Mis dos entregas anteriores –una dedicada a Tomás Lander y otra, a José María Vargas- tenían por objeto subrayar la idea de que el siglo XIX no se agotó sólo en la tarea de que los venezolanos se sacaran alegremente las tripas unos a otros a punta de lanzazos. Claro que hubo guerra y hubo alzamientos y, en tal sentido, la lista es extensa. Pero, al mismo tiempo, una imagen falsamente interesada que ha condenado al siglo XIX a ser visto, única y exclusivamente, como una fábrica de violencia recurrente, nos priva de que podamos apreciar los enormes esfuerzos, tanto doctrinarios como propagandísticos, que se hicieron en pro de construir una república liberal a partir de 1830.
En este sentido, hay que comenzar por deslastrarnos de la poderosa (por emotiva idea) de que el fin de la Colombia bolivariana había sido consecuencia de inquinas o animosidades personales y no (como en realidad lo fue) producto de desacuerdos de carácter institucional. Fueron muchos los que en este sentido, y con empeño polémico, vieron la urgencia de abandonar la Constitución de Cúcuta (1821) por su orientación profundamente ejecutivista y centralista a favor de una versión mucho más liberal, de lo cual sería resultado la Constitución venezolana de 1830. No privará por tanto, entre estos polemistas, el miedo de tildar de “anti-republicano” al proyecto bolivariano o, inclusive –a la hora de buscar destinatarios que simpatizaran con la ruptura-, de insistir en lo mucho que había hecho la arbitrariedad para no permitir la sana deliberación ciudadana. Esa idea de construir ciudadanía, en términos liberalmente concretos, será, en esencia, el origen de muchos desvelos y, en el fondo también, el núcleo de tales debates.
Una vez que a Bolívar y sus proyectos constitucionales se les pusiera sordina en tierras venezolanas, se daría el intento por apostar a la construcción de un proyecto deliberativo y alternativo de república que fuese capaz de reencontrarse con los propósitos iniciales de la República de 1811. De allí que, desde el primer artículo de esta serie, se insistiera tanto en poner de bulto el esfuerzo pedagógico, es decir, la rutina de pedagogía republicana, que intentó construirse a través de un repertorio de periódicos, algunos de ellos de efímera existencia, como los que circularon en Caracas desde mediados de la década de 1820. El catálogo de temas que animaron esas polémicas –y que pretendían colocar al ciudadano y a la república como protagonistas- es amplio y va más allá, desde luego, de los aportes hechos por los dos autores –Lander y Vargas- comentados anteriormente.
Para la Venezuela en escombros o llena de cuentas pendientes que, entre otras cosas, vio arruinado el canon alternativo en medio de la guerra, no sería poca cosa, por ejemplo, que José Antonio Páez dejase la presidencia al concluir su periodo en 1834. Hablamos además –como lo hicimos en el caso de Vargas- de un país en el cual, quienes pensaban entre las ruinas dejadas por la guerra, la libertad de prensa no pretendía operar como una concesión graciosa desde el poder sino como un derecho irrenunciable. Lo mismo cabe decir de los obstáculos que aún pretendían oponérsele al gran proyecto laico o del peso con que aún obraba la Iglesia como valladar ante la modernización de hábitos y costumbres ciudadanas. Ni qué decir tiene, en medio de estas intensas polémicas libradas por la prensa, el tema de los fueros militares (los cuales, pese a su proscripción constitucional en 1830, aún pretendían imponerse).
«Un discurso que aún insistía dramáticamente en todo cuanto podía significar la ruptura de la cohesión social, habla del peso cultural que aún ejercía la tradición hispano-católica frente al lucro y el pensamiento liberal-económico».
Lo mismo cabe decir acerca de lo que significara la adecuación y transformación económica del país frente a un discurso que aún insistía dramáticamente en todo cuanto podía significar la ruptura de la cohesión social si se le daba curso a tales cambios como los que promovía el Liberalismo o que, en suma, asumía una vocación moralizante a la hora de hablar de economía y tachar a los promotores de la apertura y del libre cambio de agiotistas y usureros. Hablamos, en otras palabras, del peso cultural que aún ejercía la tradición hispano-católica frente al lucro y el pensamiento liberal-económico.
Para estos polemistas, y pese a todos los obstáculos, la república no sólo se traducirá en obligación permanente como materia de reflexión teórica sino que, con igual empeño, intentarán poner de bulto las peculiaridades venezolanas a la hora de impulsar la rectificación del proyecto que condujo a lo que fuera la provisionalidad política venezolano-colombiana adoptada en 1821. Para ellos, habrá total ausencia de determinismos y de improntas negativas a la hora de re-pensar a la república autónoma y, sobre todo, una total ausencia de temor al suponer que las cosas habían caminado mucho mejor mientras duró el gobierno dirigido desde Bogotá. Fueron éstos, en suma, los que se atrevieron a enfrentarse a la Colombia bolivariana sin sentir que se cometía pecado alguno al respecto.
Metido en estos mismos enredos y movido por parejas urgencias, figurará dentro del elenco otro polemista de particular valía -Fancisco Javier Yanez (1777-1842)- quien se hará cargo de construir un formidable arsenal de argumentos en torno, entre otros temas, a la alternabilidad y, sobre todo, del Federalismo como un arreglo que, al tiempo de no propender necesariamente a la dispersión inútil del poder, obraba como importante resorte en defensa de los derechos del propio individuo.
Yanez es autor de un curioso y breve libro cuya lectura, hoy por hoy, todavía resulta esencial. Lleva por título Manual Político del Venezolano, algo que, de un modo o de otro, revela que el autor se veía movido por afanes pedagógicos en este terreno. Hablamos, pues, en otras palabras, de una pedagogía liberal que pretendía marchar en sintonía con la edificación republicana. El Manual Político fue editado por primera vez en Caracas, en 1839, y continúa siendo considerado por algunos autores como la más temprana entrega orgánica que se conozca, en Venezuela, en materia de pensamiento constitucional.
Si bien no se trata de una obra elemental –como su título de “Manual” podría llevar a creer de manera equivocada-, su estructura es de una sencillez pasmosa. Forzados a ofrecer una síntesis al respecto, podría decirse que sus principales y más importantes capítulos discurren entre lo que Yanez calificaba como el principal “triunfo de la modernidad” (seguido sólo por la libertad de imprenta), cuál era el gobierno representativo, y las virtudes que comprendía el esquema federal como antídoto contra las usurpaciones del gobierno central. Luego de ello donde más se explaya es, por supuesto, en lo referente a los cuatro elementos básicos del firmamento liberal: igualdad, libertad, propiedad y seguridad.
Naturalmente, este ejercicio no pretende ser un análisis a profundidad de ese Manual Político sino que se contrae a ofrecer algunas pistas acerca de lo que, para Yanez, significaba el esfuerzo de cuño republicano y civilista dentro de aquellas vísperas de modernidad inauguradas por la república y, muy especialmente, la forma en que su autor quiso poner de relieve la idea de que la república aspiraba a cobrar el carácter de una asociación generadora de riqueza para la formación de ese ciudadano industrioso y económicamente útil del cual tanto se necesitaba.
«En este sentido, Bolívar mismo coincidiría con Yanes alegando que los gobiernos “directos” de la antigüedad bien podían deparar la mayor libertad, pero también se caracterizaban por una debilidad extrema».
A juicio de Yanez, como ya lo había anticipado en algunos de sus artículos publicados en El Observador Caraqueño, sólo la existencia de una constitución le brindaba a una sociedad la estabilidad y la previsibilidad necesaria, y cuya existencia sólo podía ser garantizada mediante una representación que concurriera a su diseño. Esto era justamente lo que diferenciaba el carácter, siempre provisional, de los gobiernos participativos de la antigüedad (al estilo ateniense) de los arreglos más bien permanentes que aseguraba el régimen constitucional concebido por vía representativa. En este sentido, Bolívar mismo coincidiría con Yanes alegando que los gobiernos “directos” de la antigüedad bien podían deparar la mayor libertad, pero también se caracterizaban por una debilidad extrema. Por algo, el propio Bolívar exclamaría, como habría de hacerlo en su proyecto de Constitución expuesto en Angostura, en 1819, que “el orden, la tranquilidad, la circunspección, la prudencia y la sabiduría (…) no pueden hallarse en las reuniones populares, siempre tumultuosas [y que por ello] se ha inventado la Representación Nacional”. Nada de esto quería decir desde luego –a juicio de Yanes- que tal arreglo constitucional no fuese susceptible de modificarse cuando las circunstancias concurrieran a ello, pero siempre y cuando tales reformas o enmiendas se efectuaran a través de los mecanismos previstos para ello por la propia Constitución.
Lo contrario (es decir, el ejemplo que podía ofrecer el carácter “tumultuoso” del gobierno directo) dejaba en total libertad que una sociedad abrogara, una y otra vez, lo que ya hubiese podido acordar como su pacto de convivencia, sujetándose así a mudanzas permanentes, imprácticas y peligrosas. Escuchémoslo: “[El régimen constitucional no puede tener lugar] en los estados en que el pueblo ejerce, por sí mismo, el poder legislativo porque, debiendo ser invariables las leyes constitucionales, y pudiendo el pueblo aprobar en unas reuniones lo que había decretado en otras, es evidente que, en tales estados, no puede existir ninguna ley que sea mirada como fundamental”. Las implicaciones de lo sostenido hasta este punto, a la luz de una interpretación moderna, saltan, sin duda, a la vista. Ni qué decir tiene, por ejemplo, si se toma en cuenta el carácter de coartada que, para el debilitamiento de la representación como moderadora del poder político, han venido a cobrar los llamados regímenes “directos” en el marco de unas democracias plebiscitarias, basadas, además, en arreglos legales coercitivos.
Otro punto, en este mismo sentido, cobra total vigencia cuando Yanez se refiere al hecho de que sería contradictorio que un texto constitucional se viera concebido dentro de un sistema despótico. A su juicio, “bajo el despotismo una constitución sería una inconsecuencia [puesto que] mediante ella tendría que poner límites a un poder ilimitado por su naturaleza”. Esto, que suena tan elemental, no es tal si reparamos en la naturalidad con que aceptamos, por ejemplo, que Cuba, o demás repúblicas “populares” de ese corte (incluyendo a las repúblicas teocrático-populares) se precien de poseer sus propias constituciones, independientemente de que se hallen concebidas para combatir la singularidad del individuo que es, a fin de cuentas –según Yanes-, lo que define la esencia misma de toda constitución republicana.
“Es de esencia de la representación que la menor parte, y aun cada uno de los miembros del cuerpo legislativo, puedan manifestar su oposición de todos modos, y con una entera libertad e independencia. La mayoría decide del ser, existencia y observancia de las leyes a que debe someterse la minoría, con una obediencia práctica, aunque no por esto obligado ninguno a mudar su conciencia”.
Visto -como pretendemos hacerlo, con lentes modernos-, dudo que Yanez no haya percibido la diferencia que existía entre el Estado, resuelto a ser fuente de dicha, del Estado decidido a ser tirano. El propio Yanez no lo formula en tales términos, desde luego; pero cabe advertir que, entre todo cuanto señalara acerca de la necesidad de limitar el voluntarismo político y la democracia en su versión tumultuaria, en sus reflexiones late de forma permanente el temor de que no privase, en la Venezuela que pretendía construirse a partir de 1830, la existencia de una ciudadanía autónoma frente al poder o que dejara de entenderse correctamente lo que significaba que una cosa fuera la presencia de una “mayoría” circunstancial y otra, muy diferente, que el individuo perdiese la relevancia que, en todo momento, debía conservar frente a tal mayoría. Su respuesta ante el riesgo que entrañaba todo poder coercitivo de esta naturaleza, o sea, ante la posibilidad de que la mayoría obrara como “azote”, será propia de quien observaba las tensiones que operaban siempre entre democracia y liberalismo. Por ese estilo son sus palabras: “Es de esencia de la representación que la menor parte, y aun cada uno de los miembros del cuerpo legislativo, puedan manifestar su oposición de todos modos, y con una entera libertad e independencia. La mayoría decide del ser, existencia y observancia de las leyes a que debe someterse la minoría, con una obediencia práctica, aunque no por esto obligado ninguno a mudar su conciencia”.
Aparte de estimar, con todas sus letras, que la libertad era potestad del ciudadano y no de los gobiernos, la forma más efectiva de hacer que el liberalismo resonara como mensaje en medio de una sociedad que pretendía salir de la precariedad que la rodeaba era insistiendo en la idea, como lo hará Yanes, del rol que debía jugar el ciudadano como propietario. Se trataba, para decirlo en términos modernos, de estimular el “empoderamiento de sí mismo” a través de su capacidad individual para generar riqueza.
Todo esto, que tendría como marco de referencia la idea de que la propiedad actuaba como una garantía esencial para el funcionamiento de la república y como una de las principales virtudes de las cuales podía ufanarse el ciudadano, se verá mejor expresado que nunca cuando Yanes se proponga recorrer el espinoso tema de la “igualdad versus propiedad” con el objeto de preguntarse si una de las tales premisas debía, por fuerza, ceder ante la otra. Dicho de otra forma: Yanes se preguntaba si la propiedad, en general, era un obstáculo para la igualdad o, viceversa, si la igualdad era incompatible con aquélla. En buena medida, la respuesta la formularía el propio autor dentro de lo que, en este caso, él mismo tuviese que decir con respecto a otro rasgo que, a su juicio, definía a la modernidad tanto como podían hacerlo la representación o la libertad de imprenta. Nos referimos a la industria y el comercio. Es por ello que Yanes se hará cargo de poner de bulto precisamente la existencia de “la industria y del comercio” como parte de los logros que exhibía su propia época, capaces ambos de dar al traste con la acumulación de toda la riqueza en pocas manos y condenar todo vestigio de origen feudal en ese sentido. Estas serán sus palabras: “Por fortuna del género humano, al espíritu de caballería ha sucedido el de la industria y del comercio”.
«A su juicio aquellos regímenes donde sólo los privilegiados participaran de la formación y ejercicio del poder podían perpetuar semejantes desigualdades; diferente era una sociedad que al imperar la igualdad “legal» darle toda la latitud necesaria a la acción individual».
Era justamente esa particularidad lo que le permitía confiar en que una economía de tipo moderno pusiera aún más en duda la idea de que existiesen puentes infranqueables entre “igualdad” y “propiedad”. A su juicio, y aún en tales tiempos modernos, aquellos regímenes donde sólo los privilegiados participaran de la formación y ejercicio del poder podían perpetuar semejantes desigualdades; diferente era el caso donde, al imperar la igualdad (la igualdad “legal”), una sociedad, formadora de leyes justas, podía abolir los estancos, prohibir los monopolios, permitir la libre circulación de bienes y, a fin de cuentas, darle toda la latitud necesaria a la acción individual. Por ello sentenciará: “En los pueblos entregados a los trabajos productivos, todas las desigualdades se disminuyen y nivelan”.
Claro que, por su contexto epocal, Yanes hablaba sólo de aquellos ciudadanos que, por sus ingresos o grado de cultura, eran calificados como “activos” y, por tanto, llamados al ejercicio del poder y a la formación de la ley, con exclusión de otros sectores sociales. Pero nada de ello invalida su pensamiento hoy por hoy si se parte de suponer que la condición ciudadana, ampliada como la hemos visto desde mediados del siglo XX y sujeta a una relación Estado-Sociedad mucho más compleja, todavía se funda en entender la república como obra de una pluralidad que parte de un concepto tan caro a Yanes como aquel según el cual la libertad descansaba en la garantía que debía poseer cada quien para emprender mediante sus propios medios.
Acabar, en suma, con exenciones y fueros era –al decir de Yanes- una tarea que no debía agotarse en lo que la República, concebida de nuevo en 1830, ya había reglado, por vía de las leyes, con respecto a los privilegios que, en el pasado, exhibieran los eclesiásticos o los militares. Si la riqueza se traducía en la construcción plural del bien común, esto suponía también que la dirección que el ciudadano quisiera tomar, como fruto de su trabajo, también debía verse libre de imposiciones, ataduras o restricciones arbitrarias. Esa libertad no podía ser intervenida por la arbitrariedad sin que se corriera el riesgo de dislocar completamente el principio que definía a la república como una construcción diversa. Por ello dejará caer, entre sus recomendaciones más importantes, la siguiente: “Dejar en libertad el interés individual, removiendo todos los estorbos que se opongan a su acción”. Como puede verse, “libertad” y “derecho de propiedad”, tanto como la idea del sujeto “propietario” o de la propiedad entendida como “virtud” republicana, serán premisas irreductibles dentro del pensamiento de Yanes.
Si aún faltara algo para conferirle a Yanes un total sentido de modernidad, valdría la pena insistir entonces en lo mucho que le perturbaba la idea de que la república fuese capaz de generar la mayor perversidad de todas: ciudadanos de distintas categorías, entre ellos, los “destinados a mandar por sucesión hereditaria”. Esta será una inquietud que habrá de repetirse en varios pasajes del Manual Político del Venezolano. Si hemos de juzgar a Yanes en términos modernos, no hay duda de lo mucho que este Manual puede decir con respecto a la “utopía” y, por tanto, “pesadilla” que ha significado, en la Venezuela del siglo XXI, la construcción de un modelo “participativo” (pero en realidad “cuasi-sucesoral” del poder) basado, entre otros supuestos, en la idea de que la representación es falsa y meramente formal, preocupada exclusivamente por los procedimientos.
«Yanes forma parte de esa tradición de los vilipendiados para quienes la representación comportaba un estorbo mayúsculo para todo proyecto autoritario de poder: estaba concebido para ponerle límites a quienes lo ejercieran».
El rechazo a lo representativo no es, desde luego, algo novedoso en la historia política venezolana, pues ya desde finales del siglo XIX, y especialmente durante las tres primeras décadas del veinte, será uno de los temas favoritos del Positivismo que, entre otras cosas, habrá de desestimar las contribuciones “liberales” de Yanes y sepultarlo en el más hondo silencio. Lo interesante es que a ese rechazo de lo representativo, a lo cual tanto contribuyó la sociología positivista, se sumaría con el tiempo otra fuente de descalificación, en este caso de específica procedencia marxista. Siendo, pues, que las formas y procedimientos jurídico-institucionales para ejercer el poder se convertían en una cuestión totalmente secundaria para unos y para otros, o sea, para positivistas y marxistas por igual, se entiende con mayor claridad cómo, a lo largo del siglo XX, el liberalismo ha debido defenderse a partir de su condición de corriente denigrada y vilipendiada. Yanes, si se quiere verlo así, forma parte de esa tradición de los vilipendiados para quienes la representación comportaba un estorbo mayúsculo para todo proyecto autoritario de poder: estaba concebido, sin más, para ponerle límites a quienes lo ejercieran.
Una palabra al cierre y, en este caso, por algo que tiene que ver con la construcción de clases distintas de ciudadanos dentro de una república, tal como le inquietaba a Yanes. A partir de proyectos paternalistas extremos, como el que experimentamos, y sobre todo, expuestos a ver cómo, dentro de la amalgama ideológica del chavismo, se explota de manera interesada el concepto de “igualdad” (ya no como “igualdad legal”, tal como lo entendían Yanes o el mismo Bolívar, sino como una mitificada “igualdad social”), la pretendida democracia directa bolivariana no sólo subordina la sociedad al Estado sino que crea tres clases de ciudadanos al mismo tiempo: la de quienes gobiernan erigiéndose como intérpretes directos de la voluntad popular (con pretensiones cuasi-hereditarias); los que, por la vía de prebendas o dádivas (y al costo de desahuciar el aparato productivo de la nación) son los destinatarios (sin un mínimo de escrúpulo de parte de sus promotores) de un despotismo concebido para mantenerlos en clase de vasallos y, por último, una tercera clase ciudadana que, cada vez más arrinconada, lucha por la libertad individual y el derecho de propiedad. En este punto resulta preciso concordar con lo advertido alguna vez por el politólogo Juan Carlos Rey al hablar de un régimen que, como el bolivariano actual, proclama la “demofilia”, o sea, un supuesto “amor al pueblo” que se sustenta tanto en un ejercicio meramente declamativo como en la ausencia (o supresión) de procedimientos institucionales.
«Tenemos razón para considerar a Yanes como un autor al cual aún debemos recurrir para escuchar sus recomendaciones y salvarnos del naufragio.Fue él uno de quienes, con más fuerza en su época y frente a otra clase de adversarios, se defendió de los terribles prejuicios que suscitaba el programa liberal».
A esta clase de desafíos no se enfrentó Yanes, desde luego; pero, atentos como debemos vernos al tipo de guiatura que ofrece su Manual, no hay duda de que, frente a un modelo que prescinde de todo requisito institucional para anteponerle más bien lo que entiende como una democracia “material” (basada en la intención de llevar adelante políticas que se dirigen a aumentar el “bienestar” de las masas, con prescindencia de cualquier otro criterio), tenemos razón para considerar a Yanes como un autor al cual aún debemos recurrir para escuchar sus recomendaciones y salvarnos del naufragio. Después de todo, fue él uno de quienes, con más fuerza en su época y frente a otra clase de adversarios, se defendió de los terribles prejuicios que suscitaba el programa liberal.