Los usos de la historia no son siempre debidamente entendidos. Aún más, la historia es un objeto frágil que precisa manejarse con cuidado. Verla convertida en vehículo de entretenimiento -como lo atestiguan los numerosos seriales dedicados a diferentes épocas, las recreaciones virtuales de algunos acontecimientos o, incluso, la existencia de canales por cable especializados en este género- es algo bastante común en nuestros tiempos. En este sentido, y dado su carácter hasta cierto punto inofensivo, la historia puede ser útil e, incluso, convertirse en un negocio rentable para el deleite masivo, según lo evidencian los estudios de mercado.

El problema es naturalmente de otra índole cuando, desde el poder, se le pretende utilizar como guía y orientadora de la sociedad. Es decir, cuando el poder aspira a controlar la historia o erigirse en propietario de la misma. A este respecto, existe una competencia capaz de sorprender al más desprevenido. Y, no en todos los casos, el grado de peligro cobra la misma envergadura.

«…insistir en convertir a la historia en una especie de auto sacramental o adaptarla a los deseos de una parcela que pretende presentarse como heredera de viejas luchas»

Pongamos, a modo de ejemplo, el uso instrumental que la Revolución bolivariana ha querido conferirle. La manipulación simbólica y el empeño por jugar con la memoria de la sociedad ha llevado al actual régimen venezolano a insistir en convertir a la historia en una especie de auto sacramental o adaptarla a los deseos de una parcela que pretende presentarse como heredera de viejas luchas (así se explica, por ejemplo, la sostenida reivindicación de la cual han sido objeto durante estos últimos años una serie de referentes, desde Guaicaipuro hasta Fabricio Ojeda). La tendencia ha sido también muy visible a la hora de estimular, mediante este tipo de usos de carácter instrumental, un sentimiento marcadamente centrado en la idea de que nos hallamos, en más de un caso, ante instancias de un pasado alevosamente traicionado y, como consecuencia de ello, frente a una Arcadia perdida.
Indudablemente, como pocos, Bolívar se ha visto colocado al servicio de esta idea, la cual, dicho sea de paso, le ha permitido al régimen desplegar un amplio aparato propagandístico con el objeto de conectar esa «Arcadia perdida» con los avatares de estos tiempos, darle legitimidad a su empeño por desmerecer de otras instancias supuestamente indignas del pasado y, por si nada de ello fuera suficiente, tal como lo subraya Elías Pino Iturrieta, orientado a reconstruir una escena de gigantes capaz de resucitar sus vivencias en el presente.

«…la apología constante del pasado también puede convertirse en fácil excusa para la inercia o, simplemente, para la inacción.»

En el caso de la Venezuela actual también resulta dable advertir cómo esta reconstrucción desde lo idílico, conectando el proyecto revolucionario con lo que debiera ser la correcta conducción de la República, ha llevado a que la abusiva interpelación del pasado desde el terreno del discurso oficial lleve por fuerza a eludir las urgencias que el presente le impone a la sociedad. En este sentido, la apología constante del pasado también puede convertirse en fácil excusa para la inercia o, simplemente, para la inacción.

Ahora bien, en sintonía con lo que he pretendido advertir líneas arriba, el peligro -si bien presente- no es el mismo en todos los casos y, por tanto, tiende a variar según la sociedad de la cual se trate y de las complejidades que presuponga el peso de su herencia. Venezuela no enfrenta en este sentido los dilemas que pueda acusar el tortuoso pasado que otros países cargan a cuestas. Esto, desde luego, no significa que nuestra historia peque de simplicidad; lo que sí parece evidente es que, a la hora de ensayar ciertas comparaciones, luzca exenta de antagonismos irreductibles, tal como lo observara en una oportunidad Simón Alberto Consalvi al hablar de los usos, abusos y desusos de la historia en nuestro caso particular. De allí que lo que de seguidas se proponga sea un recorrido capaz de poner de bulto la forma como este tipo de uso instrumental ha sido más alarmante y siniestro en otros casos donde el supuesto prestigio que la historia le confiere a quienes detentan el poder ha contribuido a cimentar experiencias de mucho mayor calado autoritario y, por tanto, menos difíciles de permitir que tales sociedades logren practicar su escape de tal laberinto.

A este respecto, el mundo comunista -bien en su versión soviética o china- fue capaz, a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, de manejar artilugios asombrosos a la hora de hacer un uso instrumental de la historia. Ello resulta tanto más interesante cuanto que hablamos en este caso de una ideología encargada de diseñar un futuro sin retrocesos y que, de manera similar a la Francia jacobina, se propuso proclamar el advenimiento de una hora cero como punto de arranque para la reorganización de sus respectivas sociedades: 1917, en el caso de la primera; 1949, en el de la segunda.

Dentro de esta saga del siglo XX, Iósif Stalin fue tal vez uno de los que menos demoró en componer y descomponer la historia de acuerdo a las conveniencias del momento o, cuando no, en convertirla en un objeto transitorio o provisional adaptado a las necesidades que dictase su sobrevivencia en el poder. Para comenzar, tal empeño serviría para alejar del escenario de la propia Revolución a sus más temidos rivales, como fue el caso de Leon Trotsky, a quien simplemente se le hizo desaparecer de los textos de historia soviética e, incluso, de la memoria gráfica del régimen bolchevique. A medida que el ingreso a la historia fuera dependiendo cada vez más de su sola voluntad, ello explica que Stalin recurriera a este recurso para convalidar su dudosa y frágil condición de heredero de Lenin e, incluso, para agigantar el papel que a él mismo le tocara desempeñar durante la Revolución de Octubre. El resultado de semejante cirugía, y de innumerables purgas y juicios auto-incriminatorios de por medio, llevaría a que, ya para fines de la década de 1930, Stalin se viera reverenciado, a partir de una versión oficialmente aprobada del pasado, como el único adalid de la Revolución de Octubre junto al propio Lenin.

«… nada ilustra mejor las trampas en las que puede verse sumida de pronto una satrapía manipuladora de la historia que el desafío que supuso para Stalin el advenimiento de la Segunda Guerra Mundial en su propio territorio»

Ahora bien, tal tipo de práctica suele tropezar con escollos difíciles de superar y, en este caso, el propio Stalin acude de nuevo como buen ejemplo de lo que pretende decirse. Para el georgiano que ya venía alentando desde mediados de la década de 1920 la doctrina del «Socialismo en un solo país» con el fin de distanciarse así de la tesis de la «Revolución permanente» pregonada por su rival Trotsky, nada ilustra mejor las trampas en las que puede verse sumida de pronto una satrapía manipuladora de la historia que el desafío que supuso para Stalin el advenimiento de la Segunda Guerra Mundial en su propio territorio. Frente al avance nazi, ya no se trataba de invocar el prestigio que pudiera desprenderse del linaje de Marx y Engels sino de recurrir a la supuesta edad dorada del zarismo para convertir el conflicto en «la Gran Guerra Patria» y motivar de esta forma a la sociedad soviética en los diferentes frentes de combate.

Así como pocos años antes, Elefterios Venizelos le había ofrecido a los suyos el anhelo de remodelar el mundo griego del Egeo, o que Benito Mussolini les prometiera a los italianos la ilusión de un Principado romano restaurado entre el Mediterráneo y el este de África, Stalin haría lo propio al darle combustible al añejo nacionalismo eslavo, muy a pesar de que él y sus epígonos hubiesen querido hacer añicos de ese pasado y enterrarlo para siempre a partir de 1917. Para prueba, entre otras, figura la curiosa creación, durante los años de la guerra, de una serie de honores militares que llevarían el nombre de generales de la era zarista -como el mariscal Mijaíl Kutuzov- o la «Orden de la Gloria», modelada muy astutamente a semejanza de la cruz de San Jorge.

Si, tal como lo pone en evidencia lo dicho acerca de Stalin, la historia ha sido manipulada e invocada por el poder para darle curso a una acción específica en un momento determinado, más interesante resulta examinar el peso de esa herencia en el mundo pos-soviético. Basta referirse en este sentido a la política de glasnost («apertura») implementada por Mijaíl Gorbachov a partir de la década de 1980 y en medio de la cual se planteaba, entre otros retos mucho más tangibles, la tortuosa interrogante de qué hacer en torno a lo que significara el pasado estalinista y el propio Stalin.

«Putin sintetizaría sus prevenciones al dejar claro que, si de algo servía la historia, era para construir una noción de pertenencia y, en consecuencia, servirle de vehículo edificante a la autoestima colectiva.»

Mezcla de realismo y agudeza, como lo demostró Gorbachov en momentos tan poco propicios para recolocar a la vieja URSS en el mapa, este efímero periodo de sinceramiento condujo a una revisión historiográfica que le permitió a la sociedad rusa lidiar con aspectos muy oscuros de su pasado reciente, desde todo cuanto no se manejaba con mayor exactitud acerca de la represión de la disidencia (pese a los reticentes esfuerzos hechos en tal sentido por Nikita Jruchov a finales de la década de 1950) hasta las atrocidades cometidas en Polonia, por ejemplo, como producto de los entendimientos alcanzados con el nazismo antes del inicio de la guerra. Sin embargo, y no hay por qué extrañarse de ello, el rebrote autoritario que experimentara la Federación Rusa a partir de la llegada de Vladimir Putin a la presidencia comenzó a desdibujar ese esfuerzo y cerrarle las puertas a la duda. Descifrar el pasado ya no sería tarea de todos sino, una vez más, objeto de todo cuanto el poder aconsejara como conveniente. Así, desde muy temprano y sin cejar en el empeño, el gobierno de Putin se hizo cargo de intervenir en la elaboración de manuales y textos dirigidos a la enseñanza de la historia y, parejo a ello, terminar con lo que -a su juicio- había sido la visión «negativa» en torno a la cual gravitara la discusión del pasado reciente.

Al responder así, como por reflejo, a una característica muy propia de esta clase de temperamentos inmunes a la pluralidad, el mismo Putin sintetizaría sus prevenciones al dejar claro que si de algo servía la historia era para construir una noción de pertenencia y, en consecuencia, servirle de vehículo edificante a la autoestima colectiva. A la hora de ponerlo en letras aún más precisas (y amenazantes), Putin no vacilaría en desaconsejar que la sociedad rusa continuara acogiéndose a una historiografía de factura reciente, cuyos promotores venían siendo sospechosamente ayudados para tal fin con el otorgamiento de becas académicas procedentes del mundo exterior.

Por si fuera poco, a partir de esta remozada visión de la historia como saludable ejercicio de terapia colectiva controlada desde el poder, aunque en un tono de tutela capaz de rivalizar hasta con el propio mandatario, uno de sus adláteres dentro de la burocracia instalada en el Kremlin a partir del nuevo milenio se haría cargo de precisar que el estudio de la historia no debía convertirse, en ningún caso, motivo para la autoflagelación. Todo esto presupondría, de paso, ofrecer a partir de entonces una visión «apropiada» de Stalin, subiéndole nuevamente el tono a algunos de los mitos más terrestres de la historiografía soviética.

No obstante, Putin habría de tropezarse en estos menesteres con una piedra en el camino, tal como a su manera había sido el caso de Stalin al iniciarse el involucramiento de la URSS en la Guerra Mundial. En su caso ello sería así cuando le tocase conciliar la urgencia de poner a circular una nueva historiografía para uso del común con la necesidad de evitar la polarización que aún podía provocar la conmemoración de ciertas fechas profundamente ligadas al calendario soviético. Tal cosa ya le había tocado en suerte a Boris Yeltsin, su último antecesor dentro de la línea «reformista», quien, en plena presidencia, resolvió rebautizar la más emblemática celebración de todas (la del inicio de la Revolución Bolchevique en 1917) con el aséptico nombre de «Día de la Concordia y la Conciliación». Lo cierto del caso es que el propio Putin ha logrado mantenerse persistentemente al margen de tal conmemoración, llegando incluso al punto de que el Kremlin guardase casi total silencio el año pasado, cuando la fecha en cuestión llegó a alcanzar su plena redondez centenaria. Según un cable de la agencia internacional de noticias AFP fechado en noviembre del 2017, Putin -según palabras de su portavoz Dmitry Peskov- había abordado el día de la conmemoración como cualquier otro día hábil en su agenda de trabajo. Según la propia AFP, ni tan siquiera el Partido Comunista ruso, que aún se precia de contar con una importante representación parlamentaria, lograría aglutinar a más de cinco mil participantes ese mismo día en las inmediaciones del Kremlin.

«..el empeño por construir una nueva identidad rusa a partir de las cenizas dejadas por la Guerra Fría, todo ello pasa necesariamente por el empleo selectivo y arbitrario de la historia…»

Acercándose así a lo que podría ser el inicio de su cuarto mandato a partir de marzo de este año 2018, Putin ha echado mano durante este primer tramo del siglo XXI de una curiosa mezcla de resortes. Por un lado ha recurrido sin mayores sobresaltos a los antiguos reflejos soviéticos (como, por ejemplo, a la hora de tascarle el freno al pluralismo político o, en materia de enseñanza de la historia, al ponerle punto final a las incómodas dudas en torno a Stalin) y, por el otro, ha promovido un reposicionamiento del mundo eslavo dentro de su natural órbita de influencia desde una perspectiva mucho más próxima a lo cultural-espiritual que a lo ideológico. En cualquiera de ambos casos, incluyendo el empeño por construir una nueva identidad rusa a partir de las cenizas dejadas por la Guerra Fría, todo ello pasa necesariamente por el empleo selectivo y arbitrario de la historia en desmedro de lo que pudiese ser la opinión del propio ciudadano ruso o de la sociedad en su conjunto.

Sin embargo, a pesar de que ya no retumben desde hace muchos años los desfiles militares ni la procesión de misiles montados sobre plataformas rodantes a todo lo ancho y largo de la Plaza Roja, como fue el caso de cada aniversario de la Revolución bolchevique durante el periodo soviético, ciertos autoproclamados herederos de la gesta han querido asumir para sí el legado de dicha conmemoración. Este fue singularmente el caso nuestro, como si, al margen de las cada vez más abominables carencias de la vida cotidiana, el gobierno se propusiera hacer algo que, por audaz, careciese de toda comparación posible: celebrar en estas comarcas lo que en su propio país de origen pasara dentro del más cauteloso silencio.

En octubre del año pasado, Nicolás Maduro prometió celebrar «por todo lo alto y por toda la línea» -y tales fueron sus palabras- los cien años de la Revolución Rusa. Naturalmente, el derroche de cumplidos le reservó un lugar especialísimo a Lenin, de quien dijo en declaraciones trasmitidas por Venezolana de Televisión: «Vamos a reivindicar sus ideas, su utopía, su obra y vamos a reivindicar el impacto histórico que cruzó en dos la historia de la humanidad de la Revolución Rusia, y todo el peso que tuvo la Unión Soviética». Aún en medio de la escasez crónica de alimentos y medicinas, y pese al riesgo de que el país pudiese caer más temprano que tarde en default, el Presidente salió exclamando lo siguiente al llegar la fecha: «¡Vamos a gritar que vive Lenin! ¡Vamos a las calles con las banderas de la Unión Soviética!»

Por mera casualidad me tocó atestiguar un detalle de semejante programa conmemorativo. De pie, a la entrada del Palacio de las Academias, pude ver cómo una columna, cuyos integrantes portaban franelas con la efigie de Lenin estampadas en el pecho, avanzaba hasta concentrarse al pie de una tarima colocada en la esquina de Mercaderes. En el fondo de la tarima también se desplegaba otra imagen de Lenin, aunque, en este caso, de proporciones más o menos colosales. Al cabo de unos minutos, una estruendosa música comenzó a vibrar desde el estrado, donde una banda invitaba a la concurrencia a bailar alegremente al ritmo de sones caribeños. Ninguno de los presentes vaciló en hacerlo. Ante tan pintoresco espectáculo tuve la curiosidad de preguntarme: ¿qué habría pensado el camarada Stalin de todo esto?

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