su concepción del «estado de igualdad». Lo concibe como un estado donde «todo poder y toda jurisdicción son recíprocos, y donde nadie disfruta en mayor medida que los demás», porque siendo los hombres por naturaleza «de la misma especie y rango» disfrutan de semejantes ventajas y facultades, y «hayan de ser también iguales entre sí, sin subordinación o sujeción de unas a otras»[15]. Pongamos cada sentido en perspectiva.

Sobre la «perfecta libertad», se destaca que Locke la hace descansar en la racionalidad. Sólo ella es la encargada de ordenar medios ―acciones, posesiones y personas― según su propia conveniencia, esto es, sin pedir permiso ni depender de nadie. La libertad lockeana es la expresión del propio interés. Pero un interés propio que no es sinónimo de egoísmo ni tiene raíces doctrinales con él, sino que está «dentro de los límites de la ley de la naturaleza», y eso le otorga a la racionalidad unos límites muy especiales. Esa ley de la naturaleza que Locke recuerda ha sido denominada en el pasado por «diversos nombres» como «recta razón al que aspira todo aquel que se considera humano»[16], marca esa línea moral entre el «impulso natural a buscar la utilidad propia», bajo la convicción de «que velar por lo que conviene a los demás es dañarse a sí mismo»[17], y la racionalidad que aspira ser reconocida ante los demás, porque toma en consideración principios morales que pueden conocerse y ponerse en práctica, sobre lo que también es conveniente para todos. Esa «Regla Moral» decretada por la «Voluntad Divina» que la razón descubre sólo por experiencia, obliga a los hombres a ordenar y disponer sus planes de vida sin «dañar a otro en lo que atañe a su vida, salud, libertad o posesiones»[18]. La sujeción de la libertad a una regla moral, la más nítida expresión «liberal» de libertad, como una premisa para «entender el poder político», le confiere al ciudadano una dimensión moral que vimos carece la inspiración aristotélica. Una ley de la naturaleza de origen divino porque Locke considera incorrecto cuando algunos la llaman «el dictado de la razón», fiel a su empirismo y a su rechazo al innatismo, y porque su religiosidad le hace creer que la fuerza de esa ley en nuestra razón solo puede ocurrir con la promulgación e implantación en «nuestros corazones por un ser superior». Le corresponderá a Kant, un siglo después, transformar esa fundamentación moral asentada en la fe, bajo una nueva denominación: el imperativo categórico.

Esa «implantación divina» lockeana se distingue de la mera premisa voluntarista «si quieres ser racional, deberás entonces comportarte así», dado que, hablando de ciudadanía, nuestra razón no es un «mero cálculo» hobbesiano[19]. La razón teórica tiene sus propósitos según sus facultades, al igual que la razón práctica tiene las suyas. La razón del homo faber no es la misma que la razón del homo sapiens, aun tratándose de la misma Razón. Luego, si algo nos distingue del resto de los seres vivos, no es sólo esa propensión connatural y gregaria del zoon politikón, sino que esa propensión estará dirigida y limitada por esas leyes de la naturaleza porque sin esos preceptos morales no habrá propiamente una sociedad política de hombres libres. Luego, la política liberal no podría surgir en un estado de naturaleza sin moral porque no admite una independencia con la ética. La política surge precisamente porque es la respuesta ética a las circunstancias morales que exige la vida en mancomunidad.

Esas circunstancias morales nos remiten al segundo sentido de la dependencia ética de la visión política de Locke: «el estado de igualdad». Si algo despierta el sentido de la justicia son las difíciles circunstancias que debemos afrontar cuando consideramos las maneras de organizarnos para hacer posible nuestros planes de vida ­­­­―el ejercicio de la libertad― ­­en mancomunidad con los demás. Porque si a ver vamos, la apelación de Locke nos recuerda que ante la ley de la naturaleza nadie tiene más poder ni más derecho o «jurisdicción» que los demás, ni tampoco obligación de subordinarse o sujetarse ante ningún otro. Tenemos el mismo poder para desobedecer actos que contravengan la ley de la naturaleza, esto es, nuestra propia e irrenunciable condición moral. Igual derecho también para proponer, examinar, evaluar, modificar, aprobar y rechazar formas de organización política, y reglas que diriman controversias y promuevan la mancomunidad. Esa condición de igualdad permite precisamente que los sujetos se reconozcan copartícipes de un proyecto común, necesario para realizar sus planes individuales de vida, pero que deben forjar juntos mediante principios, normas y reglas comúnmente reconocidas y consentidas que los hagan posible. Luego, el mejor régimen político será aquél que mejor preserve la condición moral del ciudadano.

Demás está hacer referencia a las causas que originan el Estado en la concepción de Locke porque sólo me atengo a explorar la dimensión moral del ciudadano. Pero tal vez sería necesario indicar un solo contraste con Hobbes para dar una vuelta de tuerca más a la tesis lockeana. Si algo tenía claro Hobbes es que las leyes de la naturaleza y las «maneras» que conducen a la sociabilidad no eran suficientes para la estabilidad del orden político. Siempre hay unos vivianes que tratan de birlar los acuerdos y las leyes. Sin embargo, esos «insensatos» hobbesianos deberán ser sometidos por la fuerza a obedecer, porque la enorme mayoría sensata tendrá dificultades para cumplir las leyes de la naturaleza cuando hay quienes no las cumplirán. De modo que el punto arquimédico de Hobbes es la «coerción» de los irrazonables por el Leviatán. En el caso de Locke, la cuestión opera de manera semejante, pero en dirección opuesta. También hay hombres con menos capacidad para descubrir, interpretar y seguir la ley de la naturaleza. En otras palabras, también existen seres irrazonables que carecen de «sensibilidad moral». Pero en la teoría lockeana la renuncia al derecho natural al castigo no pretende crear un Estado para obligarlos a cumplir los contratos y las reglas. Se renuncia al castigo porque se trata de disuadir a los razonables, a quienes sí tienen sensibilidad moral para reconocer y obedecer la ley natural, a no transgredirla incluso ante ofensas de difícil reparación. El punto arquimédico de Locke es la «disuasión» de los razonables gracias a la creación del Estado. Un Estado que no podría ser otro que una democracia liberal y parlamentaria de carácter constitucional, con pleno resguardo y control ciudadano, consagrado en el derecho natural a la desobediencia civil.

A manera de conclusión

Una concepción ciudadana de inspiración lockeana queda así formulada sobre nuevas bases. Hemos alcanzado una concepción de ciudadanía que admite una dependencia política con respecto a la ética, pero que mantiene una autonomía política con respecto al régimen. Los sentidos éticos de la «perfecta libertad» y del «estado de igualdad» permiten el empoderamiento de la ciudadanía para considerar y acordar obligaciones que deberán obedecer quienes dirigen el régimen político so pena de perder su magistratura. Esas obligaciones no podrán ser objetadas por razones exclusivamente políticas, sino que requieren también ser justificadas moralmente. Antes que una primacía de lo público sobre lo privado, se armoniza el ámbito de lo público de acuerdo con los requerimientos de lo privado, donde la persona se hace ciudadano para preservar «su vida, su libertad, su salud y sus posesiones». Una concepción de ciudadanía que resguarda la estabilidad de una democracia constitucional porque ningún otro régimen político permite al ciudadano el ejercicio pleno de su poder y jurisdicción públicas, esto es, de esa condición política que le garantiza su libertad, protegiendo su sensibilidad moral.

«Si la ciudadanía es una condición política de la democracia, es hora de que empecemos a clarificar la naturaleza y alcance de sus poderes».

Una concepción de ciudadanía de inspiración lockeana tal vez pueda estimular estudios y prácticas que fortalezcan la identidad ciudadana y papel en la estabilidad democrática. A finales del siglo XX, sin ninguna referencia a Locke sobre el particular, pero desde una raigambre kantiana, John Rawls sostuvo que los ciudadanos poseen dos poderes morales: la facultad de tener «una concepción de bien» y la facultad de tener «un sentido de lo justo», en una dirección muy semejante a la libertad y la igualdad lockeanas[20]. Otra extraordinaria vía para llegar al lugar donde me trajo un solo interés que espero sea compartido: si la ciudadanía es una condición política de la democracia, es hora de que empecemos a clarificar la naturaleza y alcance de sus poderes.


[1] El clásico estudio de 1915 de Robert Michels sigue siendo ejemplar. La primera edición castellana de Enrique Molina de Vedia fue publicada en 1969, Los partidos políticos, Ed. Amorrortu, Buenos Aires. En la región, el estudio más preminente y pionero en este campo sigue siendo Ramos Jiménez, A.: Los partidos políticos latinoamericanos. Un estudio de política comparada, Centro de Investigaciones de Política Comparada, U.L.A., Mérida, 1995.

[2] Por ejemplo, cuando se define «analíticamente» ciudadanía como «la membresía pasiva y activa de individuos en un Estado-nación con ciertos derechos universales y obligaciones en un dado nivel de igualdad», en Janoski, Th.: Citizenship and Civil Society: A Framework of Rights and Obligations in Liberal, Traditional and Social Democratic Regimes, Cambridge University Press, Cambridge, 1988, p. 9.

[3] Aristóteles, Política, Lib. III, 1, 1275 b (Ed. Bilingüe Julián Marías y María Araujo, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1983, p. 69).

[4] El uso de «ciudadano» en castellano lo ubica Joan Corominas cerca de 1220-1250, derivado del latín civis que significa quien pertenece o vive en la civitas o ciudad. «Ciudadanía» y «conciudadano» son posteriores al 1500. Vid. Corominas, J.: Breve diccionario etimológico de la lengua castellana, Ed. Gredos, Madrid, 1973, p.153

[5] Cfr. Trujillo, R.L.: La nueva patria dominicana, Ed. Especial, Santo Domingo, 1934.

[6] Franco, F.: Colección de proclamas y arengas del excelentísimo señor general don Francisco Franco, Ed. José Emilio Diez, Madrid, 1937, p. 208 y ss.

[7]https://web.archive.org/web/20071122174123/http://www.gobiernoenlinea.ve/legislacion-view/sharedfiles/constitucion1953.pdf

[8]http://www.beersandpolitics.com/discursos/augusto-pinochet/a-un-mes-de-la-constitucion-de-la-junta-de-gobierno/1000

[9]http://www.cubadebate.cu/especiales/2017/12/22/raul-en-la-asamblea-nacional-aqui-estamos-y-estaremos-libres-soberanos-e-independientes/#.WoyD5KjibIU

[10] Aristóteles, Política, Lib. III, 4, 1276 b (Op. Cit., p. 73).

[11] Hay que distinguir aquí los esfuerzos teóricos de restituir una «ética ciudadana» de corte republicano, inspirada por la simpleza con que algunos liberales conciben al sujeto político como «individuos», incluso con la marcada inclinación de «consumidores». Filósofos como Hanna Arendt, Alasdair MacIntyre, Charles Taylor y Philip Pettit expresan ese punto de vista, pero no escapan de ese desdoblamiento aristotélico de una ética de la virtud ciudadana con primacía sobre lo privado (Arendt y Taylor), o una ética de la virtud sin posibilidades políticas ni públicas (MacIntyre). Una referencia ineludible para introducirse en sus tendencias y deficiencias es Petit, Ph.: Republicanism. A Theory of Freedom and Government, Oxford University Press, Oxford, 1997. Las dificultades que encontró Pettit en esas «restauraciones» para preservar la libertad lo llevaron a publicar Theory of Freedom. From de Psychology to the Politics Agency, Polity Press, Cambridge, 2001, y su reciente Just Moral. A Moral Compass for a Complex World, Norton Global Ethics Series, New York, 2014.

[12] Especial referencia tiene la llamada democracia radical participativa que encontramos en propuestas convergentes de la izquierda europea como Chantal M.: Agonistics. Thinking the World Politically, Verso, London, 2014. Una crítica a su propuesta agonística puede verse en Vallés, O.: «Crítica al pluralismo agonístico de la democracia radical», en Cuadernos Unimetanos, Universidad Metropolitana, N° 37, Caracas, 2014; también incluida en Vallés, O.: «Un comentario a Chantal Mouffe desde el liberalismo político», en Astorga, O. y Kohn, C. (Comps): La democracia radical, Ed. La hoja del Norte, Caracas, 2015.

[13] En la concepción política clásica de los griegos, tal vez la única excepción a esta preminencia de lo público sobre lo privado, otorgando a la vida privada su papel fundamental para la democracia entre los eleutheroi, la encontramos en el ideario político de Pericles expuesto en su histórica «Oración Fúnebre» reseñada por Tucídides en su Historia de la guerra del Peloponeso, Lib. II, 36 1. El estudio más importante sobre el ideario democrático de Pericles sigue siendo Musti, D.: Demokratía. Origini di un’idea, Laterza & Figli Spa, Roma-Bari, 1995. Ese discurso de Pericles es quizás la defensa a la democracia más importante de la antigua Grecia, que será posteriormente criticada por los antidemocráticos, mutatis mutandis, Platón y Aristóteles. Una aproximación propia a la tesis pericleana en Vallés, O.: «Democracia y vida privada en la época de Pericles», Politeia, Instituto de Estudios Políticos U.C.V., 2-2003, Caracas.

[14] Hobbes, Th.: Leviatán, Alianza Editorial, Madrid. 1989, p. 14 (trad. Carlos Mellizo).

[15] Locke, J.: Segundo Tratado sobre Gobierno Civil, Alianza Editorial, 2000, p. 36 (trad. Carlos Mellizo).

[16] Locke, J.: La ley de la naturaleza, Editorial Tecnos, Madrid, pp. 4-5 (trad. Carlos Mellizo).

[17] Ibid., pp. 92-93.

[18] Locke, J.: Segundo Tratado sobre Gobierno Civil, p. 38.

[19] «Porque la RAZÓN, en este sentido, no es otra cosa que un calcular, es decir, un sumar o restar las consecuencias de los nombres universales que hemos convenido para marcar y significar nuestros pensamientos», Hobbes, Th: Op. Cit., p. 43. Esta cita no agota el concepto de razón de Hobbes, pero prefiero apuntarla para lo que sigue.

[20] Cfr. Rawls, J.: Political Liberalism, Columbia University Press, New York, 1993, pp. 47-88.

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