Si algún actor ha sido diestro a la hora de conferirle un uso instrumental a la historia han sido los regímenes autoritarios, bien sea ello con el propósito de negarla, destruirla o reinventarla. De hecho, la historia ha sido el principal surtidor de legitimidades fabricadas sobre la base de un pasado entendido a su propio aire para que autócratas de distinto pelaje hayan podido convalidar de este modo el carácter y los alcances de su omnisciencia. Aún más, al reducir la historia a versiones únicas y controladas desde el poder (o al darle curso a versiones aprobadas del pasado a través de textos de enseñanza) esto ha funcionado a la vez como un modo efectivo de hacer que una sociedad acepte que no existen formas alternativas de convivencia. Por tanto, negarle a la historia toda su rica y contradictoria complejidad ha sido una de las tantas formas de las cuales se han prevalido los autoritarismos –sea cual fuere su variante ideológica- para mantener reducidas a las sociedades a un estado de minoridad a fuerza de alimentarlas de mitos.
«Sin duda existe algo en común que remite a la cuna ideológica de ambos procesos:…tenían por delante de sí la tarea de motorizar la construcción de una sociedad que mirara exclusivamente hacia el futuro»
La entrega anterior versó precisamente sobre la forma en la cual, en su modalidad soviética, la historia sirvió para darle curso a tortuosos ejercicios de auto-justificación en momentos determinados (y determinantes) del siglo XX o, incluso, para legitimar sorprendentes cambios de rumbo, tanto durante el primado del propio Stalin como de quienes formaron parte de la sucesión apostólica en el Kremlin. Pero los usos (y abusos) de la historia también han tenido sus particularidades en el caso de China. Sin duda existe algo en común que remite a la cuna ideológica de ambos procesos: el pasado como profecía y, por tanto, a la idea de que tanto el elenco soviético, a partir de 1917, como la dirigencia china, desde 1949, tenían por delante de sí la tarea de motorizar la construcción de una sociedad que mirara exclusivamente hacia el futuro. No son desde luego los dos únicos ejemplos que cabría citar cuando se habla de la pretendida “hora cero” de la cual tiende a jactarse toda revolución (también podría citarse el caso de la Francia de Robespierre o la Camboya de Pol Pot), pero sí los más determinantes a los efectos de lo que aquí pretende explorarse.
Ya hemos visto sin embargo cómo, en el caso de Rusia y pese a la proclamación de su propia “hora cero”, Stalin optó por volver la vista al pasado cada vez que así le convino a las necesidades de su consolidación en la estructura del poder. Ahora bien, la China revolucionaria tampoco se quedó atrás al pretender destruir toda memoria del pasado ni, mucho menos, lo hizo a la hora de invocar unas supuestas edades doradas de la milenaria historia imperial con el objeto de motivar a la sociedad en tiempos de crisis. Si bien el propio Mao le dio un uso “flexible” a la historia como instrumento, tal ha sido mucho más el caso en la China pos-maoísta, tendencia que se ha incrementado en la medida en que ha ido erosionándose la confianza de aquella sociedad en la validez de la doctrina comunista y en la existencia de un partido único.
«… ahora para una China cuya influencia mundial es incomparablemente superior…la “muralla” ha venido a convertirse en metáfora para intentar poner a la sociedad china a salvo de toda interferencia extranjera.»
En este caso (como en el de Rusia), la mejor ideología de reemplazo ha sido el nacionalismo “chino”, cuya más brutal expresión hasta ahora –como elemento de control social- tuvo lugar al darse la represión de las protestas en la Plaza de Tiananmen, en 1989, justo cuando China pretendía abrirse a los aires democratizadores que procedían de la Europa del Este. Después de todo, el principal argumento utilizado por Yang Shangkun y el resto de las supremas autoridades del PC chino ante esa ola de aperturismo fue que su estímulo provino de manera deliberada del mundo exterior y, por tanto, que aquella manifestación liderada por los estudiantes se había visto atizada por intereses foráneos. A partir de entonces, y mucho más ahora para una China cuya influencia mundial es incomparablemente superior a la que tuvo en 1989, la “muralla” ha venido a convertirse en metáfora para intentar poner a la sociedad china a salvo de toda interferencia extranjera.
Sin embargo, la muralla no ha funcionado sólo como una simple, aunque efectiva metáfora. La verdadera muralla de granito y ladrillo -considerada durante la China de Mao como auténtico símbolo del oprobio, crueldad y explotación que supuso construirla en tiempos de los emperadores- no sólo ha sido potenciada como atractivo turístico sino venerada desde las encumbradas alturas del lenguaje oficial como prueba de la sobrevivencia y triunfo de China en medio de un mundo crecientemente hostil. Lo mismo, y por curioso que parezca, ha ocurrido con la amplia divulgación de la cual ha venido a gozar ahora la filosofía confuciana. Si, en tiempos de Mao, la “Guardia Roja” se encargó de incinerar las “analectas” de Confucio, derribar con la ayuda de escoplos y martillos el templo consagrado a su memoria, saquear las sepulturas del cementerio de su familia, desenterrar los cadáveres y hasta lanzar la estatua del sabio a la hoguera (todo ello en tiempos de la “Revolución Cultural” en la década de 1960), hoy por hoy la China de Xi Jinping se las ha arreglado para proclamar un curioso maridaje entre comunismo y confucionismo.
Esta tendencia no ha sido tan reciente, desde luego: ya un año después de los sucesos de Tianamen, el gobierno presidido por Yang Shangkun le dio su respaldo y bendición a la primera conferencia que se organizara alguna vez sobre Confucio en la República Popular China. Tal como puede apreciarse, esa rehabilitación, que comenzó en la década de 1980, ha sido un giro ideológico radical, capaz de hacer posible que se dejara atrás el empeño con que en tiempos de Mao (con la mirada puesta siempre en el futuro) se pretendió desterrar todo recuerdo del confucianismo.
«…la China actual le ha permitido a los suyos volver la mirada hacia el largo pasado… y convertirlo ahora en motivo de patriótico orgullo para poder responder así a la pretendida guerra librada desde el mundo exterior «
Si todo lo anterior no fuera ya lo suficientemente significativo, vale la pena apuntar que esa recuperación del confucianismo se ha convertido en cierto modo en el eje central del programa de “rearme moral” de la nación china patrocinado por el recientemente reelecto presidente, Xi Jinping. Tanto así que, en el año 2014 –como parte de una nueva andanada de símbolos-, el propio Xi Jinping asistió a una conmemoración bastante redonda del natalicio del sabio, gesto inédito para un líder del Partido Comunista de China, aprovechando de paso la oportunidad para proclamar que las enseñanzas del filósofo debían servirle de paradigma a la China actual. Entre otras sorpresas, y en nombre del mismo Confucio, en el 2010 fue instituido el “Premio Confucio de la Paz”, una suerte de contra-Premio Nobel cuya principal motivación, a la hora de crearse, fue darle una respuesta a la Academia Sueco/Noruega cuando premió ese mismo año al encarcelado disidente chino Liu Xiabo. Y así como Vladimir Putin fue premiado con dicho galardón en el 2011, la casualidad quiso que en ese año 2014 de la tan recobrada devoción de Xi Jinping hacia Confucio, el recipiendario del Premio que lleva el nombre del máximo filósofo chino fuera nada menos que Fidel Castro.
En medio pues de esta asombrosa operación de rescate (que incluye, como se ha visto, la resurrección de Confucio), la China actual le ha permitido a los suyos volver la mirada hacia el largo pasado que el maoísmo quiso enterrar por oprobioso y convertirlo ahora en motivo de patriótico orgullo para poder responder así a la pretendida guerra librada desde el mundo exterior. Sin embargo, por muchos adornos que se le quisieran poner a tal empeño, la necesidad de apelar a la idea de hacer del pasado el proyecto del presente es mucho más compleja en el caso de una sociedad que, como la china, se ha visto afectada por obra de un materialismo galopante e, históricamente, anti-marxista. Hay quien ha sostenido en este sentido, al hablar del nuevo espiritualismo y patriotismo chino, que Marx resulta difícil de reconciliar con el agobiante número de Ferraris que inunda las calles de Beijing y, por tanto, que la crisis de legitimidad que actualmente experimenta el Partido Comunista Chino hace que se necesite, entre otras cosas, de la preciada orientación que pudiese brindar Confucio.
«el quietismo impuesto durante más de la mitad del siglo XX…fue un enfrentamiento bipolar que intentó meter a la historia dentro de un sótano convenientemente refrigerado.»
No hay duda de que el nacionalismo le ha dado carburante de sobra a la historia, y tal lo prueba el caso de la URSS de Stalin, tanto como el de la China pos-maoísta o el de la Rusia Federada de Putin. Y, sin embargo, existe una variante más inquietante del fenómeno que, en este caso, resulta ser herencia directa del fin de la Guerra Fría. Si a ver vamos, el quietismo impuesto durante más de la mitad del siglo XX condujo a dos cosas: por un lado, puso a competir directamente a dos sistemas de alianzas y dos ideologías que, cada cual a su manera (liberal capitalista o soviética), decían verse abocadas a la construcción de nuevas sociedades (hasta de un “Hombre Nuevo”, en el caso de la última); por el otro, hizo todo cuanto pudo por clausurar la historia gracias a un enfrentamiento bipolar más o menos controlado por ambas superpotencias que trató de impedir que asomaran algunas peligrosas y mal zurcidas costuras. O, si quiere decirse de un modo tal vez más elegante, fue un enfrentamiento bipolar que intentó meter a la historia dentro de un sótano convenientemente refrigerado.
Después de todo –y tal fue el razonamiento que se impuso al iniciarse la segunda pos Guerra-, las cuentas mal ajustadas de la historia, especialmente en materia de nacionalismos, supremacismos biológicos y culturales y tensiones étnicas, había conducido a las dos confrontaciones mundiales que se registraron entre 1914 y 1918 y entre 1939 y 1945. Ocurrió empero que, luego de un brevísimo periodo de optimismo (1989-1990), la nueva dinámica vino a revelar que las certezas de la Guerra Fría sólo habían domado en apariencia una serie de elementos que, subterráneamente, informaban de la existencia de un orden internacional mucho más complejo. Y así, al producirse el deshielo, comenzaron a emerger también las anomalías dejadas por la historia.
En este sentido, Yugoslavia es el ejemplo más extremo de lo que supuso ser hasta entonces la presencia de un pasado cargado de sulfuro que yacía mal enterrado debajo del presente. Evidentemente no fue el único caso puesto que, a las tensiones entre serbios, bosnios y croatas, le siguieron de cerca las que pronto darían lugar a la emergencia de los nuevos fundamentalismos religiosos que, desde aquellas fechas a esta parte, han actuado como un factor perturbador del sistema internacional, y cuya presencia amenaza incluso con prolongarse más allá de lo que ya hemos transitado hasta este punto del siglo XXI. Veamos ambos casos por separado.
Desde luego, la historia por sí sola no acabó con Yugoslavia, pero una hábil manipulación de algunos de sus mitos (especialmente del frondoso acervo serbio) sirvió de instrumento para dividir violentamente a una sociedad plural. En este sentido, tal vez no le faltara razón a Winston Churchill cuando sostuvo en una oportunidad que la región de los Balcanes contenía en sus entrañas mucha más historia de la que podía procesarse de un solo bocado. Ahora bien, si Slobodan Milosevic no hubiese pulsado entre los serbios la tecla de una identidad anclada en el remoto pasado medieval de esa nación, habría hecho muy poco a la hora de marcar con sangre la agenda política que se había propuesto llevar adelante para su propia supervivencia en el mundo pos-comunista.
«Apelar así al recuerdo de Kosovo en clave nacional…contribuyó a dejar a Kosovo convertida en uno de los peores cementerios colectivos de aquella guerra genocida.»
Algo dice a este respecto que, tras la desaparición del comunismo en la Europa Oriental, Milosevic pasara a considerarse mucho más un defensor de la nación serbia, en términos históricos, que del socialismo y de la causa obrera en su versión yugoslava. El mejor ejemplo fue Kosovo, al cual Milosevic no dudó en calificar como territorio que formaba parte de la “Gran Serbia”, al punto de darle toda la resonancia simbólica necesaria a los afanes nacionalistas de sus seguidores y promover una delirante conmemoración presidida por él mismo en torno al sexto centenario de la primera gran derrota sufrida por los serbios en aquella provincia predominantemente musulmana que, a partir de entonces, aspiraba a proclamarse independiente como resultado de la fragmentación de Yugoslavia. Apelar así al recuerdo de Kosovo en clave nacional –y, sobre todo, en nombre de una mítica derrota infligida por el mundo musulmán en plena Edad Media- contribuyó, como bien se sabe, a dejar a Kosovo convertida en uno de los peores cementerios colectivos de aquella guerra genocida.
Al propio tiempo, los croatas también decidieron colocarse bajo la advocación de la historia al iniciarse el conflicto yugoslavo. Y cuando lo hicieron, comenzando por su máximo líder Franko Tudjman (devenido en feroz nacionalista, al igual que Milosevic), fue para recalcar que el suyo era el mundo del Occidente cristiano, heredero del Imperio Austro-Húngaro y de la civilización católica, tan distinto de sus recientes compatriotas serbios, cuyas motivaciones y aspiraciones respondían más bien al bagaje espiritual y cultural del mundo eslavo.
Otro que decidió revolver en el cajón de la historia con idénticos fines de ampliación territorial fue Saddam Hussein. Así lo hizo, en nombre del empeño por restaurar fronteras “históricas”, al invadir Kuwait en 1990, justo durante el incierto tránsito que se había registrado entre el fin de la Guerra Fría y lo que aún no se vislumbraba con total claridad con respecto a lo que habría de ser el nuevo orden internacional. En este caso, empero, Hussein no fue tan sofisticado como sus colegas en los Balcanes a la hora de profesar una comprensión más nacionalista del pasado. Tal vez fue que no tuvo necesidad de desplegar tantos estímulos en este afán puesto que los títulos históricos que pretendió invocar eran realmente dudosos: hablaba de Kuwait como de una provincia que le debía su existencia a Irak desde que el Imperio Otomano introdujera toda una reorganización administrativa de esa región durante el siglo XVIII. El problema era que, en el siglo XVIII, ni Kuwait ni Irak existían aún como naciones-estado.
Tal vez el laicismo de Hussein podría dar pie para hablar, al cierre de esta entrega, acerca de lo que ha sido la emergencia de una concepción aún más alarmantemente distorsionadora de la historia, tal como ha venido a ilustrarlo el caso de las organizaciones yihadistas, especialmente de ISIS. El auto-proclamado “Estado Islámico”, en su empeño por desafiar hasta las últimas consecuencias el internacionalismo liberal, pretendió, desde que así lo proclamara en el año 2014, recrear la existencia de un mítico Califato en parte de los territorios que yacen actualmente entre Irak y Siria.
El esfuerzo de esta coalición multinacional integrista no ha tenido éxito hasta la fecha; pero ello no significa que, dentro de las pasiones que se siguen agitando a lo largo de la región, no figure el empeño con que tanto la clerecía radical como la comunidad yihadista virtual han insistido en hablar de la abolición del último Califato en 1924 como el momento en que advino la aberrante “modernidad” patrocinada por Occidente y, en consecuencia, del inicio de la inexorable degradación del mundo islámico. El detalle estriba en que no fue Occidente la que propició la abolición del Califato en 1924 (de hecho, desde Londres hasta Berlín se le concedió poca importancia al asunto) sino que fue obra de Mustafá Kemal Ataturk al deponer a los últimos representantes del poder otomano. Ataturk fue un líder secular y reformista del mundo islámico, como a su manera lo serían más tarde (uno menos cuestionable que el otro) Gamal Abdel Nasser y el propio Saddam Hussein, ambos panarabistas y –ambos- derrotados por igual como producto de sus afanes expansionistas en nombre de la historia. Lo que en todo caso pretende ponerse de relieve es el tipo de justificación religiosa e ideológica que ISIS ha pretendido conferirle a su guerra total contra Occidente, haciéndole creer a sus seguidores que no sólo existió alguna vez una Edad Dorada del Islam sino que las raíces de su malestar yacen situadas en otra parte.
«..la historia opera como una convicción, como un artículo de fe o como un relato de dimensiones tan pedestres y pueriles…»
Como puede verse, el pasado pesa y es peligroso. Cuando se utiliza con propósitos instrumentales sirve para vindicarnos o victimizarnos, tanto como para condenar a quienes se opongan a nuestros designios. Asediada por quienes pretenden hacer uso de ella con fines de poder político, la historia se convierte así en fácil instrumento para estimular, entre otras cosas, el expediente la violencia. Nada alimenta más esta propensión que los mitos, y de los mitos (especialmente en sus versiones únicas) es justamente de lo que viven las sociedades autoritarias, tanto como las sociedades liberales lo hacen de la pluralidad. Esto explica mucho el sentido que se le confiere a la historia en cada caso. En el caso de la última, es decir, en el caso de las sociedades liberales y democráticas, la historia sirve para cuestionarla, buscarle sus muchos ángulos, advertir sus innumerables contradicciones, permitir que sobre ella aterrice un elenco de miradas cuestionadoras, es decir, no siempre coincidentes. La historia se convierte de este modo en motivo de desvelo y permanente insatisfacción, lo cual es lo propio como rasgo de adultez. Lo contrario ocurre en las sociedades controladas por un poder autoritario, sea del signo que fueren: allí, la historia opera como una convicción, como un artículo de fe o como un relato de dimensiones tan pedestres y pueriles que ello prácticamente convierte en tarea imposible algo que es propio a todo auténtico sentido de ciudadanía: ser responsables ante ella.